Los desposeídos (21)
Tenía la impresión de que se le escapaba de las manos, todo ese mundo vital, magnífico, inagotable que había visto desde las ventanas de su habitación, aquel primer día. Se le escapaba de las manos torpes, extrañas, lo eludía, y cuando volvía a mirar se encontraba con algo muy diferente, algo que no había querido, una especie de papel arrugado, envoltorios, basura.
Ganaba dinero por los trabajos que escribía. Ya tenía en una cuenta del Banco Nacional las 10.000 unidades monetarias internacionales del premio Seo Oen, y una subvención de 5.000 del gobierno ioti. Esa suma se veía ahora acrecentada por el sueldo de profesor y el dinero que le había pagado la prensa universitaria por las tres monografías. Al principio todo eso le pareció divertido, luego se sintió incómodo. No tenía por qué desechar como ridículo algo que allí era, al fin y al cabo, tremendamente importante. Intentó leer un texto elemental de economía; se aburrió a más no poder, era como escuchar a alguien que contaba y volvía a contar interminablemente un sueño largo y estúpido. No pudo obligarse a entender cómo funcionaban los bancos y todo lo demás, pues las operaciones del capitalismo eran para él tan absurdas como los ritos de una religión primitiva, tan bárbaras, tan elaboradas, tan innecesarias. En un sacrificio humano a una deidad podía haber al menos una belleza equívoca y terrible; en los ritos de los cambistas, en los que la codicia, la pereza y la envidia eran los únicos móviles de la conducta humana, aun lo terrible parecía trivial. Shevek observaba esta mezquindad monstruosa con desprecio, y sin interés. No admitía, no podía admitir, que en realidad lo asustaba.
Durante su segunda semana en A-Io, Saio Pae lo había llevado «de compras». Aunque no tenía intención de cortarse el pelo —que era, al fin y a cabo, parte de él— quería un traje y un par de zapatos de estilo urrasti. No deseaba, si podía evitarlo, llamar demasiado la atención. La sencillez de su traje viejo era decididamente ostentosa, y las blandas y toscas botas de desierto parecían en verdad muy extrañas comparadas con el fantástico calzado de los ioti. Pae lo llevó, pues, al Paseo Saemtenevia, la elegante calle de las tiendas de Nio Esseia, para que lo vistieran y lo calzaran.
La experiencia había sido tan sobrecogedora que trató de olvidarla lo más pronto posible; pero luego, durante meses, tuvo sueños, pesadillas. El Paseo Saemtenevia tenía dos millas de largo, y era una masa compacta de gente, tránsito, y cosas: cosas para comprar, cosas para vender. Gabanes, vestidos, togas, túnicas, pantalones, camisas, blusas, sombreros, zapatos, medias, bufandas, chales, chalecos, gorros, paraguas, ropas para dormir, para nadar, para jugar a diferentes juegos, para vestir en reuniones vespertinas, en fiestas nocturnas, en fiestas campestres, ropas para viajar, para ir al teatro, para montar a caballo, para trabajar en el jardín, para recibir invitados, para navegar, para cenar, para cazar; todas diferentes, todas en centenares de cortes, estilos, colores, texturas, materiales. Perfumes, relojes, lámparas, estatuas, cosméticos, velas, cuadros, cámaras fotográficas, juegos, floreros, sofás, teteras, rompecabezas, almohadas, muñecas, coladores, cojines, joyas, alfombras, mondadientes, calendarios, un sonajero para bebé de platino con mango de cristal de roca, una máquina sacapuntas eléctrica, un reloj-pulsera con numerales de diamante; estatuillas y recuerdos y bagatelas y mementos y chucherías y curiosidades, todas inservibles o adornadas de tal modo que no se podía saber para qué servían; acres de lujos, acres de excremento. En la primera manzana Shevek se había detenido a mirar un abrigo de piel moteada que ocupaba el centro de un escaparate resplandeciente de prendas de vestir y joyas.
—¿El abrigo cuesta 8.400 unidades? —preguntó con incredulidad, pues recientemente había leído en un periódico que el «salario vital» era de unas 2.000 unidades anuales.
—Oh, sí, es de piel auténtica, muy rara ahora que se protege a los animales —le había dicho Pae—. Bonito ¿no? Las mujeres adoran las pieles.
