Los desposeídos (26)
—¡Pero Shev, vives como un podrido aprovechado urrasti!
—Vamos, no exageres. ¡Señálame algo excrementicio!
La habitación contenía en realidad poco más o menos lo mismo que cuando Shevek había entrado en ella por primera vez. Bedap señaló:
—Esa manta.
—Estaba aquí cuando vine. Alguien la tejió, y la dejó al mudarse. ¿Es algo excesivo una manta en una noche como ésta?
—El color es decididamente excrementicio —dijo Bedap—. Como analista de funciones he de puntualizar que el naranja no es necesario. No cumple ninguna función indispensable en el organismo social, sea a nivel cultural o a nivel orgánico, y ninguno por cierto en el nivel holorgánico o más centralmente ético; en cuyo caso la tolerancia es una elección menos buena que la excreción. ¡Tíñela de verde sucio, hermano! ¿Qué es todo esto?
—Notas.
—¿En código? —preguntó Bedap mientras examinaba un cuaderno con aquella frialdad que era una de sus características, como recordó
Shevek. Bedap tenía aún menos sentimientos posesivos —menos sentido de la propiedad privada— que la mayoría de los anarresti. Nunca había tenido un lápiz predilecto que llevara consigo a todas partes, ni una camisa vieja con la que se hubiera encariñado y no quisiese tirar al recipiente de reciclaje; y sí recibía un regalo, trataba de conservarlo por respeto a los sentimientos del donante, pero siempre acababa perdiéndolo. Bedap no ignoraba esta particularidad de su carácter, lo que demostraba, según él, que era menos primitivo que la mayoría, un ejemplar anticipado del Hombre Prometido, el genuino, el verdadero hombre odoniano. Pero tenía un cierto sentido de la vida privada. La vida privada empezaba para él en el cráneo, el suyo o el de otro, y a partir de allí era total. Él nunca espiaba. Dijo ahora:
—¿Te acuerdas de aquellas cartas disparatadas que escribíamos en código cuando estabas en el proyecto de replantación forestal?
—Esto no es código, es iótico.
—¿Lo has aprendido? ¿Por que escribes en iótico?
—Porque nadie en este planeta entiende lo que trato de decir. O no quiere entender. La única persona que entendía murió hace tres días.
—¿Sabul ha muerto?
—No. Gvarab. Sabul no ha muerto. ¡Tiene suerte!
—¿Cuál es el problema?
—¿El problema con Sabul? Mitad envidia, la otra mitad incompetencia.
—Tenía entendido que su libro sobre la causalidad era excelente. Tú lo dijiste.
—Así lo pensaba, hasta que leí las fuentes. Son todas ideas urrasti. No nuevas, además. En veinte años no se le ha ocurrido un solo pensamiento. Ni darse un baño.
—¿Qué tal andan tus propios pensamientos? —preguntó Bedap, poniendo una mano sobre los cuadernos y observando a Shevek por debajo de las cejas. Bedap tenía los ojos pequeños y ligeramente estrábicos, una cara fuerte, un cuerpo robusto. Se comía las uñas, y ese hábito de años las había reducido a franjas diminutas en las puntas de los dedos gruesos y sensibles.
—Es inútil —dijo Shevek, sentándose en la plataforma de la cama—. Me equivoqué de campo.
Bedap sonrió.
—¿Tú?
—Creo que al final de este trimestre pediré otro puesto.
—¿Para hacer qué?
—Me da lo mismo. Enseñanza, ingeniería. Tengo que salir de la física.
Bedap se sentó en la silla del escritorio, se mordió una uña y dijo:
—Eso me suena raro.
—Me he dado cuenta de mis limitaciones.
—No sabía que tuvieras ninguna. En física, quiero decir. Tenías toda clase de limitaciones y defectos. Pero no en física. Yo no soy un temporalista, lo sé. Pero no necesitas saber nadar para reconocer un pez, no necesitas brillar para reconocer una estrella...
Shevek miró a su amigo y soltó lo que nunca había sido capaz de decirse claramente a sí mismo:
—He pensado en el suicidio. A menudo. Este año. Parece el mejor camino.
—No creo que te lleve más allá del sufrimiento.
Shevek sonrió, rígido.
—¿Te acuerdas de eso?
—Vividamente. Fue una conversación muy importante para mí. Y para Takver y Tirin, creo.
—¿De veras? —Shevek se levantó. No había sitio allí para dar más de cuatro pasos, pero no podía quedarse quieto—. Fue importante para mí entonces —dijo, deteniéndose en la ventana—. Pero he cambiado, aquí. Hay algo malo aquí, no sé qué es.
