El problema con los premios: ¿por qué perjudican la motivación?
Después de la píldora de hace algunas semanas, muchos tenemos ya claro que el tema de los castigos, mejor que no.
Sabemos que los castigosno son la mejor forma de motivar a los pequeños o de conseguir ciertas cosas que consideramos
que son positivas para ellos… pero quizá el tema de los premios tampoco está tan claro.
Vamos a verlo.
Se suele decir que tanto los premios como
los castigos acaban por fastidiar la motivación intrínseca, interna, que es la que de verdad
nos interesa potenciar cuando estamos educando a los niños. Queremos que hagan determinadas
cosas comprendiendo los motivos por los que se lo pedimos (siempre en función de la edad
del pequeño, claro), no simplemente para evitar un castigo o lograr un premio. Porque
en el momento en el que desaparezca la amenaza de castigo o la promesa de un premio, si ese
era el único motivo (o el más importante) para la hacer esa conducta, al final, éstas
tenderá a desaparecer. A principios de los años 70 del siglo pasado
se llevaron a cabo algunos experimentos que ilustran muy bien esto que os estoy contando,
y nos enseñan que el empleo de recompensas puede acabar disminuyendo la motivación para
llevar a cabo una tarea, así como también su calidad.
En el primero de estos experimentos, realizado con adultos, los participantes tenían que
trabajar en un puzzle de relaciones espaciales, un cubo, formado por diferentes piezas que
generalmente resultaba muy atractivo a ese perfil de participantes; a la mitad de ellos
se les prometió dinero por hacerlo, mientras que a la otra mitad no. En un momento de la
prueba el experimentador les anunciaba que iba a salir unos minutos hasta que comenzara
la siguiente fase del experimento. Hasta que volviera el experimentador, los participantes
podían seguir jugando con el puzzle, leer alguna de las revistas que habían por ahí,
o simplemente, “estar estando”. En realidad, precisamente eso era la siguiente fase del
experimento, durante la cual, se les estaba observando para ver durante cuánto tiempo
jugaban con el puzzle cuando tenían la oportunidad de hacerlo o no. ¿El resultado? los participantes
que habían recibido dinero a cambio de jugar con el puzzle emplearon menos tiempo en jugar
con él que aquellos que no lo recibieron. Parece que el hecho de haber puesto una recompensa
sobre la tarea hacía que la tarea resultara menos interesante . En palabras de los investigadores,
“¿quién habría pensado que el juego podría convertirse en trabajo simplemente premiando
a la gente por hacer lo que les gusta hacer?”. Veamos otro experimento. Éste se hizo con
niños entre 3 y 5 años; a estos niños se les ofreció poder dibujar con rotuladores
mágicos, algo que a los niños de estas edades les chifla y que no suelen hacer con mucha
frecuencia. De forma parecida al experimento anterior, a una parte de estos niños se les
dijo que si pintaban con esos rotuladores les darían un “certificado especial personalizado,
decorado con un lazo rojo y una estrella dorada”. Vamos, algo muy especial y llamativo. Una
semana después, los niños fueron observados en sus clases y se comprobó que los niños
a los que se les había prometido aquel certificado estaban menos interesados en pintar con rotuladores
mágicos que aquellos a los que no se les había ofrecido nada por ello, e incluso menos
interesados de lo que ellos mismos lo estaban antes de que se les hubiera ofrecido el premio.
Estos dos estudios llegan a una misma conclusión: las recompensas externas reducen la motivación
intrínseca. Basta con que te ofrezcan un incentivo externo para destrozar tu motivación
interna. Y la cosa va más allá de esto; veamos otro
ejemplo, que nos muestra como cualquier cosa que es presentada como un prerrequisito para
poder hacer otra, acaba por ser vista como menos deseable y perdiendo su atractivo. Esto
se ha sido demostrado en un experimento en el que a un grupo de niños se les dijo que
podrían pintar con rotuladores si antes pintaban un rato con ceras; y a otro grupo se les dijo
que podrían pintar con ceras si antes pintaban un rato con rotuladores. Al cabo de dos semanas
se vio que la actividad que se había planteado como prerrequisito había perdido su interés
para ese grupo de niños. Esto es algo para tener muy en cuenta cada vez que decimos a
un niño ”cuando te acabes las lentejas podrás comer un helado”: porque automáticamente
las lentejas pierden el mucho o poco valor que tuvieran. Pero cuidado, que seguro que
ahora alguien está pensando: ¡ya lo tengo! Le diré a mi hijo ”hasta que no te acabes
el helado no hay lentejas”. La mala noticia es que probablemente no funcionará por dos
motivos: primero, el sabor tan dulce y saturado del helado tiene un mayor potencial hedónico
que las lentejas (es decir, que ya parte con ventaja); y segundo, por mucho que lo quieras
plantear de esta forma “novedosa” probablemente tu hijo tenga muchas experiencias previas
en las que el helado se le ha sido presentado como algo muy valorado y las lentejas como
algo mucho peor. ¿Quiere decir esto que no debamos ofrecer
premios? Pues no, porque no premiar es prácticamente imposible (además que tampoco tendría mucho
sentido). Lo que estos estudios deben ayudarnos es a tratar de evitar que la educación de
los pequeños se convierta en un constante chantaje, en el que todo tiene un premio o
un castigo asociado. ¿Que quieres premiar a tu hijo? Pues hazlo por sorpresa, con algo de poco valor, mejor si es un elogio, no le des demasiada importancia y, sobre todo, no
le chantajees con eso. Y hasta aquí, otra píldora de psicología,
si os ha gustado tenéis muchos más vídeos y artículos en el canal de YouTube y en albertosoler.es.
Y en todas las librerías nuestro libro “Hijos y Padres Felices”. ¡Un saludo!