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La familia de Pascual Duarte - Cela, XI

XI

¡Quién sabe si no sería Dios que me castigaba por lo mucho que había pecado y por lo mucho que había de pecar todavía! ¡Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina memoria que la desgracia había de ser mi único camino, la única senda por la que mis tristes días habían de discurrir!

A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando la última ha de ser, aunque después, al pasar de los tiempos, nos vayamos empezando a convencer —¡y con cuánta tristeza!— que lo peor aún está por pasar...

Se me ocurren estos pensamientos porque si cuando el aborto de Lola y las cuchilladas de Zacarías creí desfallecer de la nostalgia, no por otra cosa era —¡bien es cierto!— sino porque aún no sospechaba en lo que había de parar.

Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó; tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de esas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.

¡Quién lo hubiera de decir, con las esperanzas que en su compañía llegué a tener puestas!

Las mujeres son como los grajos, de ingratas y malignas.

Siempre estaban diciendo:

—¡El angelito que un mal aire se llevó!

—¡Para los limbos por librarlo de nosotros!

—¡La criatura que era mismamente un sol!

—¡Y la agonía!

—¡Que ahogadito en los brazos lo hube de tener!

Parecía una letanía, agobiadora y lenta como las noche de vino, despaciosa y cargante como las andaduras de los asnos.

Y así un día, y otro día, y una semana, y otra... ¡Aquello era horrible, era un castigo de los cielos, a buen seguro, una maldición de Dios!

Y yo me contenía.

Es el cariño —pensaba— que las hace ser crueles sin querer.» Y trataba de no oír, de no hacer caso, de verlas accionar sin tenerlas más en cuenta que si fueran fantoches, de no poner cuidado en sus palabras... Dejaba que la pena muriese con el tiempo, como las rosas cortadas, guardando mi silencio como una joya por intentar sufrir lo menos que pudiera. ¡Vanas ilusiones que no habían de servirme para otra cosa que para hacerme extrañar más cada día la dicha de los que nacen para la senda fácil, y cómo Dios permitía que tomarais cuerpo en mi imaginación!

Temía la puesta del sol como al fuego o como a la rabia; el encender el candil de la cocina, a eso de las siete de la tarde, era lo que más me dolía hacer en toda la jornada. Todas las sombras me recordaban al hijo muerto, todas las subidas y bajadas de la llama, todos los ruidos de la noche, esos ruidos de la noche que casi no se oyen, pero que suenan en nuestros oídos como los golpes del hierro contra el yunque.

Allí estaban, enlutadas como cuervos, las tres mujeres, calladas como muertos, hurañas, serias como carabineros. Algunas veces yo les hablaba por tratar de romper el hielo.

—Duro está el tiempo.

—Sí...

Y volvíamos todos al silencio.

Yo insistía.

—Parece que el señor Gregorio ya no vende la mula. ¡Para algo la necesitará!

—Sí...

—¿Habéis estado en el río?

—No...

—¿Y en el cementerio?

—Tampoco...

No había manera de sacarlas de ahí. La paciencia que con ellas usaba, ni la había usado jamás, ni jamás volviera a usarla con nadie. Hacía como si no me diese cuenta de lo raras que estaban, para no precipitar el escándalo que sin embargo había de venir, fatal como las enfermedades y los incendios, como los amaneceres y como la muerte, porque nadie era capaz de impedirlo.

Las más grandes tragedias de los hombres parecen llegar como sin pensarlas, con su paso, de lobo cauteloso, a asestarnos su aguijonazo repentino y taimado como el de los alacranes.

Las podría pintar como si ante mis ojos todavía estuvieran, con su sonrisa amarga y ruin de hembras enfriadas, con su mirar perdido muchas leguas a través de los muros. Pasaban cruelmente los instantes; las palabras sonaban a voz de aparecido...

—Ya es la noche cerrada.

—Ya lo vemos...

La lechuza estaría sobre el ciprés.

—Fue como ésta, la noche...

—Sí.

—Era ya algo más tarde...

—Sí.

—El mal aire traidor andaba aún por el campo...

—Perdido en los olivos...

—Sí.

El silencio con su larga campana volvió a llenar el cuarto.

—¿Dónde andará aquel aire?

—¡Aquel mal aire traidor! Lola tardó algún tiempo en contestar.

—No sé...

—¡Habrá llegado al mar! Atravesando criaturas... Una leona atacada no tuviera aquel gesto que puso mi mujer.

—¡Para que una se raje como una granada! ¡Parir para que el aire se lleve lo parido, mal castigo te espere!

—¡Si la vena de agua que mana gota a gota sobre el charco pudiera haber ahogado aquel mal aire!

