VIII
Al cabo de poco más de un mes, el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, que aquel año cuadró en miércoles, y después de haber cumplido con todos los requisitos de la ley de la Iglesia, Lola y yo nos casamos.
Yo andaba preocupado y como pensativo, como temeroso del paso que iba a dar —¡casarse es una cosa muy seria, qué caramba!-y momentos de flaqueza y desfallecimiento tuve, en los que le aseguro que no me faltó nada para volverme atrás y mandarlo todo a tomar vientos, cosa que si no llegué a hacer fue por pensar que como la campanada iba a ser muy gorda y, en realidad, no me había de quitar más miedo, lo mejor sería estarme quieto y dejar que los acontecimientos salieran por donde quisieran: los corderos quizás piensen lo mismo al verse llevados al degolladero... De mí puedo decir que lo que se avecinaba momento hubo en que pensé que me había de hacer loquear. No sé si sería el olfato que me avisaba de la desgracia que me esperaba. Lo peor es que ese mismo olfato no me aseguraba mayor dicha si es que quedaba soltero.
Como en la boda me gasté los ahorrillos que tenía —que una cosa fuera casarse a contrapelo de la voluntad y otra el tratar de quedar como me correspondía—, nos resultó, si no lucida, sí al menos tan rumbosa, en lo que cabe, como la de cualquiera. En la iglesia mandé colocar unas amapolas y unas matas de romero florecido, y el aspecto de ella era agradable y acogedor quizás por eso de no sentir tan frío al pino de los bancos y a las losas del suelo. Ella iba de negro, con un bien ajustado traje de lino del mejor, con un velo todo de encaje que le regaló la madrina, con unas varas de azahar en la mano y tan gallarda y tan poseída de su papel, que mismamente parecía una reina; yo iba con un vistoso traje azul con raya roja que me llegué hasta Badajoz para comprar, con una visera de raso negro que aquel día estrené, con pañuelo de seda y con leontina. ¡Hacíamos una hermosa pareja, se lo aseguro, con nuestra juventud y nuestro empaque! ¡Ay, tiempos aquellos en que aún quedaban instantes en que uno parecía como sospechar la felicidad, y qué lejanos me parecéis ahora!
Nos apadrinaron el señorito Sebastián, el de don Raimundo el boticario, y la señora Aurora, la hermana de don Manuel, el cura que nos echó la bendición y un sermoncete al acabar, que duró así como tres veces la ceremonia, y que si aguanté no por otra cosa fuera —¡bien lo sabe Dios!— que por creerlo de obligación; tan aburrido me llegó a tener. Nos habló otra vez de la perpetuación de la especie, nos habló también del Papa León XIII, nos dijo no sé qué de san Pablo y los esclavos... ¡A fe que el hombre se traía bien preparado el discurso!
Cuando acabó la función de iglesia —cosa que nunca creí que llegara a suceder— nos llegamos todos, y como en comisión, hasta mi casa, donde, sin grandes comodidades, pero con la mejor voluntad del mundo, habíamos preparado de comer y de beber hasta hartarse para todos los que fueron y para el doble que hubieran ido. Para las mujeres había chocolate con tejeringos, y tortas de almendra, y bizcochada, y pan de higo, y para los hombres había manzanilla y tapitas de chorizo, de morcón, de aceitunas, de sardinas en lata... Sé que hubo en el pueblo quien me criticó por no haber dado de comer; allá ellos. Lo que sí le puedo asegurar es que no más duros me hubiera costado el darles gusto, lo que, sin embargo, preferí no hacer, porque me resultaba demasiado atado para las ganas que tenía de irme con mi mujer. La conciencia tranquila la tengo de haber cumplido —y bien— y eso me basta; en cuanto a las murmuraciones... ¡más vale ni hacerles caso!
