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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (13)

Los desposeídos (13)

El tercer día el viejo Airo le llevó una pila de periódicos. Pae, que solía acompañar a Shevek, no hizo ningún comentario, pero cuando el viejo se marchó, le dijo a Shevek:

—Una basura inmunda, estos periódicos, señor. Divertidos, pero no crea nada de cuanto lea en ellos.

Shevek tomó el que estaba más arriba. Era un periódico mal impreso, en papel de mala calidad: el primer objeto toscamente fabricado que encontraba en Urras. Se parecía en realidad a los boletines e informes regionales de la CPD, que hacían las veces de periódicos en Anarres, pero el estilo era muy diferente del de aquellas publicaciones prácticas y concretas. Estaba plagado de signos de exclamación y de figuras. Había una foto de Shevek delante de la nave del espacio, y Pae junto a él tomándole el brazo con el ceño fruncido. ¡PRIMER VISITANTE DE LA LUNA! decía en grandes letras el copete de la foto. Fascinado, Shevek siguió leyendo.

¡Sus primeros pasos en la Tierra! El primer visitante de la Colonia de Anarres en 170 años, el doctor Shevek, fue fotografiado ayer a su llegada a Urras a bordo del carguero regular de la Flota Lunar, en el puerto de Peier, El distinguido científico, ganador del Premio Seo Oen por servicios prestados a todas las naciones en el campo de k ciencia, ha aceptado una cátedra en la Universidad de Ieu Eun, un honor nunca conferido hasta ahora a un extramundano. Cuando le preguntamos qué había sentido al ver Urras por primera vez, el alto y distinguido físico respondió: «Es para mí un gran honor haber sido invitado a este hermoso planeta. Espero que esto sea el principio de una nueva era de amistad omnicetiana en la cual los Planetas Gemelos progresarán juntos en una unión fraterna».

—¡Pero yo no dije absolutamente nada! —protestó Shevek.

—Claro que no. No permitimos que se le acercara esa pandilla. ¡Pero eso no frena la imaginación volandera de un periodista! Todos informarán que usted ha dicho lo que ellos quieran hacerle decir, ¡no importa lo que usted diga, o no diga!

Shevek se mordió el labio.

—Bueno —dijo al fin—, si hubiese dicho algo, no habría sido muy distinto. Pero ¿qué significa omnicetiano?

—Los terranos nos llaman «cédanos». Creo que procede del nombre que le dan a nuestro sol. La prensa popular la ha adoptado recientemente, es una especie de moda.

—¿Entonces el término «omnicetiano» significa Urras y Anarres?

—Me imagino que sí —dijo Pae con una evidente falta de interés.

Shevek continuó con la lectura de los periódicos. Leyó que era un hombre de estatura gigantesca, que no se afeitaba y que llevaba una «melena» de cabellos grises, que tenía cuarenta y siete, cuarenta y tres, y cincuenta y seis años; que había escrito una notable obra de física intitulada (la grafía dependía del periódico) Príncipes de la Simultaneidad o Principio de la Similaridad, y que era un embajador de buena voluntad del gobierno odoniano, que no comía carne, y que como todos los anarresti no bebía nunca. Al leer esto, se rió con tantas ganas que empezaron a dolerle las costillas.

—¡Vaya si tienen imaginación! ¿Creen que vivimos del vapor de agua, como los líquenes?

—Quieren decir que ustedes no beben licores alcohólicos —dijo Pae, también riendo—. Lo único que todo el mundo sabe acerca de los odonianos es, supongo, que no beben alcohol. A propósito, ¿es cierto eso?

—Algunos destilan alcohol de la raíz fermentada del holum, para beberlo. Dicen que les libera el inconsciente, como el entrenamiento de las ondas cerebrales. La mayoría prefiere esto último; es algo sencillo y no produce ninguna enfermedad. ¿Es común aquí?

—Beber es común. Pero no sé nada de esa enfermedad. ¿Cómo la llaman?

—Alcoholismo, me parece.

—Ah, ya veo... Pero ¿qué hace la población trabajadora de Anarres para animarse, y olvidar por una noche las penas del mundo?

Shevek parecía perplejo.

—Bueno, nosotros... no sé. Tal vez nuestras penas son ineludibles.

