Los desposeídos (24)
—Extraer el mercurio de las minas —añadió Shevek, y casi dijo: la reelaboración de los excrementos, pero se acordó del tabú ioti a propósito de las cuestiones escatológicas. Había reflexionado, ya desde los primeros días de su estancia en Urras, que los urrasti vivían entre montañas de desperdicios, pero no mencionaban nunca los excrementos.
—Bueno, todos colaboramos. Pero nadie tiene que trabajar en eso, durante mucho tiempo, a menos que le guste. Un día de cada diez el comité que administra la comunidad o el comité vecinal o quienquiera que lo necesite, puede pedirle a uno que ayude en esos trabajos, en turnos rotativos. Además, en las ocupaciones desagradables, o peligrosas, como las minas o las fábricas de mercurio, nadie trabaja por lo común más de medio año.
—Pero entonces todo el personal ha de estar constituido por simples aprendices.
—Sí. No es eficiente, ¿pero qué otra cosa se puede hacer? No se puede pedir a un hombre que trabaje en un oficio que lo dejará inválido, o que lo matará en pocos años. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—¿Puede negarse a obedecer?
—No es una orden, Oiie. El hombre va a la Divtrab, la oficina de división del trabajo, y dice: «Quiero hacer esto y aquello, ¿qué tenéis para mí?» Y ellos le dicen dónde hay trabajo.
—Pero entonces, ¿por qué hacen los trabajos sucios? ¿Por qué aceptan esa tarea rotativa cada diez días?
—Porque trabajan juntos. Y por otras razones. La vida en Anarres no es rica, como aquí, usted sabe. En las comunidades pequeñas no es muy entretenida, y en cambio hay muchísimo trabajo pendiente. Y si uno trabaja la mayor parte del tiempo en un telar-mecánico, es agradable ir cada diez días a las afueras e instalar una cañería o arar un campo, con un grupo de gente diferente... Y hay un desafío implícito, además. Aquí, ustedes piensan que el incentivo del trabajo es la economía, la necesidad de dinero o el deseo de acumular riqueza, pero donde no existe el dinero los motivos reales son más claros, tal vez. A la gente le gusta hacer cosas. Le gusta hacerlas bien. La gente hace los trabajos peligrosos, difíciles. Y se siente orgullosa, puede... mostrarse egotista, decimos nosotros... ¿jactarse? ante los más débiles. ¡Eh, mirad, amiguitos, mirad cuan fuerte soy! ¿Se da cuenta? Les gusta hacer las cosas bien... Pero la cuestión de fondo es los fines y los medios. En última instancia, el trabajo se hace por el trabajo mismo. Es el placer duradero de la vida. La conciencia, la conciencia íntima lo sabe. Y también la conciencia social, la opinión del prójimo. No hay ninguna otra recompensa, en Anarres, ninguna otra ley. Eso es todo. Y en esas condiciones la opinión del prójimo llega a ser una fuerza muy poderosa.
—¿No hay nadie, nunca, que la desafíe?
—Quizá no bastante a menudo —dijo Shevek.
—¿Todos, entonces, trabajan con ahínco? —preguntó la esposa de Oiie—. ¿Qué ocurre si un hombre se niega a cooperar?
—Bueno, se va a otra parte. Los otros se cansan de él, sabe. Se burlan de él, o lo tratan con rudeza, lo hostigan; en una comunidad pequeña llegan a quitarlo de la lista de comensales, y entonces tiene que cocinar y comer a solas, y se siente humillado. Entonces se muda a otro sitio, y allí se queda por algún tiempo, y tal vez vuelve a mudarse. Algunos lo hacen durante toda la vida. Nuchnibi, se les llama. Yo soy una especie de nuchnib.
Estoy aquí eludiendo el trabajo que me asignaron. Me mudé más lejos que la mayoría.
Shevek hablaba tranquilamente; si había amargura en su voz, no era discernible para los niños, ni explicable para los adultos. Pero todos callaron un momento.
—No sé quién hace aquí los trabajos sucios —dijo Shevek al fin—. Nunca he visto que nadie los hiciera. Es extraño. ¿Quiénes los hacen? ¿Por qué los hacen? ¿Están mejor pagados?
—Los trabajos peligrosos, algunas veces. Los simplemente bajos, no.