Después de haber hecho el honor a los huéspedes, y en cuanto que tuve ocasión para ello, cogí a mi mujer, la senté a la grupa de la yegua, que enjaecé con los arreos del señor Vicente, que para eso me los había prestado, y pasito a pasito, y como temeroso de verla darse contra el suelo, cogí la carretera y me acerqué hasta Mérida, donde hubimos de pasar tres días, quizás los tres días más felices de mi vida. Por el camino hicimos alto tal vez hasta media docena de veces, por ver de refrescarnos un poco, y ahora me acuerdo con extrañeza y mucho me da que vacilar el pararme a pensar en aquel rapto que nos diera a los dos de liarnos a cosechar margaritas para ponérnoslas, uno al otro, en la cabeza. A los recién casados parece como si les volviera de repente todo el candor de la infancia.
Cuando entrábamos, con un trotillo acompasado y regular, en la ciudad, por el puente romano, tuvimos la negra sombra de que a la yegua le diera por espantarse —quién sabe si a la vista del río y a una pobre vieja que por allí pasaba tal manotada le dio que la dejó medio descalabrada y en un tris de irse al Guadiana de cabeza. Yo descabalgué rápido por socorrerla, que no fuera de bien nacidos pasar de largo, pero como la vieja me dio la sensación de que lo único que tenía era mucho resabio, la di un real —porque no dijese— y dos palmaditas en los hombros y me marché a reunirme con la Lola. Ésta se reía y su risa, créame usted, me hizo mucho daño; no sé si sería un presentimiento, algo así como una corazonada de lo que habría de ocurrirle. No está bien reírse de la desgracia del prójimo, se lo dice un hombre que fue muy desgraciado a lo largo de su vida; Dios castiga sin palo y sin piedra y, ya se sabe, quien a hierro mata... Por otra parte, y aunque no fuera por eso, nunca está de más el ser humanitario.
Nos alojamos en la posada del Mirlo, en un cuarto grande que había al entrar, a la derecha, y los dos primeros días, amartelados como andábamos, no hubimos de pisar la calle ni una sola vez. En el cuarto se estaba bien; era amplio, de techos altos, sostenidos por sólidas traviesas de castaño, de limpio pavimento de baldosa, y con un mobiliario cómodo y numeroso que daba verdadero gusto usar. El recuerdo de aquella alcoba me acompañó a lo largo de toda mi vida como un amigo fiel; la cama era la cama más señora que pude ver en mis días, con su cabecera toda de nogal labrado, con sus cuatro colchones de lana lavada... ¡Qué bien se descansaba en ella! ¡Parecía mismamente la cama de un rey! Había también una cómoda, alta y ventruda como una matrona, con sus cuatro hondos cajones con tiradores dorados, y un armario que llegaba hasta el techo, con una amplia luna de espejo del mejor, con dos esbeltos candelabros —de la misma madera— uno a cada lado para alumbrar bien la figura. Hasta el aguamanil —que siempre suele ser lo peor— era vistoso en aquella habitación; sus curvadas y livianas patas de bambú y su aljofaina de loza blanca, que tenía unos pajarillos pintados en el borde, le daban una gracia que lo hacía simpático. En las paredes había un cromo, grande y en cuatro colores, sobre la cama, representando un Cristo en el martirio; una pandereta con un dibujo en colores de la Giralda de Sevilla, con su madroñera encarnada y amarilla; dos pares de castañuelas a ambos lados, y una pintura del Circo Romano, que yo reputé siempre como de mucho mérito, dado el gran parecido que le encontraba. Había también un reló sobre la cómoda, con una pequeña esfera figurando la bola del mundo y sostenida con los hombros por un hombre desnudo, y dos jarrones de Talavera, con sus dibujos en azul, algo viejos ya, pero conservando todavía ése brillar que tan agradables los hace. Las sillas, que eran seis, dos de ellas con brazos, eran altas de respaldo con un mullido peluche colorado por culera (con perdón), recias de patas y tan cómodas que mucho hube de echarlas de menos al volver para la casa, y no digamos ahora al estar aquí metido. ¡Aún me acuerdo de ellas, a pesar de los años pasados!