XI XI XI XI

¡Quién sabe si no sería Dios que me castigaba por lo mucho que había pecado y por lo mucho que había de pecar todavía! ¡Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina memoria que la desgracia había de ser mi único camino, la única senda por la que mis tristes días habían de discurrir!

A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando la última ha de ser, aunque después, al pasar de los tiempos, nos vayamos empezando a convencer —¡y con cuánta tristeza!— que lo peor aún está por pasar...

Se me ocurren estos pensamientos porque si cuando el aborto de Lola y las cuchilladas de Zacarías creí desfallecer de la nostalgia, no por otra cosa era —¡bien es cierto!— sino porque aún no sospechaba en lo que había de parar.

Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó; tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de esas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.

¡Quién lo hubiera de decir, con las esperanzas que en su compañía llegué a tener puestas!

Las mujeres son como los grajos, de ingratas y malignas.

Siempre estaban diciendo:

—¡El angelito que un mal aire se llevó!

—¡Para los limbos por librarlo de nosotros!

—¡La criatura que era mismamente un sol!

—¡Y la agonía!

—¡Que ahogadito en los brazos lo hube de tener!

Parecía una letanía, agobiadora y lenta como las noche de vino, despaciosa y cargante como las andaduras de los asnos.

Y así un día, y otro día, y una semana, y otra... ¡Aquello era horrible, era un castigo de los cielos, a buen seguro, una maldición de Dios!

Y yo me contenía.

Es el cariño —pensaba— que las hace ser crueles sin querer.» Y trataba de no oír, de no hacer caso, de verlas accionar sin tenerlas más en cuenta que si fueran fantoches, de no poner cuidado en sus palabras... Dejaba que la pena muriese con el tiempo, como las rosas cortadas, guardando mi silencio como una joya por intentar sufrir lo menos que pudiera. ¡Vanas ilusiones que no habían de servirme para otra cosa que para hacerme extrañar más cada día la dicha de los que nacen para la senda fácil, y cómo Dios permitía que tomarais cuerpo en mi imaginación!

Temía la puesta del sol como al fuego o como a la rabia; el encender el candil de la cocina, a eso de las siete de la tarde, era lo que más me dolía hacer en toda la jornada. Todas las sombras me recordaban al hijo muerto, todas las subidas y bajadas de la llama, todos los ruidos de la noche, esos ruidos de la noche que casi no se oyen, pero que suenan en nuestros oídos como los golpes del hierro contra el yunque.

Allí estaban, enlutadas como cuervos, las tres mujeres, calladas como muertos, hurañas, serias como carabineros. Algunas veces yo les hablaba por tratar de romper el hielo.

—Duro está el tiempo.

—Sí...

Y volvíamos todos al silencio.

Yo insistía.

—Parece que el señor Gregorio ya no vende la mula. ¡Para algo la necesitará!

—Sí...

—¿Habéis estado en el río?

—No...

—¿Y en el cementerio?

—Tampoco...

No había manera de sacarlas de ahí. La paciencia que con ellas usaba, ni la había usado jamás, ni jamás volviera a usarla con nadie. Hacía como si no me diese cuenta de lo raras que estaban, para no precipitar el escándalo que sin embargo había de venir, fatal como las enfermedades y los incendios, como los amaneceres y como la muerte, porque nadie era capaz de impedirlo.

Las más grandes tragedias de los hombres parecen llegar como sin pensarlas, con su paso, de lobo cauteloso, a asestarnos su aguijonazo repentino y taimado como el de los alacranes.

Las podría pintar como si ante mis ojos todavía estuvieran, con su sonrisa amarga y ruin de hembras enfriadas, con su mirar perdido muchas leguas a través de los muros. Pasaban cruelmente los instantes; las palabras sonaban a voz de aparecido...

—Ya es la noche cerrada.

—Ya lo vemos...

La lechuza estaría sobre el ciprés.

—Fue como ésta, la noche...

—Sí.

—Era ya algo más tarde...

—Sí.

—El mal aire traidor andaba aún por el campo...

—Perdido en los olivos...

—Sí.

El silencio con su larga campana volvió a llenar el cuarto.

—¿Dónde andará aquel aire?

—¡Aquel mal aire traidor! Lola tardó algún tiempo en contestar.

—No sé...

—¡Habrá llegado al mar! Atravesando criaturas... Una leona atacada no tuviera aquel gesto que puso mi mujer.

—¡Para que una se raje como una granada! ¡Parir para que el aire se lleve lo parido, mal castigo te espere!

—¡Si la vena de agua que mana gota a gota sobre el charco pudiera haber ahogado aquel mal aire!