XXIX
Todo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto la quería recogida y modesta, pero ella, su mujer futura, parecía preferir que se le diese más boato y resonancia.
A medida que se acercaba aquel plazo, el novio ardía por tomarse ciertas pequeñas libertades y confianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva.
—Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el uno del otro, Eugenia!
—Pues por lo mismo. Es menester que empecemos ya a respetarnos.
—Respeto... Respeto... El respeto excluye el cariño.
—Eso creerás tú... ¡Hombre al fin!
Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo forzado. Alguna vez parecióle que trataba de esquivar sus miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre madre, y del anhelo que sintió siempre porque su hijo se casara bien. Y ahora, próximo a casarse con Eugenia, le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de llevarse a Rosario. Sentía celos, unos celos furiosos, y rabia por haber dejado pasar una ocasión, por el ridículo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán riéndose los dos de mi —se decía—, y él doblemente, porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque se me lleva a Rosario.» Y alguna vez le entraron furiosas ganas de romper su compromiso y de ir a la conquista de Rosario, a arrebatársela a Mauricio.
—Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué se ha hecho? —le preguntó Eugenia unos días antes del de la boda.
—Y ¿a qué viene recordarme ahora eso?
—¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré!
—No... no... pero...
—Sí, como una vez interrumpió ella una entrevista nuestra... ¿No has vuelto a saber de ella? —y le miró con mirada de las que atraviesan.
—No, no he vuelto a saber de ella.
—¿Quién la estará conquistando o quién la habrá conquistado a estas horas...? —y apartando su mirada de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo que miraba.
Por la mente del novio pasaron, en tropel, extraños agüeros. «Esta parece saber algo», se fijo, y luego en voz alta:
—¿Es que sabes algo?
—¿Yo? —contestó ella fingiendo indiferencia y volvió a mirarle.
Entre los dos flotaba sombra de misterio.
—Supongo que la habrás olvidado...
—Pero ¿a qué esta insistencia en hablarme de esa... chiquilla?
—¡Qué sé yo!... Porque, hablando de otra cosa, ¿qué le pasará a un hombre cuando otro le quita la mujer a que pretendía y se la lleva?
A Augusto le subió una oleada de sangre a la cabeza al oír esto. Entráronle ganas de salir, correr en busca de Rosario, ganarla y volver con ella a Eugenia para decir a esta: «¡Aquí la tienes, es mía y no de... tu Mauricio!»
Faltaban tres días para el de la boda. Augusto salió de casa de su novia pensativo. Apenas pudo dormir aquella noche.
A la mañana siguiente, apenas despertó, entró Liduvina en su cuarto.
—Aquí hay una carta para el señorito; acaban de traerla. Me parece que es de la señorita Eugenia...
—¿Carta?, ¿de ella?, ¿de ella carta? ¡Déjala ahí y vete!
Salió Liduvina. Augusto empezó a temblar. Un extraño desasosiego le agitaba el corazón. Se acordó de Rosario, luego de Mauricio. Pero no quiso tocar la carta. Miró con terror al sobre. Se levantó, se lavó, se vistió, pidió el desayuno, devorándolo luego. «No, no quiero leerla aquí», se dijo. Salió de su casa, fuese a la iglesia más próxima, y allí, entre unos cuantos devotos que oían misa, abrió la carta. «Aquí tendré que contenerme —se dijo—, porque yo no sé qué cosas me dice el corazón.» Y decía la carta:
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«Apreciable Augusto: Cuando leas estas líneas yo estaré con Mauricio camino del pueblo adonde este va destinado gracias a tu bondad, a la que debo también poder disfrutar de mis rentas, que con el sueldo de él nos permitirá vivir juntos con algún desahogo. No te pido que me perdones, porque después de esto creo que te convencerás de que ni yo te hubiera hecho feliz ni tú mucho menos a mí. Cuando se te pase la primera impresión volveré a escribirte para explicarte por qué doy este paso ahora y de esta manera. Mauricio quería que nos hubiéramos escapado el día mismo de la boda, después de salir de la iglesia; pero su plan era muy complicado y me pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en otra ocasión, creo quedaremos amigos. Tu amiga.
Eugenia Domingo del Arco.
P.S. No viene con nosotros Rosario. Te queda ahí y puedes con ella consolarte.»
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Augusto se dejó caer en un banco, anonadado. Al poco rato se arrodilló y rezaba.
Al salir de la iglesia parecíale que iba tranquilo, mas era una terrible tranquilidad de bochorno. Se dirigió a casa de Eugenia, donde encontró a los pobres tíos consternados. La sobrina les había comunicado por carta su determinación y no remaneció en toda la noche. Había tomado la pareja un tren que salió al anochecer, muy poco después de la última entrevista de Augusto con su novia.
—Y ¿qué hacemos ahora? —dijo doña Ermelinda.
—¡Qué hemos de hacer, señora —contestó Augusto—, sino aguantarnos!
—¡Esto es una indignidad —exclamó don Fermín—; estas cosas no debían quedar sin un ejemplar castigo!
—Y ¿es usted, don Fermín, usted, el anarquista...?
—Y ¿qué tiene que ver? Estas cosas no se hacen así. ¡No se engaña así a un hombre!
—¡Al otro no le ha engañado! —dijo fríamente Augusto, y después de haberlo dicho se aterró de la frialdad con que lo dijera.
—Pero le engañará... le engañará... ¡no lo dude usted!
Augusto sintió un placer diabólico al pensar que Eugenia engañaría al cabo a Mauricio. «Pero no ya conmigo», se dijo muy bajito, de modo que apenas si se oyese a sí mismo.
—Bueno, señores, lamento lo sucedido, y más que nada por su sobrina, pero debo retirarme.
—Usted comprenderá, don Augusto, que nosotros... —empezó doña Ermelinda.
—¡Claro!, ¡claro! Pero...
Aquello no podía prolongarse. Augusto, después de breves palabras más, se salió.
Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o mejor aún, de lo que no le pasaba. Aquella frialdad, al menos aparente, con que recibió el golpe de la burla suprema, aquella calma le hacía que hasta dudase de su propia existencia. «Si yo fuese un hombre como los demás —se decía—, con corazón; si fuese siquiera un hombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía haber recibido esto con la relativa tranquilidad con que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a palparse, y hasta se pellizcó para ver si lo sentía.
De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era Orfeo, que le había salido al encuentro, para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga, por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel, Orfeo mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o es que me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.»
Entró en su casa, y no bien se volvió a ver en ella, solo, se le desencadenó en el alma la tempestad que parecía calma. Le invadió un sentimiento en que se daban confundidos tristeza, amarga tristeza, celos, rabia, miedo, odio, amor, compasión, desprecio, y sobre todo vergüenza, una enorme vergüenza, y la terrible conciencia del ridículo en que quedaba.
—¡Me ha matado! —le dijo a Liduvina.
—¿Quién?
—Ella.
Y se encerró en su cuarto. Y a la vez que las imágenes de Eugenia y de Mauricio presentábase a su espíritu la de Rosario, que también se burlaba de él. Y recordaba a su madre. Se echó sobre la cama, mordió la almohada, no acertaba a decirse nada concreto, se le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acorchase el alma y rompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y en el llanto silencioso se le derretía el pensamiento.