Mi mujer y yo nos pasábamos las horas disfrutando de la comodidad que se nos brindaba y, como ya le dije, en un principio, para nada salíamos a la calle. ¿Qué nos interesaba a nosotros lo que en ella ocurría si allí dentro teníamos lo que en todo el resto de la ciudad no nos podían ofrecer?
Mala cosa es la desgracia, créame. La felicidad de aquellos dos días llegaba ya a extrañarme por lo completa que parecía.
Al tercer día, el sábado, se conoce que señalados por los familiares de la atropellada, nos fuimos a encontrar de manos a bruces con la pareja. Una turbamulta de chiquillos se agolpó a la puerta al saber que por allí andaba la guardia civil, y nos dio una cencerrada que hubimos de tener un mes entero clavada en los oídos. ¿Qué maligna crueldad despertará en los niños el olor de los presos? ; nos miran como bichos raros con los ojos todos encendidos, con una sonrisilla viciosa por la boca, como miran a la oveja que apuñalan en el matadero —esa oveja en cuya sangre caliente mojan las alpargatas—, o al perro que dejó quebrado el carro que pasó —ese perro que tocan con la varita por ver si está vivo todavía—, o a los cinco gatitos recién nacidos que se ahogan en el pilón, esos cinco gatitos a los que apedrean, esos cinco gatitos a los que sacan de vez en cuando por jugar, por prolongarles un poco la vida —¡tan mal los quieren!—, por evitar que dejen de sufrir demasiado pronto... En un principio me atosigó bastante la llegada de los civiles, y aunque hacía esfuerzos por aparentar serenidad, mucho me temo que mi turbación no permitiera mostrarla. Con la guardia civil venía un mozo de unos veinticinco años, nieto de la vieja, espigado y presumido como a esa edad corresponde, y esa fue mi providencia, porque como con los hombres, ya lo sabe usted, no hay mejor cosa que usar de la palabra y hacer sonar la bolsa, en cuanto le llamé galán y le metí seis pesetas en la mano se marchó más veloz que una centella y más alegre que unas castañuelas, y pidiéndole a Dios —por seguro lo tengo— ver en su vida muchas veces a la abuela entre las patas de los caballos. La guardia civil, quién sabe si por eso de que la parte ofendida tan presto entrara en razón, se atusó los mostachos, carraspeó, me habló del peligro de la espuela pronta pero, lo que es más principal, se marchó sin incordiarme más.
Lola estaba como transida por el temor que le produjera la visita, pero como en realidad no era mujer cobarde, aunque sí asustadiza, se repuso del sofocón no más pasados los primeros momentos, la volvió la color a las mejillas, el brillo a la mirada y la sonrisa a los labios, para quedar en seguida tan guapota y bien plantada como siempre.
En aquel momento —bien me acuerdo— fue cuando la noté por vez primera algo raro en el vientre y un tósigo de verla así me entró en el corazón, que vino —en el mismo medio del apuro— a tranquilizar mi conciencia, que preocupadillo me tenía ya por entonces con eso de no sentirla latir ante la idea del primer hijo. Era muy poco lo que se la notaba, y bien posible hubiera sido que, de no saberlo, jamás me hubiera percatado de ello.
Compramos en Mérida algunas chucherías para la casa, pero como el dinero que llevábamos no era mucho, y además había sido mermado con las seis pesetas que le di al nieto de la atropellada, decidí retornar al pueblo por no parecerme cosa de hombres prudentes el agotar el monedero hasta el último ochavo. Volví a ensillar la yegua, a enjaezarla con la sobremontura y las riendas de feria del señor Vicente y a enrollarme la manta en el arzón, para con ella —y con mi mujer a la grupa como a la ida— volverme para Torremejía. Como mi casa estaba, como usted sabe, en el camino de Almendralejo, y como nosotros de donde veníamos era de Mérida, hubimos de cruzar, para arrimarnos a ella, la línea entera de casas, de forma que todos los vecinos, por ser ya la caída de la tarde, pudieron vernos llegar —tan marciales— y mostrarnos su cariño, que por entonces lo habla, con el buen recibir que nos hicieron. Yo me apeé, volteándome por la cabeza para no herir a Lola de una patada, requerido por mis compañeros de soltería y de labranza, y con ellos me fui, casi llevado en volandas, hasta la taberna de Martinete el Gallo, adonde entramos en avalancha y cantando, y en donde el dueño me dio un abrazo contra su vientre, que a poco me marea entre las fuerzas que hizo y el olor a vino blanco que despedía. A Lola la besé en la mejilla y la mandé para casa a saludar a las amigas y a esperarme, y allá se marchó, jineta sobre la hermosa yegua, espigada y orgullosa como una infanta, y bien ajena a que el animal había de ser la causa del primer disgusto.
