Cómo cambian tu cerebro los móviles y las redes sociales
Hoy vamos a reflexionar acerca del uso que le damos al móvil y a las redes sociales,
porque a veces nos pasamos un poco, ¿no? Esto puede que sea tirar piedras contra mi
propio tejado, porque yo soy de esos que os sale por Facebook, Twitter, Youtube y demás
redes sociales diciendo “eh, hacedme caso, dadme vuestro tiempo, mirad qué cosas tan
interesantes digo”, pero lo que quiero es que al final de este vídeo seáis un poco
más conscientes de cómo usáis las redes sociales, del efecto que su uso puede estar
teniendo en vuestro cerebro, y lo importante que es que seáis vosotros quienes tengáis
el control, y no hacer un uso impulsivo con el “piloto automático” puesto. Porque
si no sois vosotros quienes tenéis el control, se lo estáis cediendo a otros. ¿A quiénes?,
¿para qué?, ¿por qué? ¡Vamos allá!
De todos los que estáis viendo este vídeo, tan sólo un pequeño porcentaje lo verá hasta el final. Y
tampoco es que esto sea El Padrino o Avatar, que son unos pocos minutos... ¿por qué pasa
esto? Porque cada vez estamos menos acostumbrados a mantener la atención durante mucho tiempo
en una sola cosa, y los móviles y redes sociales tienen bastante culpa en ello: estamos constantemente
bombardeados por gran cantidad de estímulos que reclaman nuestra atención, gente y empresas
que quieren que les hagamos caso, que veamos sus anuncios, que compremos sus productos
y, sobre todo, captar nuestra atención. Y con tanto bombardeo es normal que al final
nos acabemos acostumbrando a ir dando saltos de una actividad a otra, o a hacer varias
cosas al mismo tiempo. ¿Recordáis la última vez que visteis un programa en la tele sin
consultar Facebook, Instagram, Twitter o WhatsApp cada pocos minutos? Antes “desconectábamos”
durante la publicidad. Ahora, conectamos y desconectamos decenas de veces antes del siguiente
corte publicitario. Y eso ocurre con la tele, pero mucho más grave es cuando estamos intentando
centrarnos en la lectura de un libro, un artículo con un mínimo de profundidad, en los estudios,
trabajo o en una conversación cara a cara. La distracción es constante.
Hace poco se hizo un experimento muy interesante para ver el coste, a nivel cognitivo, que
supone simplemente tener el teléfono cerca. En silencio. Sin que haya forma posible de
que recibamos una notificación, simplemente tenerlo cerca. Se seleccionó a un grupo de
800 personas a las que les pusieron a realizar algunas tareas para medir su capacidad cognitiva
(memorizar letras aleatorias, pequeños problemas matemáticos y cosas por el estilo). Pues
bien, estas 800 personas fueron divididas en tres grupos: mientras hacían la tarea
unos tenían que poner el teléfono delante de ellos, boca abajo; otros, tenerlo en el
bolsillo, bolso o mochila, y un tercer grupo tenía que dejarlo en otra habitación. En
todos los casos los teléfonos tenían que estar con el sonido y vibración apagados
para no soltar ninguna notificación. ¿Cuáles fueron los resultados? Quienes mejores resultados
sacaron en las pruebas fueron los que tenían el teléfono en otra habitación, seguido
por los que lo tenían en el bolsillo, y en último lugar quienes lo tenían delante.
La mera presencia del teléfono está reclamando constantemente nuestra atención, aunque sepamos
racionalmente que no va a sonar ni emitir señal alguna, y esto tiene un coste para
nuestra atención. Otra consecuencia, muy relacionada, es que
vamos disminuyendo de manera progresiva nuestra tolerancia al aburrimiento: yo soy el primero
que estoy todo el rato mirando la pantalla de mi móvil cuando estoy esperando al metro
o al bus, y si no lo puedo hacer, siento una sensación de desasosiego que no experimentaba
hace años, cuando no llevaba un smartphone en el bolsillo.
Y es que la presentación del iPhone en 2007 supuso verdaderamente un cambio histórico en el modo en el que consumimos la información y la manera en la que nos relacionamos.
“Today Apple is going to re invent the Phone”.
