XXVII
Empezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y estudiando no psicología, sino estética.
¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropa planchada fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevió a preguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para qué, si lo adivinaba? Y este desprecio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi le hizo gracia. Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh, cuidadito y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa!
Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo él:
—¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos!
Y ella le contestó:
—¡Hazlos!
—Mas para ello —agregó él— sería conveniente que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en tu instrumento profesional, me inspiraría.
—Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias a tu generosidad, he podido ir dejando mis lecciones no he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me ha costado tantas molestias!
—No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que yo escriba mis versos.
—¡Sea, pero por única vez!
Sentóse Eugenia a tocar el piano y mientras lo tocaba escribió Augusto esto:
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Mi alma vagaba lejos de mi cuerpo
en las brumas perdidas de la idea,
perdida allá en las notas de la música
que según dicen cantan las esferas;
y yacía mi cuerpo solitario
sin alma y triste errando por la tierra.
Nacidos para arar juntos la vida
no vivían; porque él era materia
tan sólo y ella nada más que espíritu
buscando completarse, ¡dulce Eugenia!
Mas brotaron tus ojos como fuentes
de viva luz encima de mi senda
y prendieron a mi alma y la trajeron
del vago cielo a la dudosa tierra,
metiéronla en mi cuerpo, y desde entonces
¡y sólo desde entonces vivo, Eugenia!
Son tus ojos cual clavos encendidos
que mi cuerpo a mi espíritu sujetan,
que hacen que sueñe en mi febril la sangre
y que en carne convierten mis ideas.
¡Si esa luz de mi vida se apagara,
desuncidos espíritu y materia,
perderíame en brumas celestiales
y del profundo en la voraz tiniebla!
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—¿Qué te parecen? —le preguntó Augusto luego que se los hubo leído.
—Como mi piano, poco o nada musicales. Y eso de «según dicen...».
—Sí, es para darle familiaridad...
—Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio.
—¿Qué?, ¿que eres un ripio tú?
—¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me parece muy... muy...
—Vamos, sí, muy nivolesco.
—¿Qué es eso?
—Nada, un timo que nos traemos entre Víctor y yo.
—Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en mi casa luego que nos casemos, ¿sabes? Ni timos ni perros. Conque ya puedes ir pensando lo que has de hacer de Orfeo...
—Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le encontré, pobrecillo!, ¡si es además mi confidente...!, ¡si es a quien dirijo mis monólogos todos...!
—Es que cuando nos casemos no ha de haber monólogos en mi casa. ¡Está de más el perro!
—Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tengamos un hijo...
—Si lo tenemos...
—Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el perro?, ¿por qué no el perro, del que se ha dicho con tanta justicia que sería el mejor amigo del hombre si tuviese dinero...?
—No, si tuviese dinero el perro no sería amigo del hombre, estoy segura de ello. Porque no lo tiene es su amigo.
Otro día le dijo Eugenia a Augusto:
—Mira, Augusto, tengo que hablarte de una cosa grave, muy grave, y te ruego que me perdones de antemano si lo que voy a decirte...
—¡Por Dios, Eugenia, habla!
—Tú sabes aquel novio que tuve...
—Sí, Mauricio.
—Pero no sabes por qué le tuve que despachar al muy sinvergüenza...
—No quiero saberlo.
—Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar al haragán y sinvergüenza aquel, pero...
—¿Qué, te persigue todavía?
—¡Todavía!
—¡Ah, como yo le coja!...
—No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las intenciones que tú crees, sino con otras.
—¡A ver!, ¡a ver!
—No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El pobre Mauricio no muerde, ladra.
—Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si vas a detenerte con cada perro que te salga a ladrar al camino; nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles piedras. No le hagas caso.
—Creo que hay otro medio mejor.
—¿Cuál?
—Llevar a prevención mendrugos de pan en el bolsillo e irlos tirando a los perros que salen a ladrarnos, porque ladran por hambre.
—¿Qué quieres decir?
—Que ahora Mauricio no pretende sino que le busque una colocación cualquiera o un modo de vivir y dice que me dejará en paz, y si no...
—Si no...
—Amenaza con perseguirme para comprometerme...
—¡Desvergonzado!, ¡bandido!
—No te exaltes. Y creo que lo mejor es quitárnosle de en medio buscándole una colocación cualquiera que le dé para vivir y que sea lo más lejos posible. Es, además, de mi parte algo de compasión porque el pobrecillo es como es, y...
—Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo que podré arreglarlo todo. Mañana mismo hablaré a un amigo mío y me parece que le buscaremos ese empleo.
Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conseguir que le destinasen bastante lejos.