Ep.37 - Marina y su olor - Mayra Santos Febres (1)
Primer cuento
La venganza de las sirenas
Como no pudieron salvar a Perséfone del rapto de Hades, las Oceánidas fueron castigadas. Convertidas en terrible animal, mitad mujer, mitad pez. ¿Qué iban a hacer ellas, pobres ninfas, contra dios tan tenebroso? Pero ahora que son monstruos, tienen poder.
Si los hombres caen presa de sus cantos, ellas se los comen. De algo hay que alimentarse. Pero el plan de las Sirenas es otro. El plan es salvar a todas las mujeres de los raptos de los hombres. Que no lleguen con sus barcos a robarlas, a someterlas al terrible cautiverio del hogar. Las sirenas, en verdad, tan sólo cumplen la encomienda que cuando ninfas no pudieron encarar.
De paso, responden a las secretas plegarias de Penélope.
(Tomado de Círculo de Poesía, Revista Electrónica de Literatura: https://circulodepoesia.com/2010/11/microcuentos-de-mayra-santos/)
Bienvenida
Que tal estimadas amigas y amigos de Tres Cuentos, el podcast dedicado a las narrativas literarias de Latinoamérica. El cuento anterior fue escrito por la autora puertorriqueña Mayra Santos-Febres.
Originalmente, encontré un escrito de Mayra Santos Febres en el libro bilingüe Afro-Puerto Ricans in the Short Story, An Anthology (Los afro-puertorriqueños en el cuento, una antología), editado por Victor C. Simpson. Inmediatamente supe que tenía que presentar en el programa el cuento "Marina y su Olor".
Después de contactar sin éxito a la editorial original para obtener permiso y presentar la historia, proseguí a contactar a la autora. Llamé a la Biblioteca Nacional de Puerto Rico, pensé, ¡allí me pueden ayudar a encontrar una aguja en el pajar! Desafortunadamente, debido a COVID-19 nadie estaba trabajando.
Sintiendo que tendría que presentar a otro autor, mi mente obstinada me pidió intentarlo una vez más. Primero, llamé a la Universidad de Puerto Rico, y más tarde a la Fundación Nacional para la Cultura Popular.
En esta última, un hombre muy amable respondió. Le expliqué lo que necesitaba, y me proporcionó un número telefónico. Sin embargo, temía que nadie me contestaría. Pero funcionó y me complace decir que Santos-Febres nos concedió permiso para presentar la historia y ser entrevista. Estoy muy contenta y agradecida porque en verdad la historia de hoy es muy, muy bonita.
Y así, con la voz fragante y sincera de la escritora afra-puertorriqueña Mayra Santos-Febres, finalizamos nuestro viaje a través de la literatura afrodescendiente.
La siguiente historia se puede encontrar en el libro Pez de Vidrio, publicado por Ediciones Huracan (1996).
Mayra Santos Febres nos cuenta la historia de Marina, una joven que sabe albergar fragancias en su piel. Con el tiempo sus sentimientos equivalen a los aromas que su cuerpo recuerda. Pero su divino don es deseado y resentido por aquellos que no pueden aprisionarla.
Historia
(Texto reproducido con permiso de la autora Mayra Santos Febres)
Marina y Su Olor
Por Mayra Santos Febres
Adaptado por CQS
Doña Marina París era una mujer repleta de encantos. A los cuarenta y nueve años expiraba todavía esos olores que cuando joven dejaba a los hombres del solar embelesados y buscando cómo poderle lamer las carnes a ver si sabían a lo que olía. Y todos los días olían algo diferente. A veces, un delicado aromita a orégano brujo le salía de por las grietas de la entrepierna de doña Marina; otras veces, perfumaba el aire a caobo macho, a limoncillos de quemar golondrinos, pero la más de las veces olía a pura satisfacción.
Doña Marina había trabajado desde chiquita en el come-y-vete “El Pinchimoja”, establecimiento abierto en el creciente pueblo de Carolina por Esteban París. Anteriormente, don Esteban había sido clarinetista virtuoso, trabajador de caminos y muestrero de “melao” de la Central Victoria. Su esposa consensual, Edovina Vera, era nieta de una tal Pancracia Hernández, tendera española venida a menos a quien el tiempo le tendió una trampa en forma de negro retinto de Canóvanas. Él le enseñó de verdad lo que era gozar de un hombre ya cuando ella le había perdido la fe y el gusto a casi todo, incluyendo a Dios.
