Ep.39 - Finis - Santiago Dabove (2)
Alteradas la rotación y traslación, teníamos días cortísimos y otros muy largos. Apuros y desórdenes de toda especie. Trastornos en las ciencias económicas. Por ejemplo: un pagaré a 90 ó 180 días, había que hacerlo por horas, de acuerdo con un reloj patrón.
Mucha gente seria estaba indignada porque algunos seres degradados y “ciertos poetas” no se dolían de la irregularidad, sin participar tampoco del pánico y la sagrada rabia que les inspiraba el nuevo orden, o más bien desorden, de cosas.
Estos seres pervertidos y viciosos habían llegado en su repugnante indiferencia hasta instituir un nuevo juego, como el rojo y el negro en la ruleta, a base de las rachas inesperadas, en cuanto a la duración de días y de noches, utilizando sus relojes que marchaban por la antigua regularidad...
Pero el miedo era casi general. Éste no debía aumentar en tanto que la Tierra fuera sólo como una perdiz gorda, sorprendida, que echa a volar. Pero pronto se vio que los mares barrían las playas como escobas en los arranques súbitos del planeta, ocasionando terribles catástrofes; que las estaciones se alteraron completamente: el verano más tórrido y el invierno más crudo se sucedían en un espacio de días y aun de horas, lo que causó la ruina de la vegetación.
Fue necesaria cada vez más la vida bajo tierra, y, con una técnica prodigiosa; se iban socavando grandes recintos como falansterios subterráneos en los cuales se cumplían las tres condiciones que pedía Fourier: economía, utilidad y magnificencia. Había algo, sin embargo, en esta magnificencia, algo que no convencía, como cosa hecha no con vistas a la esperanza, sino más bien a lo que debe morir y desaparecer.
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Algunas ventajas tuvo la raza humana entre tanta desdicha: con los bruscos cambios de temperatura, las moscas y mosquitos desaparecieron. La hedionda e inmunda chinche no salía de sus refugios, de miedo a un enfriamiento brusco, así fue muriendo de inanición. Se dispuso que todo en el falansterio fuera nuevo por temor a epidemias, pero muchas categorías de piojos, hongos, parásitos y bacilos, no eran tan delicadas y acompañaron al hombre en su vida subterránea. Había que alimentarse de hongos cultivados en sótanos y recintos ad-hoc.
Algunos "sabios" sacaron del petróleo una combinación alimenticia. La que no tenía gusto era, cara, y, la barata, la popular, causaba en la gente pobre que la consumía un asqueroso olor a lámpara que salía de las bocas. Había que pagar alto precio por una cosa que no tenía gusto. Todavía se guardaban provisiones vegetales y animales en gran cantidad, pero no se las prodigaba de miedo a la escasez y también por egoísmo.
Ya se empezaban a fabricar alimentos concentrados y con substancias químicas, cosa esta última conocida desde larga data, pero abandonada en su empleo por los estreñimientos pertinaces y muy peligrosos que causaba. En una palabra: bien considerado, todo esto era el adiós a la sensualidad y a la buena vida.
Muchos decían que estábamos abandonados de la mano de Dios, y a mí me parecía lo contrario, porque advertía una intención de violencia en Él. Estábamos abocados a riesgo y aventura.
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Como hacía algún tiempo que recobrara todo el vigor de la salud, Amanda me rogó que saliéramos un día de fiesta. Era otoño, y habríamos sentido en la Naturaleza serena la copia de nuestras dichas, si no la alterara la sensación de viaje precipitado de la Tierra. Yo me asía de las manos de mi novia que formaba corro con otras muchachas que también habían buscado a su novio.
Resistíamos al viento en esa rueda de amor, no pensábamos en morir. Las muchachas impacientes por formar un hogar estable, pegaban pataditas coléricas contra el suelo del planeta, que no permitía reposo para el amor, ni seguridad, ni nada que se asemejara a las antiguas horas.
En eso, la Tierra hizo un arranque súbito como de ómnibus mal dirigido. Las macetas con las últimas flores que habían puesto las muchachas enamoradas, cayeron de lado, y los perros huían ladrando.