Una manzana más adelante Shevek se había sentido totalmente exhausto. No podía seguir mirando. Quería taparse los ojos.
Y lo más inaudito de esa calle pesadilla era que ninguno de los millones de objetos en venta se hacían allí. Allí sólo se vendían. ¿Dónde estaban los talleres, las fábricas, dónde estaban los granjeros, los artesanos, los mineros, los tejedores, los químicos, los tallistas, los tintoreros, los dibujantes, los maquinistas, dónde estaban las manos, la gente que hacía esas cosas? Fuera de la vista, en otra parte, detrás de muros. Toda la gente en todas las tiendas eran compradores o vendedores. No tenían otra relación con las cosas que la posesión.
Descubrió que ahora que le habían tomado las medidas podía encargar por teléfono cualquier ropa que necesitara, y resolvió no volver nunca a la calle pesadilla.
El equipo de ropa y los zapatos le fueron entregados al cabo de una semana. Se los puso y se miró al espejo de cuerpo entero de la alcoba. La sobria toga-casaca gris, la camisa blanca, los ahuchados pantalones negros, y los calcetines y los zapatos brillantes sentaban bien a la figura larga y delgada y los pies estrechos de Shevek. Tocó con el dedo la superficie de un zapato. Era el mismo material que cubría los sillones del otro cuarto, y que al tacto parecía piel; poco tiempo antes había preguntado qué era, y le habían dicho que era piel; la piel de un animal, cuero, lo llamaban. El contacto lo horrorizó, se enderezó, y se apartó del espejo, aunque no antes de haber reconocido que, ataviado de esa manera, el parecido con su madre Rulag era mayor que nunca.
Hubo una larga interrupción entre los cuatrimestres, a mediados del otoño. La mayoría de los estudiantes se marcharon de vacaciones. Shevek fue de excursión a las montañas del Meitei por algunos días con un grupo de estudiantes e investigadores del Laboratorio de la Luz, y luego volvió y pidió que le permitieran utilizar la gran computadora, que en los períodos de clases siempre estaba muy ocupada. Sin embargo, harto de una tarea que no conducía a ninguna parte, no trabajaba con mucho empeño. Dormía más de lo habitual, paseaba, leía y se decía que el problema consistía simplemente en que se había dado demasiada prisa; no es posible captar en pocos meses todo un mundo nuevo. Los prados y bosquecillos de la Universidad eran hermosos y agrestes, las hojas doradas centelleaban, arremolinadas en el lluvioso viento invernal, bajo un suave cielo gris. Shevek leyó otra vez las obras de los grandes poetas; ahora los comprendía cuando hablaban de las flores, y del vuelo de los pájaros, y del color de los bosques en el otoño. Y le deleitaba comprenderlos. Era agradable volver a la penumbra de la habitación, de una serena armonía de proporciones que nunca se cansaba de admirar. Se había acostumbrado a la belleza y la comodidad del cuarto, familiar ahora. También lo eran las caras que veía en la mesa redonda del comedor vespertino, los colegas, algunos más agradables y otros menos, pero todos ya familiares. Lo mismo le sucedía con la comida, tan abundante y variada, y que al comienzo lo había azorado. Los hombres que atendían la mesa sabían lo que necesitaba y le servían lo mismo que él se hubiera servido. Todavía no comía carne; la había probado, por cortesía y para demostrarse a sí mismo que no tenía prejuicios irracionales, pero su estómago tenía razones que la razón no conocía, y se había rebelado. Renunció al cabo de un par de intentos casi desastrosos, y continuó siendo vegetariano, aunque un vegetariano voraz. Disfrutaba enormemente de las comidas. Había aumentado tres o cuatro kilos desde que llegara a Urras; tostado por el sol de la montaña, descansado por las vacaciones, tenía ahora un aspecto excelente.
Era una figura llamativa cuando se levantó de la mesa en el gran salón comedor bajo el techo alto y sombrío de vigas desnudas, entre los cuadros y retratos que colgaban de las paredes artesonadas, las mesas resplandecientes a la llama de las bujías, la porcelana y la plata. Saludó a alguien en otra mesa y siguió caminando, con una expresión de tranquilo desapego. Desde el otro lado del salón, Chifoilisk lo vio, y fue detrás de él, alcanzándolo en la puerta.
—¿Tiene unos minutos libres, Shevek?
