XXXII
Aquella misma noche se partió Augusto de esta ciudad de Salamanca adonde vino a verme. Fuese con la sentencia de muerte sobre el corazón y convencido de que no le sería ya hacedero, aunque lo intentara, suicidarse. El pobrecillo, recordando mi sentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta a su casa, pero una misteriosa atracción, un impulso íntimo le arrastraba a ella. Su viaje fue lamentable. Iba en el tren contando los minutos, pero contándolos al pie de la letra: uno, dos, tres, cuatro... Todas sus desventuras, todo el triste ensueño de sus amores con Eugenia y con Rosario, toda la historia tragicómica de su frustrado casamiento habíanse borrado de su memoria o habíanse más bien fundido en una niebla. Apenas si sentía el contacto del asiento sobre que descansaba ni el peso de su propio cuerpo. «¿Será verdad que no existo realmente? —se decía— ¿tendrá razón este hombre al decir que no soy más que un producto de su fantasía, un puro ente de ficción?»
Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho más triste, le era más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sino sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar uno que vive... pase, pero que le sueñe otro...!
«Y ¿por qué no he de existir yo? —se decía—, ¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean —de vosotros, los que ahora la leéis—, por qué no he de existir como un alma eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»
El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista los páramos castellanos, ya los encinares, ya los pinares; contemplaba las cimas nevadas de las sierras, y viendo hacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas en bruma las figuras de los compañeros y compañeras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte.
Llegó a su casa, Ilamó, y Liduvina, que salió a abrirle, palideció al verle.
—¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas?
—¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto que vivo... Trae cara de ser del otro mundo...
—Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro mundo voy. Y no estoy ni muerto ni vivo.
—Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo!
¡Domingo!
—No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy loco, ¡no! Ni estoy, te repito, muerto, aunque me moriré muy pronto, ni tampoco vivo.
—Pero ¿qué dice usted?
—Que no existo, Liduvina, que no existo; que soy un ente de ficción, como un personaje de novela...
—¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, acuéstese, arrópese y no haga caso de esas fantasías...
—Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo?
—¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, señorito; a cenar y a la cama! ¡Y mañana será otro día!
«Pienso, luego soy —se decía Augusto, añadiéndose—: Todo lo que piensa es y todo lo que es piensa. Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.»
Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y no más que por hábito y por acceder a los ruegos de sus fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de huevos pasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. Mas a medida que iba comiéndoselos abríasele un extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y pidió otros dos huevos, y después un bisteque.
—Así, así —le decía Liduvina—; coma usted; eso debe de ser debilidad y no más. El que no come se muere.
—Y el que come también, Liduvina —observó tristemente Augusto.
—Sí, pero no de hambre.
—¿Y qué más da morirse de hambre que de otra enfermedad cualquiera?
Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y yo, como no existo, no puedo morirme... soy inmortal! No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal...»
—¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! —exclamó Augusto.
—¿Qué dice usted? —acudió Liduvina.
—Que me traigas ahora... ¡qué sé yo!... jamón en dulce, fiambres, foiegras, lo que haya... ¡Siento un apetito voraz!
—Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es que está sano y el que está sano vive!
—Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!
—Pero ¿qué dice?
—Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soy idea!, ¡soy idea!
Empezó a devorar el jamón en dulce. «Pero si como —se decía—, ¿cómo es que no vivo? ¡Como, luego existo! No cabe duda alguna. Edo, ergo sum! ¿A qué se deberá este voraz apetito?» Y entonces recordó haber leído varias veces que los condenados a muerte en las horas que pasan en capilla se dedican a comer. «¡Es cosa —pensaba— de que nunca he podido darme cuenta...! Aquello otro que nos cuenta Renán en su Abadesa de Jouarre se comprende... Se comprende que una pareja de condenados a muerte, antes de morir, sientan el instinto de sobrevivirse reproduciéndose, pero ¡comer...! Aunque sí, sí, es el cuerpo que se defiende. El alma, al enterarse de que va a morir, se entristece o se exalta, pero el cuerpo, si es un cuerpo sano, entra en apetito furioso. Porque también el cuerpo se entera. Sí, es mi cuerpo, mi cuerpo el que se defiende. ¡Como vorazmente, luego voy a morir!»
—Liduvina, tráeme queso y pastas... y fruta...
