XVIII
La Rosario fue a verme en cuanto se enteró de mi vuelta. —Ayer supe que habías vuelto. ¡No sabes lo que me alegré! ¡Cómo me gustaba oír sus palabras! —Sí, lo sé, Rosario; me lo figuro. ¡Yo también estaba deseando volverte a ver! Parecía como si estuviéramos de cumplido, como si nos hubiéramos conocido diez minutos atrás. Los dos hacíamos esfuerzos para que la cosa saliera natural. Pregunté, por preguntar algo, al cabo de un rato:
—¿Cómo fue de marcharte otra vez?
—Ya ves.
—¿Tan apurada andabas?
—Bastante.
—¿Y no pudiste esperar?
—No quise.
Puso bronca la voz.
—No me dio la gana de pasar más calamidades...
Me lo explicaba; la pobre bastante había pasado ya.
—No hablemos de eso, Pascual.
La Rosario se sonreía con su sonrisa de siempre, esa sonrisa triste y como abatida que tienen todos los desgraciados de buen fondo.
—Pasemos a otra cosa... ¿Sabes que te tengo buscada una novia?
—¿A mí?
—Sí.
—¿Una novia?
—Sí, hombre. ¿Por qué? ¿Te extraña?
—No... Parece raro. ¿Quién me ha de querer?
—Pues cualquiera. ¿O es que no te quiero yo?
La confesión de cariño de mi hermana, aunque ya la sabía, me agradaba; su preocupación por buscarme novia, también. ¡Mire usted que es ocurrencia!
—¿Y quién es?
—La sobrina de la señora Engracia.
—¿ La Esperanza?
—Sí.
—¡Guapa moza!
—Que te quiere desde antes de que te casases.
—¡Bien callado se lo tenía!
—Qué quieres, ¡cada una es como es!
—¿Y tú, qué le has dicho?
—Nada; que alguna vez habrías de volver.
—Y he vuelto...
—¡Gracias a Dios!
La novia que la Rosario me tenía preparada, en verdad que era una hermosa mujer. No era del tipo de Lola, sino más bien al contrario, algo así como un término medio entre ella y la mujer del Estévez, incluso algo parecida en el tipo —fijándose bien— al de mi hermana. Andaría por entonces por los treinta o treinta y dos años, que poco o nada se la notaban de joven y conservada como aparecía. Era muy religiosa y como dada a la mística, cosa rara por aquellas tierras, y se dejaba llevar de la vida, como los gitanos, sólo con el pensamiento puesto en aquello que siempre decía:
—¿Para qué variar? ¡Está escrito!
Vivía en el cerro con su tía, la señora Engracia, hermanastra de su difunto padre, por haberse quedado huérfana de ambas partes aún muy tierna, y como era de natural consentidor y algo tímida, jamás nadie pudiera decir que con nadie la hubiera visto u oído discutir, y mucho menos con su tía, a la que tenía un gran respeto. Era aseada como pocas, tenía la misma color de las manzanas y cuando, al poco tiempo de entonces, llegó a ser mi mujer —mi segunda mujer—, tal orden hubo de implantar en mi casa que en multitud de detalles nadie la hubiera reconocido.
La primera vez, entonces, que me la eché a la cara, la cosa no dejó de ser violenta para los dos; los dos sabíamos lo que nos íbamos a decir, los dos nos mirábamos a hurtadillas como para espiar los movimientos del otro.
Estábamos solos, pero era igual; solos llevábamos una hora y cada instante que pasaba parecía como si fuera a costar más trabajo el empezar a hablar. Fue ella quien rompió el fuego:
Vienes más gordo.
—Puede...
—Y de semblante más claro.
—Eso dicen...
Yo hacía esfuerzos en mi interior por mostrarme amable y decidor, pero no lo conseguía; estaba como entontecido, como aplastado por un peso que me ahogaba, pero del que guardo recuerdo como una de las impresiones más agradables de mi vida, como una de las impresiones que más pena me causó el perder.
—¿Cómo es aquel terreno?
—Malo.
Ella estaba como pensativa. ¡Quién sabe lo que pensaría!
—¿Te acordaste mucho de la Lola?
—A veces. ¿Por qué mentir? Como estaba todo el día pensando, me acordada de todos. ¡Hasta del Estirao, ya ves!
La Esperanza estaba levemente pálida.
—Me alegro de que hayas vuelto.
—Sí, Esperanza, yo también me alegro de que me hayas esperado.
—¿De que te haya esperado?
—Sí; ¿o es que no me esperabas?
—¿Quién te lo dijo? —¡Ya ves! ¡Todo se sabe! Le temblaba la voz y su temblor no faltó nada para que me lo contagiase.
—¿Fue la Rosario?
—Sí.
¿Qué ves de malo?
—Nada.
Las lágrimas le asomaron a los ojos.
—¿Qué habrás pensado de mí?
—¿Qué querías que pensase? ¡Nada!
Me acerqué lentamente y la besé en las manos. Ella se dejaba besar.
—Estoy tan libre como tú, Esperanza.
—Tan libre como cuando tenía veinte años.
Esperanza me miraba tímidamente.
—No soy un viejo; tengo que pensar en vivir.
—Sí.
—En arreglar mi trabajo, mi casa, mi vida... ¿De verdad que me esperabas?
—Sí.
—¿Y por qué no me lo dices?
Ya te lo dije.
Era verdad; ya me lo había dicho, pero yo gozaba en hacérselo repetir.
—Dímelo otra vez.
La Esperanza se había vuelto roja como un pimiento. La voz le salía como cortada y los labios y las aletas de la nariz le temblaban como las hojas movidas por la brisa, como el plumón del jilguero que se esponja al sol.
—Te esperaba, Pascual. Todos los días rezaba porque volvieras pronto; Dios me escuchó.
—Es cierto.
Volví a besarla las manos. Estaba como apagado. No me atrevía a besarla en la cara.
—¿Querrás..., querrás...?
—Sí.
—¿Sabías lo que iba a decir?
—Sí.
No sigas.
Se volvió radiante de repente como un amanecer.
—Bésame, Pascual...
Cambió de voz, que se puso velada y como sórdida.
—¡Bastante te esperé!
La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo, que cuando aparté la boca el cariño más fiel había aparecido en mí.