Marina se crio en “El Pinchimoja”. Mamá Edovina, todos los años pariendo chancletas, le encomendó a Marina la cocina de la fonda y que vigilara a la María, la señora medio loca que le ayudaba a Mamá a mover los grandes calderos de arroz guisado con habichuelas, las ollas de tinapa en salsa, el asopado de pollo, la batata asada y el bacalao con pasas, especialidad del lugar. Como trabajo especial, Marina tenía que prevenir que la María cocinara con aceite de coco. Había que salvar la reputación del lugar y que la gente no creyera que los dueños eran una trulla de negros ariscos de Loíza.
Desde los ocho hasta los trece años, Marina expulsaba aromas picantes, salados y dulces por todos los goznes de su carne. Y ella, arropada como siempre en olores, ni se dio cuenta de que con ellos embrujaba a todo el que le pasaba cerca. Su sonrisa ampulosa, sus pasas recogidas en trenzas y pañuelos, sus pómulos altos y el olor del día le sacaban la alegría hasta al picador de caña más decrépito, hasta al trabajador de caminos más chupado por el sol, hasta a su padre, clarinetista frustrado, quien se levantaba de su sopor de alcohol y sueños e iba a parársele cerca a su Marina nada más que para olerla pasar.
A doña Edovina le empezaba a preocupar el efecto de Marina en los hombres, en especial, la manera en que lograba despertar a don Esteban de la silla del alcohólico en la cual se postraba todas las mañanas desde las cinco, cuando terminaba de comprarle los sacos de arroz y plátanos al carretero suplidor que a diario bajaba hacia el colmado “La Nueva Esperanza”.
Ya Marina tenía trece años, edad peligrosa. Así que un día doña Edovina abrió una botella extra de ron Cristóbal Colón de Mayagüez, se la puso al lado de la silla a su cortejo, es decir a don Esteban, y fue a buscar a Marina a la cocina, donde ella empezaba a pelar las batatas y los plátanos para asarlos. Doña Edovina le dijo a la joven –Hoy empiezas a trabajar para los Velázquez. Allí te darán comida, ropa nueva y la casa de doña Georgina te queda cerca de la escuela-.
Acto seguido, Doña Edovina se llevó a Marina por la parte de atrás del restaurante “El Pinchimoja” hacia la calle José de Diego. Pasaron por detrás de la farmacia de los Alberti para llegar a la casa de doña Georgina, blanca beata ricachona, cuya pasión por la yuca guisada con camarones la hizo notable en el pueblo entero.
En esa época Marina empezó a oler a mar. Iba a visitar a sus padres todos los fines de semana. Don Esteban, cada vez más alcoholizado, llegó a no reconocerla, pues se confundía pensando que ella iba a oler a los platos del día. Cuando Marina llegaba olorosa a chillo o a los camarones que se comían regularmente en la casona señorial, el padre volvía a tomar un trago de la botella amiga que yacía a los pies de su silla y se perdía en los recuerdos de su pasión por el clarinete.
“El Pinchimoja” ya no atraía a las gentes de antes. Había bajado a la categoría de fonda de desayunos; allí lo que se comía era funche, sorullos de maíz con queso blanco, café y sancocho. Los funcionarios de oficina y hacedores de caminos se habían desplazado a otro come-y-vete que tenía una novedosa atracción que reemplazó el cuerpo prieto de la treceañera olorosa a sazones: una vitrola en la cual a la hora del almuerzo se escuchaba a Felipe Rodríguez, Pérez Prado y a la orquesta de Benny Moré.
Fue en la casa de los Velásquez donde Marina se percató de su habilidad prodigiosa para albergar olores en su carne. Todos los días tenía que levantarse antes de las cinco de la mañana para dejar listo el arroz, las habichuelas y la mistura que les acompañara; esa fue la condición que le impusieron los Velásquez para que pudiera asistir a la escuelita municipal.