—Esto ya me parece excesivo, señorito; es demasiado. ¡Le va a hacer daño!
—¿Pues no decías que el que come vive?
—Sí, pero no así, como está usted comiendo ahora... Y ya sabe mi señorito aquello de «más mató la cena, que sanó Avicena».
—A mí no puede matarme la cena.
—¿Por qué?
—Porque no vivo, no existo, ya te lo he dicho.
Liduvina fue a llamar a su marido, a quien dijo:
—Domingo, me parece que el señorito se ha vuelto loco... Dice unas cosas muy raras... cosas de libros... que no existe... qué sé yo...
—¿Qué es eso, señorito? —le dijo Domingo entrando—, ¿qué le pasa?
—¡Ay, Domingo —contestó Augusto con voz de fantasma—, no lo puedo remediar; siento un terror loco a acostarme!...
—Pues no se acueste.
—No, no, es preciso; no puedo tenerme en pie.
—Yo creo que el señorito debe pasear la cena. Ha cenado en demasía.
Intentó ponerse en pie Augusto.
—¿Lo ves, Domingo, lo ves? No puedo tenerme en pie.
—Claro, con tanto embutir en el estómago...
—Al contrario, con lastre se tiene uno mejor en pie. Es que no existo. Mira, ahora poco, al cenar me parecía como si todo eso me fuese cayendo desde la boca en un tonel sin fondo. El que come vive, tiene razón Liduvina, pero el que come como he comido yo esta noche, por desesperación, es que no existe. Yo no existo...
—Vaya, vaya, déjese de bobadas; tome su café y su copa, para empujar todo eso y sentarlo, y vamos a dar un paseo. Le acompañaré yo.
—No, no puedo tenerme en pie, ¿lo ves?
—Es verdad.
—Ven que me apoye en ti. Quiero que esta noche duermas en mi cuarto, en un colchón que pondremos para ti, que me veles...
—Mejor será, señorito, que yo no me acueste, sino que me quede allí, en una butaca...
—No, no quiero que te acuestes y que te duermas; quiero sentirte dormir, oírte roncar, mejor...
—Como usted quiera...
—Y ahora, mira, tráeme un pliego de papel. Voy a poner un telegrama, que enviarás a su destino así que yo me muera...
—Pero ¡señorito!...
—¡Haz lo que te digo!
Domingo obedeció, llevóle el papel y el tintero y Augusto escribió:
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«Salamanca.
Unamuno.
Se salió usted con la suya. He muerto.
Augusto Pérez.»
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—En cuanto me muera lo envías, ¿eh?
—Como usted quiera —contestó el criado por no discutir más con el amo.
Fueron los dos al cuarto. El pobre Augusto temblaba de tal modo al ir a desnudarse que no podía ni aun cogerse las ropas para quitárselas.
—¡Desnúdame tú! —le dijo a Domingo.
—Pero ¿qué le pasa a usted, señorito? ¡Si parece que le ha visto al diablo! Está usted blanco y frío como la nieve. ¿Quiere que se le llame al médico?
—No, no, es inútil.
—Le calentaremos la cama...
—¿Para qué? ¡Déjalo! Y desnúdame del todo, del todo; déjame como mi madre me parió, como nací... ¡si es que nací!
—¡No diga usted esas cosas, señorito!
—Ahora échame, échame tú mismo a la cama, que no me puedo mover.
El pobre Domingo, aterrado a su vez, acostó a su pobre amo.
—Y ahora, Domingo, ve diciéndome al oído, despacito, el padre nuestro, el ave maría y la salve. Así... así... poco a poco... poco a poco... —y después que los hubo repetido mentalmente—: Ahora, mira, cógeme la mano derecha, sácamela, me parece que no es mía, como si la hubiese perdido... y ayúdame a que me persigne... así... así... Este brazo debe de estar muerto... Mira a ver si tengo pulso... Ahora déjame, déjame a ver si duermo un poco... pero tápame, tápame bien...
—Sí, mejor es que duerma —le dijo Domingo, mientras le subía el embozo de las mantas—; esto se le pasará durmiendo...
—Sí, durmiendo se me pasará... Pero, di ¿es que no he hecho nunca más que dormir?, ¿más que soñar? ¿Todo eso ha sido más que una niebla?