—Yo sé —dijo Bedap—. El muro. Te has topado con el muro.
Shevek se volvió con una mirada asustada.
—¿El muro?
—En tu caso, el muro parece ser Sabul. Sabul y quienes lo respaldan en los sindicatos de ciencias y en la CPD. En lo que a mí atañe, hace cuatro décadas que estoy en Abbenay. Cuarenta días. Bastante para saber que si paso aquí cuarenta años no habré logrado nada, absolutamente nada, de lo que quiero hacer, el mejoramiento de la instrucción científica en los centros de aprendizaje. A menos que las cosas cambien. O a menos que me una a los enemigos.
—¿Los enemigos?
—Los hombrecillos. ¡Los amigos de Sabul! La gente que está en el poder.
—¿De qué estás hablando, Dap? No tenemos ninguna estructura de poder.
—¿No? ¿Qué da fuerza a Sabul?
—No una estructura de poder, un gobierno. ¡Esto no es Urras, al fin y al cabo!
—No. No tenemos gobierno, no tenemos leyes, de acuerdo. Pero hasta donde yo sé, las ideas nunca fueron manejadas por leyes y gobiernos, ni siquiera en Urras. Si lo hubieran estado, las ideas de Odo no habrían sido posibles, ni el odonianismo habría llegado a ser un movimiento mundial. Los arquistas trataron de extirparlo por la fuerza, y fracasaron. La vía más eficaz para destruir las ideas no es reprimirlas sino ignorarlas. ¡Y eso es precisamente lo que nuestra sociedad hace! Sabul te usa cuando puede, y cuando no, te impide publicar, enseñar, hasta trabajar. ¿Verdad? En otras palabras, tiene poder sobre ti. ¿De dónde lo saca? No de una autoridad constituida, no existe ninguna. No de la excelencia intelectual, que no la tiene. La saca de la cobardía innata de la mente humana común. ¡La opinión pública! Sabul es parte de esa estructura de poder, y sabe cómo usarla. La autoridad inadmitida, inadmisible que gobierna a la sociedad odoniana y sofoca el pensamiento del individuo.
Shevek apoyó las manos en el antepecho de la ventana, mirando hacia afuera, hacia la oscuridad, a través del cristal empañado. Al fin dijo:
—Desvarías, Dap.
—No, hermano. Estoy en mi sano juicio. Lo que enloquece a la gente es tratar de vivir fuera de la realidad. La realidad es terrible. Puede matarte. Si le das tiempo, te matará sin ninguna duda. La realidad es dolor... ¡Tú lo dijiste! Pero las mentiras, las evasiones de la realidad, todo eso te enloquece. Las mentiras hacen que pienses en matarte.
Shevek se volvió y lo miró de frente.
—¡Pero no puedes hablar en serio de un gobierno, aquí!
—Las Definiciones de Tomar: Gobierno: el uso legal del poder para mantener y extender el poder. Sustituye «legal» por «rutinario», y tienes a Sabul, y al Sindicato de Instrucción y a la CPD.
—¡La CPD!
—La CPD es ya ahora, básicamente, una burocracia arquista.
Al cabo de un momento Shevek se rió, con una risa no muy natural, y dijo:
—Bueno, vamos, Dap, esto es divertido, pero un poco enfermizo, ¿no?
—Shevek, ¿pensaste alguna vez que lo que el modo analógico llama enfermedad, malestar, descontento, alienación, analógicamente también podría llamarse dolor... lo que tú decías cuando hablabas del dolor, del sufrimiento? ¿Y que tienen una determinada función en el organismo, lo mismo que el dolor?
—¡No! —dijo Shevek con violencia—. Yo hablaba en términos personales, en términos espirituales.
—Pero hablaste de sufrimiento físico, de un hombre que se moría de quemaduras. ¡Y yo hablo de sufrimiento espiritual! De gente que ve malgastado su talento, su trabajo, su vida. De mentes bien dotadas sometidas a mentes estúpidas. De la fortaleza y el coraje estrangulados por la envidia, la ambición de poder, el miedo al cambio. El cambio es libertad, el cambio es vida... ¿Hay algo más básico en el pensamiento odoniano? ¡Pero ya nada cambia! Nuestra sociedad está enferma. Tú lo sabes. Tú sufres esa misma enfermedad. ¡Es la enfermedad suicida!
—Ya basta, Dap. Acaba.
