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Aquiles salió de las redes de Tula con una pasión invencible: la pasión por el pescado, y especialmente por los mariscos.
Aunque algo se había enamorado de la patrona, al cabo de algunos meses consiguió olvidarla. Pero el regalo de su mesa para toda la vida se le había pegado al alma. ¡Como había comido allí no volvería a comer en la vida! Esta desconsoladora convicción le acompañó hasta el sepulcro.
Y con el mismo fervor con que en mejores tiempos se había consagrado a la contemplación del Ser en sí dentro del yo antes del límite, etc., se consagró a buscar en mercados y plazas el mejor pescado.
Él, que había sido un hombre insignificante mientras no fue más que catedrático de Psicología, Lógica y Ética, comenzó a llamar la atención de Lugarucos por su pericia en materia de culinaria ictiológica.
Meditó mucho y acabó por adivinar qué peces debían entrar y cuáles no en una caldereta clásica, y qué ingredientes debían sazonarla.
Pronto fueron célebres en todo el partido judicial las calderetas del catedrático de Psicología.
Cuando en la playa o en el mercado se discutía si un besugo, un bonito o una merluza estaban frescos o no, se nombraba árbitro al Sr. Zurita si pasaba por allí.
Y él, sonriente, con aquel gesto humilde que conservaba a pesar de su gloria y de sus buenas carnes, después de mirar y oler la pieza decía:
—¡Fresco!, o ¡apesta!
Y a nadie se le ocurría apelar.
Cuando los señores catedráticos tenían merienda, que era a menudo, Aquiles era votado por unanimidad presidente de la comisión organizadora... y presidía el banquete y era el primero en ponerse alegre.
Sí, había acabado por tomar una borrachera en cada festín. Ergo bibamus!, decía, recordando que era hijo de un dómine.
Y en el seno de la confianza, decía en tales momentos de expansión al que le quería oír:
—¡Huí de la sirena, pero no puedo olvidar los primores de su cocina! ¡Podré volver a amar como entonces, pero no volveré a comer de aquella manera!
Y caía en profunda melancolía.
Todos sus compañeros sabían ya de memoria los temas constantes de las borracheras de Aquiles: Tula, el marisco, la Filosofía... todo mezclado.
Mientras estaba en su sano juicio nunca hablaba ya de filosofía, ni tal vez pensaba en ella. En cátedra explicaba como una máquina la Psicología oficial, la de texto, pero nada más; le parecía hasta mala educación mentar las cuestiones metafísicas.
Pero en alegrándose era otra cosa. Pedía la palabra, se ponía sobre la mesa hollando los manteles, y suplicaba con lágrimas en los ojos a todos aquellos borrachos que salvasen la ciencia, que procurasen la santa armonía, porque él, en el fondo de su alma, siempre había suspirado por la armonía del análisis y de la síntesis, de Tula y la virtud, de la fe y la razón, del krausismo y los médicos del Ateneo...
—¡Señores, señores: salvemos la raza humana que se pierde por el orgullo! —exclamaba, llorando todo el vino que había bebido, puestas las manos en cruz—. Se os ha dicho nihil mirari!, no maravillarse de nada; pues yo os digo, en verdad: admiradlo todo, creedlo todo, todo es verdad, todo es uno y lo mismo... ¡Ah!, queridos hermanos, en estos instantes de lucidez, de inspiración por el amor, yo veo la verdad una, yo veo dentro de mí la esencia de todo ser; yo me veo como siendo uno con el todo, sin dejar de ser este...
—¡Este borracho, este grandísimo borracho! —interrumpía el catedrático de Agricultura, gran positivista y no menos ebrio. Y cogiendo por las piernas al de Psicología le paseaba en triunfo alrededor de la mesa, mientras Aquiles seguía gritando:
—¡Todo está en todo y el quid es amarlo todo por serlo, no por conocerlo... ! Yo amo a Tula en lo absoluto, y la amo por serla no por conocerla...
El de Agricultura daba con la carga en tierra, y Aquiles interrumpía sus reminiscencias de filósofo idealista para dormir debajo de la mesa la borrachera de los justos.
Y entonces, como si se tratase de un juicio de los muertos en Egipto, empezaban ante el cuerpo de Aquiles los comentarios y censuras de los amigos:
—¡Qué pesado se pone cuando le da por su filosofía!
—Bien; pero únicamente habla de eso cuando se emborracha.
—¡No faltaba más!
—Y lo cierto es que no se puede prescindir de él.
—¡Imposible! Es el Brillat—Savarin del mar.
—¡Qué manos!
—¡Qué olfato!
—¡Qué tacto!
—¡Qué instinto culinario!
—Debía escribir un libro de cocina marítima.
—Teme el qué dirán. Al fin es catedrático de Filosofía.