—Curioso —dijo Pae, y sonrió, encantador.

Shevek continuó leyendo. Uno de los periódicos estaba escrito en un idioma que desconocía, y otro en un alfabeto totalmente distinto. El primero era de Thu, le explicó Pae, y el otro de Benbili, una nación del hemisferio occidental. El periódico thuviano estaba bien impreso y era de formato sobrio; Pae le explicó que se trataba de una publicación del gobierno.

—Aquí, en A-Io, la gente educada se entera de las noticias por el telefax, la radio y la televisión, y las revistas semanales. Estos periódicos los leen casi exclusivamente las clases bajas, escritos por iletrados para iletrados, como podrá ver. En A-Io hay absoluta libertad de prensa, lo que significa, como es lógico, que tenemos un montón de basura. El periódico thuviano está mucho mejor escrito, pero informa sólo de aquellos hechos que a la Junta Permanente le interesa que se sepan. En Thu la censura es total. El Estado es todo, y todo es para el Estado. Un sitio poco apropiado para un odoniano ¿eh, señor?

—¿Y este periódico?

—La verdad, no tengo ninguna idea. Benbili es un país bastante atrasado. Siempre haciendo revoluciones.

—Un agente de Benbili nos envió un mensaje por la onda larga del Sindicato, no mucho antes de mi partida de Abbenay. Se decían odonianos. ¿Hay grupos de esta naturaleza aquí, en A-Io?

—No que yo sepa, doctor Shevek.

El muro. A esta altura Shevek ya reconocía el muro, cuando se alzaba delante de él. El muro era el encanto, era la cortesía, la indiferencia de este hombre joven.

—Me parece que usted me tiene miedo, Pae —dijo Shevek de pronto y con afabilidad.

—¿Miedo, señor?

—Por el hecho de que mi misma existencia niega la necesidad del Estado. Pero ¿qué puede temer? Yo no le haré daño a usted, Saio Pae, y usted lo sabe. Yo, personalmente, soy inofensivo... Escuche, no soy ningún doctor. Nosotros no tenemos títulos. Me llamo Shevek.

—Lo sé, discúlpeme señor. En nuestros términos, se da cuenta, suena irrespetuoso. No parece correcto. —Se disculpaba, de buena gana, esperando el perdón.

—¿No puede reconocerme como a un igual? —le preguntó Shevek, observándolo sin perdón ni enfado.

Por una vez Pae pareció estupefacto.

—Es que en realidad usted es, sabe, un hombre muy importante...

—No hay motivo para que usted cambie lo que está acostumbrado a hacer —dijo Shevek—. Olvide lo que le he dicho. Pensé que podía alegrarle prescindir de lo superfluo, eso es todo.

Después de tres días de confinamiento Shevek tenía una energía suplementaria que lo empujó a tratar de verlo todo en seguida y dejó exhaustos a sus escoltas. Lo llevaron a la Universidad, que era una ciudad completa, dieciséis mil almas entre estudiantes y cuerpo docente. Había dormitorios, refectorios, teatros, salas de reuniones, y no se diferenciaba mucho de una comunidad odoniana excepto en que era antiquísima, reservada para hombres y de un lujo inverosímil; la organización no era federativa sino jerárquica, de arriba para abajo. A pesar de todo, pensó Shevek, parecía una verdadera comunidad. Tuvo que recordarse las diferencias.

Lo llevaron al campo en coches de alquiler, automóviles espléndidos de rebuscada elegancia. No había muchos vehículos en las carreteras: era caro alquilarlos, y poca gente tenía coche propio, a causa de los elevados gravámenes. Todos estos lujos que si hubieran estado al alcance de cualquiera habrían drenado de modo irreparable los recursos naturales, contaminando a la vez el ambiente con productos de desecho, estaban sujetos a un control estricto mediante reglamentaciones e impuestos. Los guías de Shevek se explayaron con orgullo sobre este tema. A-Io había estado a la cabeza del mundo, dijeron, en el control ecológico y la preservación de los recursos naturales. Los excesos del Noveno Milenio eran historia antigua, y no habían dejado otra secuela que la escasez de ciertos metales, que por suerte podían ser importados de la Luna.

