XIX
-Estamos solos, Inés -le dije-. Ahora podremos hablarnos y vernos.
En efecto, estábamos solos. Yo no veía ni Rey ni pueblo, ni guardia Imperial, ni balcones, ni quitasoles, ni abanicos, ni capas, ni gorras, ni flores, ni nada: yo no veía más que a Inés, e Inés no veía más que a mí. Aprisionados entre un pueblo inmenso, nos creíamos en un desierto. Olvidamos que existía un Rey recién coronado, y una nación alegre, y una ciudad feliz, y una multitud ebria, y no pensamos más que en nosotros mismos. No oíamos nada: el clamor de la gente, los vivas, los mueras, las felicitaciones,aquella borrachera de entusiasmo no producía en nuestros oídos más impresión que el vuelo de un insignificante insecto.
-Gracias a Dios que nos han dejado solos -dijo Inés estrechándose más contra mí.
-¡Inés de mi corazón! -dije yo-, cuánto deseaba hablarte. ¡Cuántas cosas tengo que decirte! Tus tíos se han ido y no volverán, y si vuelven no estaremos aquí. Somos libres; oye lo que voy a decirte. Estamos fuera de esa maldita casa, Inés mía, y serás feliz y rica y poderosa y tendrás todo lo que es tuyo.
-Yo no tengo nada -me contestó.
-Sí: tú no sabes un cuento que yo te voy a contar, un cuento que sé y que me hace feliz y desgraciado al mismo tiempo.
-¿Qué estás diciendo, loquillo?
-Que tú no eres lo que pareces. Yo te devolveré a tus padres, que son muy ricos.
-¿Padres? ¿Acaso yo tengo padres?
-Sí: tú no eres hija de doña Juana. Pero esto te lo explicaré en otra ocasión. ¡Ah!, amiga mía: estoy alegre y estoy triste, porque deseo que seas feliz, y rica y señora y poderosa y duquesa y princesa; pero al mismo tiempo considero que cuando llegues al puesto que te corresponde no me has de querer.
-No entiendo una palabra de lo que dices.
-Ya veremos. Tú no me querrás. ¿Cómo has de querer a un desgraciado como yo, sin padres, sinfortuna, sin educación? Te avergonzarás de mí, que soy un criado, un infeliz de las calles... pero ¡ay!, no temas, que yo te llevaré a donde debes estar, y te pondré en tu verdadero puesto, y serás lo que debes ser. Yo no quiero nada para mí. Dime: ¿me dejarás que sea tu criado y que viva en tu casa lo mismo que vivo ahora mismo en la de tus condenados tíos?
-De veras te digo que pareces un loco, Gabriel. Esto me recuerda cuando tú decías que ibas a ser ministro, generalísimo y príncipe. Yo no tengo esas ideas.
-No es lo mismo, niñita. Aquello era una necedad mía, y esto es cierto. Ya no volveremos a casa de los Requejos. Huiremos por la calle de Alcalá cuando se despeje, buscando refugio en Aranjuez, hasta tanto que yo te lleve a donde debo llevarte. Aunque sé que no lo has de cumplir, júrame que me querrás siempre.
-Yo no necesito jurarlo. Prométeme tú no decir disparates -dijo ella, mientras la presión de la embriagada multitud estrechaba su cabeza contra mi pecho.
-No son disparates. Pronto te convencerás de ello; ¿pero me querrás siempre como me quieres ahora? ¿No te avergonzarás de mí, no me despreciarás? ¿Seré siempre para ti lo mismo que soy ahora, tu único amigo, tu salvación y tu amparo?
-Siempre, siempre.
Al pronunciar estas palabras, Inés sintió que la cogían un pie.
Miró ella, miré yo, y vimos que clavaba en el pie sus flacos dedos una mano correspondiente a un brazo negro, que extendiéndose entre las piernas de los circunstantes, estaba unido al cuerpo de Restituta, quien estiraba el otro brazo hasta tocar la mano que pertenecía a una de las extremidades de don Mauro Requejo, el cual D. Mauro Requejo, colocado como a dos varas de nosotros, pugnaba por abrirse paso entre piernas de hombre y faldas de mujer, recibiendo aquí una pisada, allá una coz. Sucedió, que encontrándose los dos hermanos tan separados de nosotros, perdían el tino buscándonos, y mientras ella se encaramaba anhelando divisar por algún lado nuestras cabezas, él a causa de su corpulencia alcanzó a distinguir mi gorro.
Forcejeaban hasta alcanzarnos, cuando doña Restituta cayó al suelo; diole D. Mauro la mano, y ella alargó la otra para asir el pie de Inés, temiendo que en un nuevo vaivén o sacudimiento se le escapara. Nuestro proyecto de fuga quedó frustrado, y ambos Requejos hicieron presa en los olivares de Jaén, asiéndoles cada uno por un brazo para estar más seguros.
-¡Pobrecita mía! -dijo D. Mauro-. Creímos que te nos perdías. Si no es por ti, Gabriel, se nos pierde.
A causa del revolcón quedaron ambos hermanos tan lastimosamente magullados, que daba compasión verles. Del casaquín de mi amo se habían hecho dos, sin intervención de ningún sastre, y su hermana veía con ojos furibundos los flotantes jirones de su vestido negro, rasgado de arriba abajo.
-¿Ves? -decía Restituta a su hermano al regresar a la casa-. ¿Ves lo que sacamos de ir a donde nadie nos llama? Has perdido un guante... ¡lástima de guante, que costó un dineral en el Rastro! ¿Pues y la casaca? Ya tengo costura para tres días... ¡Sí, que está barata la seda!... Y tú, niña, ¿has perdido algo? ¡Ay! ¿Dónde está mi pañuelo? ¿Pues y mi pañuelo? ¡Lo he perdido!... ¡Dios me favorezca!... ¡Jesús mil veces! ¡Y yo que le eché tres gotas de agua de bergamota!