El Alquimista Episodio 11
El muchacho llevaba casi un mes trabajando para el Mercader de Cristales, pero aquél no era exactamente el tipo de empleo que lo hacía feliz.
El Mercader se pasaba el día entero refunfuñando detrás del mostrador, pidiéndole que tuviera cuidado con las piezas, que no fuera a romper nada.
Pero continuaba en el empleo porque a pesar de que el mercader era un viejo cascarrabias, no era injusto; el muchacho recibía una buena comisión por cada pieza vendida, y ya había conseguido juntar algún dinero.
Aquella mañana había hecho ciertos cálculos: si continuaba trabajando todos los días a ese ritmo, necesitaría un año entero para poder comprar algunas ovejas.
-Me gustaría hacer una estantería para los cristales -dijo el muchacho al Mercader-.
Podríamos colocarla en el exterior para captar la atención de los que pasan por la parte de abajo de la ladera.
-Nunca he hecho ninguna estantería hasta ahora -repuso el Mercader-.
La gente puede tropezar al pasar, y los cristales se romperían.
-Cuando yo andaba por el campo con las ovejas, si encontraban una serpiente podían morir.
Pero esto forma parte de la vida de las ovejas y de los pastores.
El Mercader atendió a un cliente que deseaba tres jarras de cristal.
Estaba vendiendo mejor que nunca, como si hubieran vuelto los buenos tiempos en que aquella calle era una de las principales atracciones de Tánger.
-Ya hay mucho movimiento -dijo al muchacho cuando el cliente se fue-.
El dinero permite que yo viva mejor y a ti te devolverá las ovejas en poco tiempo. ¿Para qué exigir más de la vida? -Porque tenemos que seguir las señales -respondió el muchacho, casi sin querer; y se arrepintió de lo que había dicho, porque el Mercader nunca se había encontrado con un rey.
«Se llama Principio Favorable, la suerte del principiante.
Porque la vida quiere que tú vivas tu Leyenda Personal», había dicho el viejo.
El Mercader, no obstante, entendía lo que el chico decía.
Su simple presencia en la tienda era ya una señal y con todo el dinero que entraba diariamente en la caja él no podía estar arrepentido de haber contratado al español. Aunque el chico estuviera ganando más de lo que debía, porque como él había pensado que las ventas ya no aumentarían jamás, le había ofrecido una comisión alta, y su intuición le decía que en breve el chico estaría junto a sus ovejas.
-¿Por qué querías ir a las Pirámides?
-preguntó para cambiar el tema de la estantería.
-Porque siempre me han hablado de ellas -dijo el chico sin mencionar su sueño.
Ahora el tesoro era un recuerdo siempre doloroso y él trataba en la medida de lo posible de evitarlo.
-Yo aquí no conozco a nadie que quiera atravesar el desierto sólo para ver las Pirámides -replicó el Mercader-.
No son más que una montaña de piedras. Tú puedes construirte una en tu huerto.
-Usted nunca soñó con viajar -dijo el muchacho mientras iba a atender a un nuevo cliente que entraba en la tienda.
Dos días después el viejo buscó al chico para hablar de la estantería.
-No me gustan los cambios -le dijo-.
Ni tú ni yo somos como Hassan, el rico comerciante. Si él se equivoca en una compra, no le afecta demasiado. Pero nosotros dos tenemos que convivir siempre con nuestros errores.
«Es verdad», pensó el chico.
-¿Por qué quieres hacer la estantería?
-preguntó el Mercader.
-Quiero volver lo más pronto posible con mis ovejas.
Tenemos que aprovechar cuando la suerte está de nuestro lado, y hacer todo lo posible por ayudarla, de la misma manera que ella nos está ayudando.
Se llama Principio Favorable, o «suerte del principiante».
El viejo permaneció algún tiempo callado.
Después dijo: -El Profeta nos dio el Corán y nos dejó únicamente cinco obligaciones que tenemos que cumplir en nuestra existencia. La más importante es la siguiente: sólo existe un Dios. Las otras son: rezar cinco veces al día, ayunar en el mes del Ramadán, hacer caridad con los pobres...
Se interrumpió.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al hablar del Profeta.
Era un hombre fervoroso y, a pesar de su carácter impaciente, procuraba vivir su vida de acuerdo con la ley musulmana.
-¿Y cuál es la quinta obligación?
-quiso saber el muchacho.
-Hace dos días me dijiste que yo nunca sentí deseos de viajar -repuso el Mercader-.
La quinta obligación de todo musulmán es hacer un viaje. Debemos ir, por lo menos una vez en la vida, a la ciudad sagrada de La Meca.
»La Meca está mucho más lejos que las Pirámides.
Cuando era joven, preferí juntar el poco dinero que tenía para poner en marcha esta tienda. Pensaba ser rico algún día para ir a La Meca. Empecé a ganar dinero, pero no podía dejar a nadie cuidando los cristales porque son piezas muy delicadas. Al mismo tiempo, veía pasar frente a mi tienda a muchas personas que se dirigían hacia allí. Algunos peregrinos eran ricos, e iban con un séquito de criados y camellos, pero la mayor parte de las personas eran mucho más pobres que yo.
»Todos iban y volvían contentos, y colocaban en la puerta de sus casas los símbolos de la peregrinación.
Uno de los que regresaron, un zapatero que vivía de remendar botas ajenas, me dijo que había caminado casi un año por el desierto, pero que se cansaba mucho más cuando tenía que caminar algunas manzanas en Tánger para comprar cuero.
-¿Por qué no va a La Meca ahora?
-inquirió el muchacho.
-Porque La Meca es lo que me mantiene vivo.
Es lo que me hace soportar todos estos días iguales, esos jarrones silenciosos en los estantes, la comida y la cena en aquel restaurante horrible. Tengo miedo de realizar mi sueño y después no tener más motivos para continuar vivo.
»Tú sueñas con ovejas y con Pirámides.
Eres diferente de mí, porque deseas realizar tus sueños. Yo sólo quiero soñar con La Meca.
Ya imaginé miles de veces la travesía del desierto, mi llegada a la plaza donde está la Piedra Sagrada, las siete vueltas que debo dar en torno a ella antes de tocarla.
Ya imaginé qué personas estarán a mi lado, frente a mí, y las conversaciones y oraciones que compartiremos juntos. Pero tengo miedo de que sea una gran decepción, y por eso sólo prefiero seguir soñando.
Ese día el Mercader dio permiso al muchacho para construir la estantería.
No todos pueden ver los sueños de la misma manera.
Pasaron más de dos meses y la estantería atrajo a muchos clientes a la tienda de los cristales.
El muchacho calculó que con seis meses más de trabajo ya podría volver a España, comprar sesenta ovejas y aun otras sesenta más. En menos de un año habría duplicado su rebaño, y
podría negociar con los árabes, porque ya había conseguido hablar aquella lengua extraña