Recorriendo el país en automóvil o en tren, vio aldeas, granjas, ciudades, fortalezas de los tiempos feudales; las torres arruinadas de Ae, antigua capital de un imperio de cuatro mil cuatrocientos años. Vio los labrantíos y los lagos y las colinas de la provincia de A van, el corazón de AIo, y en la línea del horizonte septentrional, blancas, gigantescas, las cumbres de la Cordillera Meitei. La belleza del paisaje y el bienestar de los habitantes eran para Shevek un continuo motivo de asombro. Los guías tenían razón: los urrasti sabían cómo usar el mundo. A Shevek le habían enseñado, de niño, que Urras era un ponzoñoso montón de desigualdad, iniquidades y derroche. Pero todas las personas que conocía, todos los que encontraba, hasta en la más pequeña de las aldeas, estaban bien vestidos, bien alimentados, y al contrario de lo que Shevek había supuesto, eran gente industriosa. No se pasaban las horas mirando el aire y esperando a que alguien les ordenase lo que tenían que hacer. Como los anarresti, estaban siempre activos, trabajando. Shevek no sabía qué pensar. Había imaginado que si a un ser humano se le quitaba el incentivo natural —la iniciativa, la energía creadora espontánea— para sustituirla por una motivación externa y coercitiva, se lo convertiría en un trabajador holgazán y negligente. Pero no eran trabajadores negligentes los que cultivaban aquellos sembrados maravillosos, los que fabricaban los soberbios automóviles, los trenes confortables. La atracción, la compulsión del lucro era evidentemente un eficaz sustituto de la iniciativa natural.

Hubiera querido conversar un rato con algunas de aquellas personas robustas y orgullosos que veía en las ciudades pequeñas, preguntarles por ejemplo si se consideraban pobres; porque si aquellos eran los pobres, tendría que revisar lo que él entendía por pobreza. Pero con tantas cosas como los guías querían que viese, nunca parecía haber tiempo suficiente.

Las otras ciudades de A-Io estaban demasiado lejos, para ir hasta ellas en una sola jornada, pero lo llevaban con frecuencia a Nio Esseia, a cincuenta kilómetros de la Universidad. Allí habían dispuesto toda una serie de recepciones en honor del viajero. Shevek no disfrutaba mucho de esas reuniones; no tenían ninguna relación con lo que para él era una fiesta. Todos se mostraban muy corteses y locuaces, pero nunca hablaban de nada interesante, y sonreían tanto que parecían ansiosos. Las vestimentas, en cambio, eran hermosas, como si los urrasti pusieran en ellas, y en los manjares, y en la diversidad de cosas que bebían, y en el mobiliario y los espléndidos ornamentos de los salones y palacios, la alegría y la jovialidad que ellos mismos no tenían.

Le mostraron vistas panorámicas de Nio Esseia: una ciudad con cinco millones de habitantes: una cuarta parte de la población total de Anarres. Lo llevaron a la Plaza del Capitolio y le mostraron las altas puertas de bronce de la sede del gobierno; le permitieron asistir a un debate del Senado y a una reunión del Comité de Directores. Lo llevaron al Jardín Zoológico, al Museo de Ciencias e Industrias, a visitar una escuela en la que unos niños encantadores con uniformes azules y blancos cantaron para él el himno nacional de A-Io. Lo llevaron a una fábrica de piezas electrónicas, un taller siderúrgico totalmente automatizado, y un laboratorio de fusión nuclear, para que pudiera apreciar con cuánta eficiencia manejaba sus recursos manufactureros y energéticos la economía del propietariado. Lo llevaron a inspeccionar un nuevo edificio de viviendas proyectado por el gobierno, para que viera cómo el Estado velaba por las necesidades de la población. Lo llevaron al mar en barco por el Estuario del Sua, atestado de naves que venían de todas las regiones del planeta. Lo llevaron al Tribunal Supremo de Justicia, y pasó un día entero escuchando las causas civiles y criminales que allí se juzgaban, una experiencia que lo dejó perplejo y espantado; pero ellos insistían en que viera todo cuanto había que ver, y lo llevaban a donde quería ir. Cuando preguntó, no sin timidez, si podía ver el lugar donde estaba enterrada Odo, lo arrastraron hasta el viejo cementerio del distrito de Trans-Sua.