En la taberna, como había una guitarra, mucho vino y suficiente buen humor, estábamos todos como radiantes y alborozados, dedicados a lo nuestro y tan ajenos al mundo que, entre el cantar y el beber, se nos iban pasando los tiempos como sin sentirlos. Zacarías, el del señor Julián, se arrancó por seguidillas. ¡Daba gusto oírlo con su voz tan suave como la de un jilguero! Cuando él cantaba, los demás —mientras anduvimos serenos— nos callábamos a escuchar como embobados, pero cuando tuvimos más arranque, por el vino y la conversación, nos liamos a cantar en rueda y, aunque nuestras voces no eran demasiado templadas, como llegaron a decirse cosas divertidas, todo se nos era perdonado.
Es una pena que las alegrías de los hombres nunca se sepa dónde nos han de llevar, porque de saberlo no hay duda que algún disgusto que otros nos habríamos de ahorrar; lo digo porque la velada en casa del Gallo acabó como el rosario de la aurora por eso de no sabernos ninguno parar a tiempo. La cosa fue bien sencilla, tan sencilla como siempre resultan ser las cosas que más vienen a complicarnos la vida.
El pez muere por la boca, dicen, y dicen también que quien mucho habla mucho yerra, y que en boca cerrada no entran moscas, y a fe que algo de cierto para mí tengo que debe de haber en todo ello, porque si Zacarías se hubiera estado callado como Dios manda y no se hubiese metido en camisas de once varas, entonces se hubiera ahorrado un disgustillo y ahora el servir para anunciar la lluvia a los vecinos con sus tres cicatrices. El vino no es buen consejero.
Zacarías, en medio de la juerga, y por hacerse el chistoso, nos contó no sé qué sucedido, o discurrido, de un palomo ladrón, que yo me atrevería a haber jurado en el momento —y a seguir jurando aún ahora mismo— que lo habla dicho pensando en mi; nunca fui susceptible, bien es verdad, pero cosas tan directas hay —o tan directas uno se las cree— que no hay forma ni de no darse por aludido ni de mantenerse uno en sus casillas y no saltar.
Yo le llamé la atención.
—¡Pues no le veo la gracia, la verdad!
—Pues todos se la han visto, Pascual.
—Así será, no lo niego; pero lo que digo es que no me parece de bien nacidos el hacer reír a los más metiéndose con los menos.
—No te piques, Pascual; ya sabes, el que se pica...
—Y que tampoco me parece de hombres el salir con bromas a los insultos.
—No lo dirás por mí...
—No; lo digo por el gobernador.
—Poco hombre me pareces tú para lo mucho que amenazas.
—Y que cumplo.
—¿Que cumples?
—¡Sí!
Yo me puse de pie.
—¿Quieres que salgamos al campo?
—¡No hace falta!
—¡Muy bravo te sientes!
Los amigos se echaron a un lado, que nunca fuera cosa de hombres meterse a evitar las puñaladas.
Yo abrí la navaja con parsimonia; en esos momentos una precipitación, un fallo, puede sernos de unas consecuencias funestas. Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, tal era el silencio.
Me fui hacia él y, antes de darle tiempo a ponerse en facha, le arreé tres navajazos que lo dejé como temblando. Cuando se lo llevaban, camino de la botica de don Raimundo, le iba manando la sangre como de un manantial...