Otra vez, en ese corro de jóvenes, dábamos vuelta junto con las hojas que nos traía un viento circular, hojas de los últimos árboles de aquel último otoño. Algo en mi corazón me dicta estas palabras melancólicas que indican finales.
Amanda y yo girábamos prendidos de las manos y asidos a otras manos juveniles que ahora temblaban de miedo de morir sin amor cumplido. En un vuelco loco, nos separamos del corro y empezamos a errar como desdibujados en un largo crepúsculo que me pareció duraba más de seis horas de tristeza. Los había más largos, así como, a veces, no había crepúsculo. Mi corazón se alebronó.
(Él) –Amanda –dije– te amo ¡casémonos!
(Amanda) –Espérate a que todo se regularice. No se puede vivir a base de mal petróleo. No contamos con lo suficiente – dijo Amanda.
Mi pesadumbre se agravó. ¿Cómo esperar con ánimo tranquilo la catástrofe terrestre sin el amor de ella?
(Él) –Pero... ¿no comprendes?
(Amanda) –¿Qué?
(Él) –No nos casemos, pero amémonos.
(Amanda) –Ya nos amamos.
(Él) –No, no nos amamos. El amor debe ser así –dije entreverando y apretando los dedos con toda mi fuerza–. No es amor el que no deja una huella en nuestros cuerpos.
Déjate de dilaciones: ¡amémonos que mañana moriremos!
Esto que en tiempo de Catulo o de Horacio olía a retórica, tenía ahora un significado serio y perentorio. Me pareció ver que los ojos de Amanda creían más en el amor como “hecho eterno” que en cualquier meteorología o cosmogonía. Amanda, que no era argentina, me acarició el cabello y dijo con franqueza y lealtad.
(Amanda) –Cierto, pobrecito, pobres de nosotros... Bueno... cuando la Luna esté llena...
Ya se sabía y yo también, que la Luna tenía las mismas perturbaciones que la Tierra. ¿Amanda contaba, por olvido, con el período antiguo del astro de las mujeres? La Luna estaba en el principio del crecimiento. Y he aquí que cumplió su evolución, hasta transformarse en Luna llena, en unos pocos minutos. Igual que una magnolia o una "dama de noche" que se abre... Miré a Amanda.
(Amanda) –Vamos, me dijo acariciándome el cabello.
Mientras iba con ella, un brazo en su cintura, pensaba: “La humanidad, ¿podría perecer? ¿Hay réplicas de ella en todo el Universo? No sé, pero lo positivo parece ser que la nuestra, la terrena, por ahora y quizá para siempre, se eclipsa, se extingue”.
Consideré si, disponiendo de calor y del sustento necesarios, no la crearía yo de nuevo sirviéndome del amor de Amanda, forzándola a ser prolífica, por puro goce de diletante, de billarista desdeñoso e indiferente, que arroja con su taco al campo de las violencias, algo sensible que va a ser muy golpeado, chocado, hasta que pierda su carne tierna y después, al final triste, se haga el recuento de los choques –carambolas, ruidos de huesos– mientras sonríen los ángeles crueles. ¡Ah no lo querría Dieu m'en préserve!... Pero... entramos.
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A pesar de las condiciones irregulares de la vida, y de la meteorología alterada, había cierto optimismo. Se confiaba quizás en que todo pasaría. Los comerciantes e industriales eran los que más “sentían” y proclamaban esta confianza llamando derrotistas a los asustados. El fin era seguir vendiendo sus productos.
Yo fui llamado por la compañía “Alas para el Hombre” para que saliera en gira de propaganda, provisto de mi aparato que me hacía subir con arranque tan graduado y caer tan blandamente. Después de un corto e infructuoso “raid” de ofrecimiento comercial, en un radio de unos cien kilómetros, volví a los lugares donde debía estar Amanda, y no la encontré.
A la bajada de uno de los vuelos que daba con mi pequeño aparato que llevaba a la espalda, como una mochila, me encontré frente a uno de los falansterios que no hacía mucho se había terminado de construir.
Era un socavón como una mina, pero mucho más amplio en su interior, de más contenido. Adentro había hornos muy grandes, prodigiosos y fantásticos aparatos de calefacción. El calor se iba a utilizar doblemente: para el simple pero esencial hecho de calentarse y, a la vez, para energía mecánica, movimiento de telares y otras industrias indispensables, no de lujo.