Los desposeídos (13)

El tercer día el viejo Airo le llevó una pila de periódicos. Pae, que solía acompañar a Shevek, no hizo ningún comentario, pero cuando el viejo se marchó, le dijo a Shevek:

—Una basura inmunda, estos periódicos, señor. Divertidos, pero no crea nada de cuanto lea en ellos.

Shevek tomó el que estaba más arriba. Era un periódico mal impreso, en papel de mala calidad: el primer objeto toscamente fabricado que encontraba en Urras. Se parecía en realidad a los boletines e informes regionales de la CPD, que hacían las veces de periódicos en Anarres, pero el estilo era muy diferente del de aquellas publicaciones prácticas y concretas. Estaba plagado de signos de exclamación y de figuras. Había una foto de Shevek delante de la nave del espacio, y Pae junto a él tomándole el brazo con el ceño fruncido. ¡PRIMER VISITANTE DE LA LUNA! decía en grandes letras el copete de la foto. Fascinado, Shevek siguió leyendo.

¡Sus primeros pasos en la Tierra! El primer visitante de la Colonia de Anarres en 170 años, el doctor Shevek, fue fotografiado ayer a su llegada a Urras a bordo del carguero regular de la Flota Lunar, en el puerto de Peier, El distinguido científico, ganador del Premio Seo Oen por servicios prestados a todas las naciones en el campo de k ciencia, ha aceptado una cátedra en la Universidad de Ieu Eun, un honor nunca conferido hasta ahora a un extramundano. Cuando le preguntamos qué había sentido al ver Urras por primera vez, el alto y distinguido físico respondió: «Es para mí un gran honor haber sido invitado a este hermoso planeta. Espero que esto sea el principio de una nueva era de amistad omnicetiana en la cual los Planetas Gemelos progresarán juntos en una unión fraterna».

—¡Pero yo no dije absolutamente nada! —protestó Shevek.

—Claro que no. No permitimos que se le acercara esa pandilla. ¡Pero eso no frena la imaginación volandera de un periodista! Todos informarán que usted ha dicho lo que ellos quieran hacerle decir, ¡no importa lo que usted diga, o no diga!

Shevek se mordió el labio.

—Bueno —dijo al fin—, si hubiese dicho algo, no habría sido muy distinto. Pero ¿qué significa omnicetiano?

—Los terranos nos llaman «cédanos». Creo que procede del nombre que le dan a nuestro sol. La prensa popular la ha adoptado recientemente, es una especie de moda.

—¿Entonces el término «omnicetiano» significa Urras y Anarres?

—Me imagino que sí —dijo Pae con una evidente falta de interés.

Shevek continuó con la lectura de los periódicos. Leyó que era un hombre de estatura gigantesca, que no se afeitaba y que llevaba una «melena» de cabellos grises, que tenía cuarenta y siete, cuarenta y tres, y cincuenta y seis años; que había escrito una notable obra de física intitulada (la grafía dependía del periódico) Príncipes de la Simultaneidad o Principio de la Similaridad, y que era un embajador de buena voluntad del gobierno odoniano, que no comía carne, y que como todos los anarresti no bebía nunca. Al leer esto, se rió con tantas ganas que empezaron a dolerle las costillas.

—¡Vaya si tienen imaginación! ¿Creen que vivimos del vapor de agua, como los líquenes?

—Quieren decir que ustedes no beben licores alcohólicos —dijo Pae, también riendo—. Lo único que todo el mundo sabe acerca de los odonianos es, supongo, que no beben alcohol. A propósito, ¿es cierto eso?

—Algunos destilan alcohol de la raíz fermentada del holum, para beberlo. Dicen que les libera el inconsciente, como el entrenamiento de las ondas cerebrales. La mayoría prefiere esto último; es algo sencillo y no produce ninguna enfermedad. ¿Es común aquí?

—Beber es común. Pero no sé nada de esa enfermedad. ¿Cómo la llaman?

—Alcoholismo, me parece.

—Ah, ya veo... Pero ¿qué hace la población trabajadora de Anarres para animarse, y olvidar por una noche las penas del mundo?

Shevek parecía perplejo.

—Bueno, nosotros... no sé. Tal vez nuestras penas son ineludibles.