—Sí. ¿Mis habitaciones? —Se había acostumbrado al uso constante del posesivo, y ahora lo empleaba sin timidez.
Chifoilisk pareció titubear.
—¿Por qué no la Biblioteca? Está en el camino de usted, y yo quiero retirar un libro.
Cruzaron el patio hacia la Biblioteca de la Ciencia Noble —el antiguo nombre de la física, que aún se conservaba en Anarres, en ciertas acepciones— caminando lado a lado en la susurrante oscuridad. Chifoilisk abrió un paraguas, pero Shevek caminaba bajo la lluvia como los loti caminaban al sol, con deleite.
—Se va a empapar —refunfuñó Chifoilisk—. Tiene el pecho delicado ¿no? Le convendría cuidarse.
—Estoy muy bien —dijo Shevek, y sonrió mientras caminaba a través de la lluvia fina, refrescante—. Ese médico del gobierno, sabe, me dio un tratamiento, inhalaciones. Da resultado. Ya no toso. Le pedí al doctor que describiera por radio el procedimiento y las drogas al Sindicato de Iniciativas de Abbenay. Lo hizo. Parecía contento. Es bastante sencillo; puede aliviar mucho el dolor, la tos del polvo. ¿Por qué, por qué no antes? ¿Por qué no trabajamos juntos, Chifoilisk?
El thuviano soltó un breve quejido sardónico. Entraron en la sala de lectura de la Biblioteca. Bajo los dobles arcos de mármol, las naves de libros antiguos reposaban en una penumbra serena; las lámparas de Tas largas mesas de lectura eran sencillas esferas de alabastro. No había nadie más allí, pero un sirviente se apresuró a seguirlos para encender el fuego en la chimenea de mármol y comprobar que no necesitaban nada antes de retirarse otra vez. Chifoilisk se detuvo delante del hogar, observando cómo se alzaban las primeras llamas. Las cejas erizadas sobre los ojos diminutos, la cara tosca, cetrina, intelectual del físico, parecía más vieja que de costumbre.
—Quiero ser desagradable, Shevek —dijo con su voz áspera. Y añadió—: Nada inusitado en eso, supongo —una humildad que Shevek no había esperado en él.
—¿Qué pasa?
—Quiero saber si se da cuenta de lo que está haciendo.
Luego de una pausa Shevek dijo:
—Creo que sí.
—¿Se da cuenta, entonces, de que ha sido comprado?
—¿Comprado?
—Llámelo elegido por unanimidad, si lo prefiere. Escuche. Un hombre, por muy inteligente que sea, no puede ver lo que no sabe ver. ¿Cómo va a comprender la situación de usted, aquí, en una economía capitalista, en un Estado plutócrata-oligárquico? ¿Cómo puede verlo viniendo como viene de una pequeña comuna de idealistas hambrientos allá en el cielo?
—Chifoilisk, no quedan muchos idealistas en Anarres, se lo aseguro. Los Colonizadores eran idealistas, sí, al abandonar este mundo por nuestros desiertos. ¡Pero eso fue hace siete generaciones! Nuestra sociedad es práctica. Tal vez demasiado práctica, demasiado preocupada por la mera supervivencia. ¿Qué tiene de idealista la cooperación social, la ayuda mutua, cuando no hay otro medio de sobrevivir?
—No puedo discutir con usted los valores del odonianismo, aunque estuve tentado a menudo. Algo conozco al respecto, sabe. Nosotros, en mi país, estamos mucho más cerca del odonianismo que esta gente. Somos productos del mismo gran movimiento revolucionario del siglo octavo; somos socialistas, como ustedes.
—Pero ustedes son uranistas. El Estado de Thu es aún más centralizado que el de A-Io. Una única estructura de poder maneja todo, el gobierno, la administración, la policía, el ejército, la educación, las leyes, el comercio, las manufacturas. Y tienen además una economía monetaria.
—Una economía monetaria basada en el principio de que a todo trabajador se le paga lo que merece, por el valor de su trabajo... ¡no por capitalistas a quienes está obligado a servir, sino por el Estado del que es miembro!
—¿Es el trabajador quien establece el valor de lo que hace?
—¿Por qué no va a Thu, a ver cómo funciona el verdadero socialismo?
—Sé cómo funciona el verdadero socialismo —respondió Shevek—.