La puerta de entrada, boca más bien, estaba hundida, después de una corta escalera de escalones groseros y que parecían de tierra endurecida. Con el objeto de que no se colara el aire frío exterior, no se abría más que en los momentos en que alguien entraba o salía. Entonces, parecía por su forma singular una boca de cetáceo o más bien de gran pescado moribundo que bostezara.
Un poco más adentro estaban aparejados unos tamizadores y calentadores de aire, muy complicados. Cada bostezo parecía tragar un hombre o varios, con cierta pereza mortal, y por el fulgor rojo que dejaba entrever, se adivinaba que las entrañas de ese cetáceo eran de fuego.
Todo adentro era una especie de hervidero, y tenía algo de fragua y de alto horno donde se trabajan metales. Pero había por todos lados profusión de lugares de descanso, camas, mesas y otros muebles. Los grandes aparatos de calefacción enviaban tubos de todos calibres, a todos lados. Hombres sudorosos y musculosos daban la última mano a toda esta fábrica.
Consideré que, en dispositivos como éste, en refugios indecentes como éste, terminaría la porción de humanidad más apegada a la vida; y me estremecí de horror y de pena al imaginarme las futuras escenas de crueldad, de hambre, de miseria, de prepotencia brutal, de lujuria sangrienta y aún de antropofagia que se desarrollarían si el combustible duraba más que las subsistencias. Los enormes depósitos internos de provisiones eran guardados por hombres con ametralladoras.
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Me alejé de un salto de ese lugar tétrico, pensando en tomar un trago de whisky de mi frasco de bolsillo para reponerme. Siempre me ha gustado tomar en tierra firme y no en el aire. Fui a dar junto a una pared que iba paralela a un camino que conducía al falansterio. Al rato, del otro lado oí unas voces. ¡La voz de Amanda! Una de hombre en la que reconocí a Gould, el poderoso primer accionista y dueño de las “Empresas de Calefacción”, y le decía:
(Gould) –Sí, m'hijita, no se puede elegir. Si me amas tendrás segura la comida y un asiento junto al fuego... Hasta tanto se vea dónde va a parar esto. Después reanudaremos una vida espléndida.
“Reanudaremos” pensé yo, habla como si ya la hubiera comenzado. ¡Gordo cochino!
Él agregaba, continuando su sugestión:
(Gould) –Pero por ahora, mira el Sol.
(Amanda) –Sí, sí, respondía Amanda. ¡Sí, sí, sí!
Miré, yo también, el Sol. Su disco se hallaba reducido a la cuarta parte. Conteniendo el aliento y el corazón que parecía reventar, me alejé –sin emplear el aparato “del futuro”, como le decía a mis clientes en las giras– en cuatro patas, como los animales prehistóricos.
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No fui a la compañía “Alas para el Hombre”. Me dediqué a vagar y a saltar con mi aparato cerca del falansterio “El Cetáceo”.
Volando me reía histéricamente, y cuando me encontraba con algún amigo que usaba el mismo medio de locomoción, departíamos un rato en el aire, como dos coleópteros alegres. Pero cuando bajaba a tierra, tambaleaba. Esperaba encontrar a Amanda y mi vigilancia era estricta.
El frío aumentaba atrozmente.
La Tierra cesó en sus arranques. Se había quedado rígida y no presentaba movimiento de rotación apreciable. Por consiguiente, una parte quedaba en la sombra, y era un casco de sueño nocturno; otro en la luz, y era un ojo sin párpado; otra en la penumbra y era un crepúsculo como un insomnio como el que tenía ahora.
Al principio se creyó en la permanencia de estas condiciones, pero pronto se echó de ver por parte de los astrónomos que el segmento de la antigua elipse en el campo de traslación, del afelio al perihelio, estaba mucho más abierto, asemejándose a una línea recta. Esta comprobación no era otra, cosa que el anuncio de la condena a muerte de la humanidad y de la vida en general en un plazo breve. En efecto, en adelante nuestro apartamiento del Sol, sería cada vez mayor, hasta llegar a ser definitivo.