—Curioso —dijo Pae, y sonrió, encantador.

Shevek continuó leyendo. Uno de los periódicos estaba escrito en un idioma que desconocía, y otro en un alfabeto totalmente distinto. El primero era de Thu, le explicó Pae, y el otro de Benbili, una nación del hemisferio occidental. El periódico thuviano estaba bien impreso y era de formato sobrio; Pae le explicó que se trataba de una publicación del gobierno.

—Aquí, en A-Io, la gente educada se entera de las noticias por el telefax, la radio y la televisión, y las revistas semanales. Estos periódicos los leen casi exclusivamente las clases bajas, escritos por iletrados para iletrados, como podrá ver. En A-Io hay absoluta libertad de prensa, lo que significa, como es lógico, que tenemos un montón de basura. El periódico thuviano está mucho mejor escrito, pero informa sólo de aquellos hechos que a la Junta Permanente le interesa que se sepan. En Thu la censura es total. El Estado es todo, y todo es para el Estado. Un sitio poco apropiado para un odoniano ¿eh, señor?

—¿Y este periódico?

—La verdad, no tengo ninguna idea. Benbili es un país bastante atrasado. Siempre haciendo revoluciones.

—Un agente de Benbili nos envió un mensaje por la onda larga del Sindicato, no mucho antes de mi partida de Abbenay. Se decían odonianos. ¿Hay grupos de esta naturaleza aquí, en A-Io?

—No que yo sepa, doctor Shevek.

El muro. A esta altura Shevek ya reconocía el muro, cuando se alzaba delante de él. El muro era el encanto, era la cortesía, la indiferencia de este hombre joven.

—Me parece que usted me tiene miedo, Pae —dijo Shevek de pronto y con afabilidad.

—¿Miedo, señor?

—Por el hecho de que mi misma existencia niega la necesidad del Estado. Pero ¿qué puede temer? Yo no le haré daño a usted, Saio Pae, y usted lo sabe. Yo, personalmente, soy inofensivo... Escuche, no soy ningún doctor. Nosotros no tenemos títulos. Me llamo Shevek.

—Lo sé, discúlpeme señor. En nuestros términos, se da cuenta, suena irrespetuoso. No parece correcto. —Se disculpaba, de buena gana, esperando el perdón.

—¿No puede reconocerme como a un igual? —le preguntó Shevek, observándolo sin perdón ni enfado.

Por una vez Pae pareció estupefacto.

—Es que en realidad usted es, sabe, un hombre muy importante...

—No hay motivo para que usted cambie lo que está acostumbrado a hacer —dijo Shevek—. Olvide lo que le he dicho. Pensé que podía alegrarle prescindir de lo superfluo, eso es todo.

Después de tres días de confinamiento Shevek tenía una energía suplementaria que lo empujó a tratar de verlo todo en seguida y dejó exhaustos a sus escoltas. Lo llevaron a la Universidad, que era una ciudad completa, dieciséis mil almas entre estudiantes y cuerpo docente. Había dormitorios, refectorios, teatros, salas de reuniones, y no se diferenciaba mucho de una comunidad odoniana excepto en que era antiquísima, reservada para hombres y de un lujo inverosímil; la organización no era federativa sino jerárquica, de arriba para abajo. A pesar de todo, pensó Shevek, parecía una verdadera comunidad. Tuvo que recordarse las diferencias.

Lo llevaron al campo en coches de alquiler, automóviles espléndidos de rebuscada elegancia. No había muchos vehículos en las carreteras: era caro alquilarlos, y poca gente tenía coche propio, a causa de los elevados gravámenes. Todos estos lujos que si hubieran estado al alcance de cualquiera habrían drenado de modo irreparable los recursos naturales, contaminando a la vez el ambiente con productos de desecho, estaban sujetos a un control estricto mediante reglamentaciones e impuestos. Los guías de Shevek se explayaron con orgullo sobre este tema. A-Io había estado a la cabeza del mundo, dijeron, en el control ecológico y la preservación de los recursos naturales. Los excesos del Noveno Milenio eran historia antigua, y no habían dejado otra secuela que la escasez de ciertos metales, que por suerte podían ser importados de la Luna.