Menos.
—¿Por qué los hacen, entonces?
—Porque una paga baja es mejor que ninguna —dijo Oiie, y en un tono de claro resentimiento, Sewa Oiie empezó a hablar nerviosamente para cambiar de tema, pero él continuó—: Mi abuelo era portero. Durante cuarenta años fregó pisos y cambió sábanas sucias en un hotel. Diez horas diarias, seis días a la semana. Lo hacía para que él y su familia pudieran comer.
Oiie se interrumpió bruscamente y observó a Shevek por el rabillo del ojo, con la vieja mirada furtiva, recelosa y luego, casi con desafío, a su mujer. Ella sonrió y dijo con una voz nerviosa, infantil:
—El padre de Demacre fue un verdadero triunfador. Era dueño de cuatro compañías cuando murió. —Tenía la sonrisa de una persona angustiada, y apretaba con fuerza, una contra otra, las manos gráciles, morenas.
—No creo que haya hombres triunfadores en Anarres —dijo Oiie con marcado sarcasmo. En ese momento entró la cocinera para cambiar los platos, y Oiie se interrumpió. El pequeño Ini dijo entonces, como si supiera que la conversación seria no se iba a reanudar mientras permaneciera allí la criada:
—Mamá, ¿puedo mostrarle mi nutria al señor Shevek, cuando terminemos de cenar?
Cuando volvieron a la sala, le permitieron a Ini ir en busca del animalito: un cachorro de nutria terrestre, un animal común en Urras. Habían sido adiestrados, explicó Oiie, desde tiempos prehistóricos, en un principio para que recogieran la pesca, más tarde como animales domésticos. Era una criatura de patas cortas, lomo arqueado y flexible, piel lustrosa y de color castaño. Shevek no había visto nunca a un animal tan de cerca, fuera de una jaula; y la nutria parecía tener más miedo de él que él de ella. Los dientes blancos, aguzados, eran impresionantes. Shevek extendió la mano con cautela para acariciarla, como se lo pedía Ini. La nutria se sentó sobre las ancas y lo miró de frente. Tenía ojos oscuros, con motas de oro, inteligentes, curiosos, inocentes.
—Ammar —murmuró Shevek, cautivado por aquella mirada a través del abismo del ser—, hermano.
La nutria gruñó, se irguió en cuatro patas y examinó con interés los zapatos de Shevek.
—Usted le cae bien... —dijo Ini.
—Ella me cae bien a mí —replicó Shevek, con cierta tristeza.
Cada vez que veía un animal, el vuelo de los pájaros, el esplendor de los árboles otoñales, le invadía siempre esa misma tristeza, y el placer era como una hoja de borde afilado y cortante. No pensaba conscientemente en Takver en esos momentos, no la pensaba como ausente. Era más bien como si ella estuviese allí, aunque él no pensara en ella. Era como si la belleza y la extrañeza de las bestias y las plantas de Urras le trajesen un mensaje de Takver, de Takver que nunca las vería, de Takver cuyos antepasados durante siete generaciones no habían tocado jamás la piel tibia de un animal ni habían visto un aleteo en la fronda de los árboles.
Pasó la noche en una alcoba abuhardillada. Hacía frío, pero el frío le parecía una bendición después de la calefacción perpetua y excesiva de los cuartos de la Universidad, y el cuarto era muy sencillo: la cama, anaqueles de libros, una cómoda, una silla y una mesa de madera pintada. Era como estar en casa, pensó, si hacía caso omiso de la altura de la cama y la blandura del colchón, las mantas de lana fina y las sábanas de seda, las chucherías de marfil sobre la cómoda, las encuadernaciones de cuero de los libros, y el hecho de que la habitación, y todo cuanto había en ella, y la casa en que se encontraba, y el solar en que se alzaba la casa, eran propiedad privada, la propiedad de Demacre Oiie, aunque él no la había construido y no fregaba los pisos. Shevek desechó esas tediosas discriminaciones. Era una alcoba agradable y no tan diferente en realidad de una habitación particular en un domicilio.