—Bueno, bueno, déjese de esas cosas. Todo eso no son sino cosas de libros, como dice mi Liduvina.
—Cosas de libros... cosas de libros... ¿Y qué no es cosa de libros, Domingo? ¿Es que antes de haber libros en una u otra forma, antes de haber relatos, de haber palabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es que después de acabarse el pensamiento quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa de libros? ¿Conoces a don Miguel de Unamuno, Domingo?
—Sí, algo he leído de él en los papeles. Dicen que es un señor un poco raro que se dedica a decir verdades que no hacen al caso...
—Pero ¿le conoces?
—¿Yo?, ¿para qué?
—Pues también Unamuno es cosa de libros... Todos lo somos... ¡Y él se morirá, sí, se morirá, se morirá también, aunque no lo quiera... se morirá! Y esa será mi venganza. ¿No quiere dejarme vivir? ¡Pues se morirá, se morirá, se morirá!
—¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera cuando Dios lo haga, y usted a dormirse!
—A dormir... dormir... a soñar...
¡Morir... dormir... dormir... soñar acaso...!
—Pienso, luego soy; soy, luego pienso... ¡No existo, no!, ¡no existo... madre mía! Eugenia... Rosario... Unamuno... —y se quedó dormido.
Al poco rato se incorporó en la cama lívido, anhelante, con los ojos todos negros y despavoridos, mirando más allá de las tinieblas, y gritando: «¡Eugenia, Eugenia!» Domingo acudió a él. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y se quedó muerto.
Cuando llegó el médico se imaginó al pronto que aún vivía, habló de sangrarle, de ponerle sinapismos, pero pronto pudo convencerse de la triste verdad.
—Ha sido cosa del corazón... un ataque de asistolia —dijo el médico.
—No, señor —contestó Domingo—, ha sido un asiento. Cenó horriblemente, como no acostumbraba, de una manera desusada en él, como si quisiera...
—Sí, desquitarse de lo que no habría de comer en adelante, ¿no es eso? Acaso el corazón presintió su muerte.
—Pues yo —dijo Liduvina— creo que ha sido de la cabeza. Es verdad que cenó de un modo disparatado, pero como sin darse cuenta de lo que hacía y diciendo disparates...
—¿Qué disparates? —preguntó el médico.
—Que él no existía y otras cosas así...
—¿Disparates? —añadió el médico entre dientes y cual hablando consigo mismo—, ¿quién sabe si existía o no, y menos él mismo...? Uno mismo es quien menos sabe de su existencia... No se existe sino para los demás...
Y luego en voz alta agregó:
—El corazón, el estómago y la cabeza son los tres una sola y misma cosa.
—Sí, forman parte del cuerpo —dijo Domingo.
—Y el cuerpo es una sola y misma cosa.
—¡Sin duda!
—Pero más que usted lo cree...
—¿Y usted sabe, señor mío, cuánto lo creo yo?
—También es cierto, y veo que no es usted torpe.
—No me tengo por tal, señor médico, y no comprendo a esas gentes que a cualquier persona con quien tropiezan parecen estimarla tonta mientras no pruebe lo contrario.
—Bueno, pues, como iba diciendo —siguió el médico—, el estómago elabora los jugos que hacen la sangre, el corazón riega con ellos a la cabeza y al estómago para que funcione, y la cabeza rige los movimientos del estómago y del corazón. Y por lo tanto este señor don Augusto ha muerto de las tres cosas, de todo el cuerpo, por síntesis.
—Pues yo creo —intervino Liduvina— que a mi señorito se le había metido en la cabeza morirse, y ¡claro!, el que se empeña en morir, al fin se muere.
—¡Es claro! —dijo el médico—. Si uno no creyese morirse, ni aun hallándose en la agonía, acaso no moriría. Pero así que le entre la menor duda de que no puede menos de morir, está perdido.
—Lo de mi señorito ha sido un suicidio y nada más que un suicidio. Ponerse a cenar como cenó viniendo como venía es un suicidio y nada más que un suicidio. ¡Se salió con la suya!
—Disgustos acaso...
—Y grandes, ¡muy grandes! ¡Mujeres!
—¡Ya, ya! Pero, en fin, la cosa no tiene ya otro remedio que preparar el entierro.
Domingo lloraba.