Recorriendo el país en automóvil o en tren, vio aldeas, granjas, ciudades, fortalezas de los tiempos feudales; las torres arruinadas de Ae, antigua capital de un imperio de cuatro mil cuatrocientos años. Vio los labrantíos y los lagos y las colinas de la provincia de A van, el corazón de AIo, y en la línea del horizonte septentrional, blancas, gigantescas, las cumbres de la Cordillera Meitei. La belleza del paisaje y el bienestar de los habitantes eran para Shevek un continuo motivo de asombro. Los guías tenían razón: los urrasti sabían cómo usar el mundo. A Shevek le habían enseñado, de niño, que Urras era un ponzoñoso montón de desigualdad, iniquidades y derroche. Pero todas las personas que conocía, todos los que encontraba, hasta en la más pequeña de las aldeas, estaban bien vestidos, bien alimentados, y al contrario de lo que Shevek había supuesto, eran gente industriosa. No se pasaban las horas mirando el aire y esperando a que alguien les ordenase lo que tenían que hacer. Como los anarresti, estaban siempre activos, trabajando. Shevek no sabía qué pensar. Había imaginado que si a un ser humano se le quitaba el incentivo natural —la iniciativa, la energía creadora espontánea— para sustituirla por una motivación externa y coercitiva, se lo convertiría en un trabajador holgazán y negligente. Pero no eran trabajadores negligentes los que cultivaban aquellos sembrados maravillosos, los que fabricaban los soberbios automóviles, los trenes confortables. La atracción, la compulsión del lucro era evidentemente un eficaz sustituto de la iniciativa natural.

Hubiera querido conversar un rato con algunas de aquellas personas robustas y orgullosos que veía en las ciudades pequeñas, preguntarles por ejemplo si se consideraban pobres; porque si aquellos eran los pobres, tendría que revisar lo que él entendía por pobreza. Pero con tantas cosas como los guías querían que viese, nunca parecía haber tiempo suficiente.

Las otras ciudades de A-Io estaban demasiado lejos, para ir hasta ellas en una sola jornada, pero lo llevaban con frecuencia a Nio Esseia, a cincuenta kilómetros de la Universidad. Allí habían dispuesto toda una serie de recepciones en honor del viajero. Shevek no disfrutaba mucho de esas reuniones; no tenían ninguna relación con lo que para él era una fiesta. Todos se mostraban muy corteses y locuaces, pero nunca hablaban de nada interesante, y sonreían tanto que parecían ansiosos. Las vestimentas, en cambio, eran hermosas, como si los urrasti pusieran en ellas, y en los manjares, y en la diversidad de cosas que bebían, y en el mobiliario y los espléndidos ornamentos de los salones y palacios, la alegría y la jovialidad que ellos mismos no tenían.

Le mostraron vistas panorámicas de Nio Esseia: una ciudad con cinco millones de habitantes: una cuarta parte de la población total de Anarres. Lo llevaron a la Plaza del Capitolio y le mostraron las altas puertas de bronce de la sede del gobierno; le permitieron asistir a un debate del Senado y a una reunión del Comité de Directores. Lo llevaron al Jardín Zoológico, al Museo de Ciencias e Industrias, a visitar una escuela en la que unos niños encantadores con uniformes azules y blancos cantaron para él el himno nacional de A-Io. Lo llevaron a una fábrica de piezas electrónicas, un taller siderúrgico totalmente automatizado, y un laboratorio de fusión nuclear, para que pudiera apreciar con cuánta eficiencia manejaba sus recursos manufactureros y energéticos la economía del propietariado. Lo llevaron a inspeccionar un nuevo edificio de viviendas proyectado por el gobierno, para que viera cómo el Estado velaba por las necesidades de la población. Lo llevaron al mar en barco por el Estuario del Sua, atestado de naves que venían de todas las regiones del planeta. Lo llevaron al Tribunal Supremo de Justicia, y pasó un día entero escuchando las causas civiles y criminales que allí se juzgaban, una experiencia que lo dejó perplejo y espantado; pero ellos insistían en que viera todo cuanto había que ver, y lo llevaban a donde quería ir. Cuando preguntó, no sin timidez, si podía ver el lugar donde estaba enterrada Odo, lo arrastraron hasta el viejo cementerio del distrito de Trans-Sua.