Un día, pensando en la comida que debía preparar al día siguiente para la señora de la casa, Marina sorprendió a su cuerpo oliendo al menú imaginario- sus codos a recaíllo fresco, sus axilas a ajo, cebolla y ají rojo, sus antebrazos a batata asada con mantequilla, el entremedio de sus senitos en flor a lomillo fresco encebollado y más abajo a arroz blanco y granoso, como a ella siempre le quedaba el arroz-. Entonces se impuso como disciplina hacer que olores recordados salieran de su cuerpo. Los aromas a yerbas le salían bien. La mejorana, el poleo y la menta eran sus favoritos.
Después de sentirse complacida con los resultados de sus experimentos aromáticos caseros, Marina empezó a experimentar con olores sentimentales. Un día trató de imaginarse el olor de la tristeza. Pensó firmemente en el día en que Mamá Edovina la mandó a vivir a casa de los Velásquez. Pensó en don Esteban, su papá, sentado allí imaginando lo que pudo haber sido su futuro como clarinetista en las bandas de mambo o en las pachangas de César Concepción. En seguida del cuerpo le salió un olor a mangle mañanero y a calor de sábana así entre rancio y medio dulzón. Después de esto, practicó los olores de la soledad y del deseo. Aunque pudo sacar aquellos aromas de su propio cuerpo, el ejercicio la dejaba exhausta; le causaba demasiado trabajo. Así fue que Marina empezó a recoger olores de los patrones, de los vecinos de la casona Velásquez, de la servidumbre que vivía en los cuartitos del patio junto a las gallinas y los hilos de tender la ropa interior del hijo de doña Georgina.
Hipólito Velásquez, hijo de doña Georgina, no le gustaba para nada a Marina. Ella lo había sorprendido en el baño masturbándose, despidiendo un olor a avena con moho dulce. Ése era el mismo olor (un toquecito más ácido) que despedían los calzoncillos de Hipólito Velásquez antes de lavarlos. Él era seis años mayor que Marina, enclenque y amarillo, con unas piernas famélicas y sin una sola onza de nalgas.
“Esculapio” le apodaba Marina callada cuando lo veía pasar, ella sonriendo siempre con esos pómulos altos de negra parejera. Las lenguas del pueblo decían que casi todas las noches el niño Hipólito paseaba por el Barrio Tumbabrazos buscando mulatitas para hacerles “el daño”. Le encantaba la carne prieta.
A veces, Hipólito le miraba con ahínco. Una vez le insinuó a Marina que tuvieran amores, pero ella se le negó. Lo veía tan feo, tan débil y apendeja'o que de sólo imaginarse que Hipólito le ponía un dedo encima, su carne empezaba a oler a pescado podrido y ella misma se daba náuseas.
Después de año y medio de vivir con los Velásquez, Marina comenzó a fijarse en los varones del pueblo. En las fiestas patronales de Carolina de aquel año, conoció un tal Eladio Salamán, que de una sola olida la dejó muerta de amor. Tenía la mirada soslayada y el cuerpo apretado y fibroso como el corazón dulce de una caña. Su piel rojiza le recordaba el tope de los muebles caoba de la casona Velásquez. Cuando Eladio Salamán se le acercó aquella noche a Marina, llegó con un maremoto de fragancias nuevas que la dejó embelesada por horas, mientras la conducía del brazo y caminaba con ella por la plaza.
Tierra de bosque lluvioso, yerba buena con rocío, palangana sin estrenar, salitre mañanero… Marina comenzó a ensayar sus olores más difíciles a ver si lograba convocar el de Eladio Salamán.
Este empeño la hizo olvidadiza en cuanto a todos sus menesteres y a veces, sin proponérselo, les servía platos a los patrones con los olores confundidos.
La yuca con camarones una tarde le salió oliendo a chuletas a la jardinera. Otro día, el arroz con gandules perfumaba el aire a verdura con bacalao y llegó a tales extremos su crisis que un pastelón de papas le salió del horno oliendo igualito que los calzoncillos del niño Velázquez. Tuvieron que llamar al médico de emergencia, pues todos los que aquel día comieron en la casa vomitaron hasta la bilis y creyeron que se habían envenenado sin remedio.