Durmiendo en aquel cuarto, soñó con Takver. Soñó que estaba con él en la cama, que se abrazaban, cuerpo contra cuerpo... pero ¿dónde, en qué habitación? Estaban juntos en la Luna, hacía frío, e iban juntos, caminando. Era un lugar llano, la Luna, todo cubierto de una nieve blanco-azulada, aunque fina; un puntapié la removía con facilidad en el suelo de luminosa blancura. Era un lugar muerto, muerto.
—No es realmente así —le decía a Takver, sabiendo que ella estaba asustada. Iban caminando en dirección a algo, una línea distante de algo que parecía incorpóreo y brillante como plástico, una barrera remota apenas visible más allá de la llanura nevada. En verdad, Shevek tenía miedo de acercarse, pero le decía a Takver:
—Pronto estaremos allí. —Y ella no le respondía.
Capítulo 6
Cuando lo mandaron a casa después de diez días en el hospital, el vecino del cuarto 45 fue a verlo. Era un matemático, muy alto y muy delgado. Tenía un estrabismo no corregido, de manera que nunca se podía saber si lo estaba mirando a uno y/o si uno estaba mirándolo. El y Shevek habían convivido amigablemente, lado a lado en el domicilio del Instituto durante un año, sin haber intercambiado jamás una frase entera.
Desar entró y miró a Shevek, o al lado de Shevek.
—¿Algo? —dijo.
—Estoy muy bien, gracias.
—¿Qué te parece cenar juntos?
—¿Contigo? —dijo Shevek, influido por el estilo telegráfico de Desar.
—De acuerdo.
Desar trajo dos cenas en una bandeja del refectorio del Instituto, y comieron juntos en el cuarto de Shevek. Hizo lo mismo mañana y noche durante tres días hasta que Shevek estuvo en condiciones de volver a salir. Shevek no entendía los motivos de esta conducta. Desar no era un hombre afable, y las expectativas de la hermandad no significaban mucho para él. Uno de los motivos por los que se mantenía apartado de la gente era sin duda el deseo de esconder su deshonestidad. Tenía un carácter espantosamente perezoso o bien francamente posesivo, pues el cuarto 45 estaba abarrotado de cosas que conservaba sin ningún derecho y ninguna razón: platos del comedor, libros de las bibliotecas, un juego de herramientas para tallar madera sacado de un almacén de útiles de artesanía, un microscopio traído de algún laboratorio, ocho mantas diferentes, un armario repleto de prendas de vestir, algunas que evidentemente no le servían a Desar ni le habían servido nunca, otras que parecían cosas que había usado cuando tenía ocho o diez años. Daba la impresión de que iba a las proveedurías y depósitos y juntaba brazadas de cosas, las necesitase o no.
—¿Para qué guardas toda esa chatarra? —le preguntó Shevek la primera vez que Desar le permitió entrar en el cuarto. Desar le clavó una mirada torcida.
—Abulta —dijo vagamente.
El campo de la matemática que Desar había elegido era tan esotérico que nadie en el Instituto o en la Federación de Matemáticos podía en realidad comprobar si él progresaba. Por eso, precisamente, había elegido ese campo. Daba por supuesto que los motivos de Shevek eran los mismos.
—Demonios —decía—, ¿trabajar? Buen puesto aquí. Secuencia, simultaneidad, mierda.
En algunos momentos Shevek gustaba de Desar, y en otros lo detestaba, por las mismas cualidades. Seguía aferrado a él, sin embargo, deliberadamente, como parte de la resolución que había tomado: cambiar de vida.
La enfermedad le había obligado a comprender que si trataba de seguir solo se derrumbaría definitivamente. Veía esto en términos morales, y se juzgaba sin ninguna piedad. Había vivido encerrado en sí mismo, en contra del imperativo ético de hermandad. El Shevek de veintiún años no era, exactamente, un mojigato, pues mostraba una moral apasionada y drástica, pero vivía aún ajustado a normas rígidas, el odonianismo simplista que unos adultos mediocres enseñaban a los niños, una prédica internalizada.
Había estado actuando mal. Tenía que actuar correctamente. Lo hizo.
Se prohibió trabajar en física cinco noches de cada diez. Se ofreció como voluntario para los trabajos del comité administrativo del domicilio del Instituto. Asistía a reuniones de la Federación de Física y del Sindicato de Miembros del Instituto. Se incorporó a un grupo que practicaba ejercicios de bio-realimentación y de entrenamiento de ondas cerebrales.