Bedap no dijo más. Empezó a morderse la uña del pulgar, metódica y pensativamente.
Shevek volvió a sentarse en la plataforma del lecho y hundió la cabeza entre las manos. Hubo un largo silencio. La nieve había cesado. Un viento seco, oscuro, sacudía el cristal de la ventana. La habitación estaba fría. Ninguno de los dos se había quitado el gabán.
—Mira, hermano —dijo Shevek al fin—. No es nuestra sociedad lo que frustra la creatividad del individuo. Es la pobreza de Anarres. Este planeta no fue hecho para albergar una civilización. Sí, dejamos de ayudarnos unos a otros, si no renunciamos a nuestros deseos personales por el bien común, nada, nada en este mundo estéril puede salvarnos. La solidaridad humana es nuestro único bien.
—¡Solidaridad, sí! Aun en Urras, donde la comida cae de los árboles, aun allí decía Odo que la solidaridad humana es nuestra única esperanza. Pero hemos traicionado esa esperanza. Hemos permitido que la cooperación se transforme en obediencia. En Urras gobiérnala minoría, aquí la mayoría. ¡Pero es un gobierno! La conciencia social ha dejado de ser una cosa viva para transformarse en una máquina, ¡una máquina de poder, manejada por burócratas!
—Tú o yo podríamos ofrecernos como voluntarios y ser elegidos para trabajar en la CPD dentro de unas décadas. ¿Nos convertiría eso en burócratas, en patrones?
—No se trata de los individuos de la CPD, Shev. La mayoría de ellos se parecen a nosotros. Se nos parecen demasiado. Bien intencionados, ingenuos. Y no es sólo en la CPD. Es en todo Anarres. Centros de aprendizaje, institutos, minas, refinerías, pesquerías, fábricas de alimentos conservados, centros de desarrollo e investigación agrícola, fábricas de electricidad, comunidades de mono-producción, en todos aquellos campos en los que la función requiera pericia y una institución estable. Pero esa estabilidad da cabida al impulso autoritario. En los primeros años de la Colonización nos dábamos cuenta, estábamos atentos. La gente discriminaba entonces con mucho cuidado entre el gobierno y la administración. Lo hicieron tan bien que olvidamos que el deseo de poder es tan fundamental en el ser humano como el impulso a ayudarnos mutuamente, y que esto hay que inculcárselo a cada nuevo individuo, en cada nueva generación. ¡Nadie nace odoniano del mismo modo que nadie nace civilizado! Pero lo hemos olvidado. No educamos para la libertad. La educación, la actividad más importante del organismo social, se ha hecho rígida, moralista, autoritaria. Los chicos aprenden a recitar las palabras de Odo como si fueranleyes... ¡La peor blasfemia!
Shevek vaciló. De niño, e incluso aquí, en el Instituto, había conocido demasiado de cerca el tipo de enseñanza que descubría Bedap.
Bedap aprovechó el terreno ganado:
—Siempre es más fácil no pensar por tu propia cuenta. Encontrar una jerarquía agradable y segura, y dejarse estar. No cambiar nada, no arriesgarte a las censuras, no intranquilizar a tus síndicos. Dejarte gobernar es siempre más cómodo.
—¡Pero no es gobierno, Dap! Los expertos y los veteranos o las cuadrillas dirigen los sindicatos; ellos conocen mejor el trabajo. ¡El trabajo tiene que hacerse, al fin y al cabo! En cuanto a la CPD, sí, podría convertirse en una jerarquía, en una estructura de poder, si no estuviera organizada para impedir precisamente que eso ocurra. ¡Recuerda cómo está montada! Voluntarios, elegidos por sorteo; un año de aprendizaje; luego cuatro años en la Nómina, y luego afuera. Nadie podría conquistar poder, en el sentido anjuista, en un sistema como éste, con sólo cuatro años de tiempo.
—Algunos se quedan más de cuatro años.
—¿Los consejeros? Pierden el voto.
—Los votos no tienen importancia. Hay gente entre bastidores...
—¡Vamos! ¡Eso es paranoia pura! Entre bastidores... ¿Cómo? ¿Qué bastidores? Cualquiera puede asistir a cualquier reunión de la CPD, y si es un síndico interesado, ¡puede intervenir en el debate y votar! ¿O tratas de decirme que aquí tenemos políticos?
Shevek estaba furioso con Bedap; tenía rojas las orejas prominentes; hablaba en voz muy alta; en todo el patio no brillaba una sola luz.