Y ojo, no me entendáis mal, esto no es una
crítica a los smartphones ni al iPhone (que a mi también me gusta), tampoco a las redes
sociales, sino al uso que en ocasiones le damos. Y es que llevar internet en el bolsillo
es algo que ahora tenemos muy asumido, pero hace 10 años supuso una auténtica revolución,
de tal calibre que a veces tengo la sensación que no hemos sido capaces de estar a la altura
de lo que esta herramienta nos podía proporcionar. Es como darle un coche de gran cilindrada
a un chaval que se acaba de sacar el carné de conducir: ¿qué hará, conducir de modo
prudente y responsable, o hacer el tonto y jugarse la vida? Pues probablemente lo segundo.
Pero no sólo está el tema de la atención y el modo en el que procesamos la información
(“internet nos está haciendo más tontos”, que se dice coloquialmente), sino el modo
en el que nos comportamos en esa gran plaza pública que son las redes sociales. ¿Os
habéis fijado que, poco a poco, cada vez le damos menos valor a nuestra privacidad?
Antes, hace años, la mayoría éramos bastante celosos con cierta información acerca de
nosotros mismos, nuestras preferencias, gustos... y sólo lo compartíamos con amigos y gente
bastante cercana. Pero las redes sociales han modificado ese concepto que tenemos de
“amistad” y “cercanía”, y al final la consecuencia es que estamos regalando nuestra
información privada a empresas que se dedican, exclusivamente, a comerciar con esos datos,
para luego venderlos al mejor postor. La distancia entre el yo público y el yo privado se estrecha.
Y esto es algo que me preocupa, especialmente, cuando hablamos de niños.
Hace no mucho que se ha acuñado el término “sharenting” para describir la conducta
de esos padres que comparten sin mesura información y fotos de sus hijos por redes sociales, sin
pararse a pensar en las consecuencias inmediatas o futuras que puede tener. En la mayoría
de casos son datos e imágenes neutros, sin ninguna carga negativa para el pequeño, más
que el exceso en la frecuencia en la que se comparte. Pero otras veces se comparten imágenes
o anécdotas que pueden resultar muy humillantes para el menor, que seguro no le gustaría
que sus padres hubieran compartido. Y, en otros casos, se comparte tanto que puede llegar
a ser peligroso: fotos en las que los menores aparecen con el uniforme de su colegio, en
la puerta del mismo, en las que se cuenta pormenorizadamente los hábitos de esa familia
de tal modo que cualquier desconocido puede tener a su alcance una información quizá
demasiado privada. ¿Y por qué hacemos esto? A veces, simplemente,
por vanidad. Les usamos por ganar un puñado de likes, “casito” en las redes sociales.
Y es una pena. Porque luego querremos enseñarles lo importante que es hacer un uso responsable
de las redes sociales, que no les manden fotos de las tetas a sus novios y cosas por el estilo.
¿Con qué legitimidad, si toda su infancia hemos estado compartiendo su intimidad sin
su consentimiento? Bueno, ¿y qué hacemos? Lo más importante
es reflexionar acerca de todo esto y retomar el control. Pensárnoslo dos veces antes de
compartir nuestra vida, reflexionar acera de los motivos que nos llevan a hacerlo y
si puede tener alguna consecuencia. No es malo poner una foto de nuestras vacaciones
en la playa para dar un poquito de envidia a nuestros amigos, ¡faltaría más! Pero
de ahí a hacer de nuestra vida El Show de Truman hay mucha distancia.
¿Y en cuanto a las distracciones? Si quieres que el móvil te controle menos, puedes empezar
por dejar de llevarlo en el bolsillo y, al menos, llévalo en la mochila. Deja sólo
en la pantalla de inicio las aplicaciones realmente necesarias, y relega las que quieres
usar menos a las pantallas siguientes. Desactiva notificaciones: ¿para qué necesitas que
te interrumpan constantemente para decirte que “fulanito ha subido una foto nueva”,
o que “menganito ha publicado después de mucho tiempo sin hacerlo”? Eso no es más
que ruido que va a distraerte de prestar atención a lo que estás haciendo. ¿Hay redes o servicios
que te dan especial rabia? Pierde el miedo y date de baja de ellos. Salte de grupos en
los que sólo se publican fotos y chistes malos, pero que constantemente hacen que te
vibre el móvil. O, como mínimo, siléncialos indefinidamente. No tengas el móvil en la
mesa mientras comes, ponlo a cargar en una habitación distinta a donde comes o duermes...
En definitiva, sé tú quien tomes ese control, porque de lo contrario, otros lo tomarán
por ti. Y hasta aquí, otra píldora de psicología,
si os ha gustado tenéis muchos más vídeos y artículos en el canal de YouTube y en albertosoler.es.
Y en todas las librerías nuestro libro “Hijos y Padres Felices”. ¡Un saludo!