Los desposeídos (28)
—dijo Bedap, que estaba escuchando—. Es la primera cosa cínica que has dicho en tu vida, Shev. ¡Bienvenido a la cuadrilla de trabajo!
Salas se echó a reír.
—Tal vez sí, pero no permitirían que se grabara o tocara. No está dentro del estilo orgánico.
—No me extraña no haber oído nunca música profesional cuando vivía en Poniente del Norte. Pero ¿cómo justifican este tipo de censura? ¡Tú escribes música! La música es un arte cooperativo, orgánico por definición, social. Quizá la forma más noble de comportamiento social de que seamos capaces. Sin duda una de las actividades más nobles del individuo. Y por su naturaleza, por la naturaleza de todo arte, es algo que compartes con otros. El artista comparte algo con otros, y esto es la esencia misma de lo que nace. Digan lo que digan tus síndicos, ¿cómo justifica la Divtrab que no te den un puesto en tu propio campo?
—No quieren compartirla —dijo Salas con buen humor—. Los asusta.
Bedap habló en tono más grave:
—Pueden justificarlo porque la música no es algo útil. Cavar acequias es importante, tú lo sabes; la música es simple decoración. El círculo se ha cerrado alrededor del utilitarismo más ruin. Hemos renegado de la complejidad, la vitalidad, la libertad de invención e iniciativa que eran el alma misma del ideal odoniano. Hemos retrocedido a la barbarie. ¡Si es nuevo, escapa; si no puedes comerlo, tíralo!
Shevek pensó en su propio trabajo y no encontró nada que decir. A pesar de todo, no podía aceptar las críticas de Bedap. Bedap le había hecho comprender que él, Shevek, era un auténtico revolucionario; pero tenía la convicción profunda de que era revolucionario por crianza y educación, como odoniano y como anarresti. No podía rebelarse contra su sociedad, porque esa sociedad, inteligentemente concebida, era ella misma una revolución, una revolución permanente, un proceso continuo. Para corroborar la validez y la fuerza de esa sociedad bastaba con que uno actuara, sin temor al castigo y sin esperar recompensa: que actuara desde el centro del alma.
Bedap y algunos de sus amigos habían resuelto salir de vacaciones juntos, por una década, e ir de excursión al Ne Theras. Habían convencido a Shevek de que los acompañara. A Shevek le agradaba la perspectiva de diez días en las montañas, pero no la de diez días escuchando a Bedap. La conversación de Bedap se parecía excesivamente a las Sesiones de Crítica, la actividad comunal que menos le había gustado siempre, en las que todo el mundo se levantaba y se quejaba de los defectos estructurales de la comunidad y, por lo común, de los defectos de carácter de los vecinos. Cuanto más se acercaban las vacaciones, menos lo atraían. No obstante, se metió un cuaderno en el bolsillo, para poder apartarse y fingir que trabajaba, y fue en busca de los otros.
Se reunieron detrás del paradero de camiones de Punta del Oeste a primera hora de la mañana, tres mujeres y tres hombres. Shevek no conocía a ninguna de las mujeres, y Bedap le presentó sólo a dos. Cuando se pusieron en camino rumbo a las montañas, se encontró al lado de la tercera.
—Shevek —dijo él.
Ella dijo:
—Ya sé.
Shevek comprendió que sin duda la había conocido antes en alguna parte y que tendría que saber cómo se llamaba. Las orejas se le pusieron rojas.
—¿Te estás haciendo el gracioso? —le preguntó Bedap, acercándose por la izquierda—. Takver estaba con nosotros en el Instituto de Poniente del Norte. Hace dos años que vive en Abbenay. ¿No os habéis visto nunca hasta añora?
—Yo lo vi un par de veces —dijo la joven, y se rió de Shevek. Tenía la risa de una persona a quien le gusta comer bien, una boca grande, infantil. Era alta y más bien delgada, de brazos torneados y caderas anchas. La cara trigueña, inteligente y alegre no era muy bonita. Tenía en los ojos una zona oscura, no la opacidad de los ojos oscuros y brillantes sino algo abismal, casi como ceniza fina, negra, profunda, muy suave. Shevek, al encontrar aquellos ojos, supo que había cometido un error imperdonable al olvidarla, y en ese mismo instante supo también que había sido perdonado. Que estaba de suerte. Que su suerte había cambiado.
Emprendieron el camino de las montañas.
En el frío atardecer del cuarto día de excursión, él y Takver estaban sentados en una ladera desnuda y escarpada al borde de una garganta. Cuarenta metros más abajo un torrente de montaña se precipitaba ruidoso por el barranco, entre las rocas salpicadas de espuma. Había poca agua en Anarres; el agua potable escaseaba en casi todas las regiones; los ríos eran conos. Sólo en las montañas había ríos rápidos. El sonido del agua que gritaba y reía y cantaba era nuevo para ellos.
Habían estado trepando y gateando arriba y abajo por las gargantas de aquella comarca montañosa, y tenían las piernas cansadas. El resto del grupo estaba en el Refugio del Camino, un albergue de piedra construido por y para excursionistas, y bien cuidado; la Federación del Ne Theras era el más activo de los grupos voluntarios que cuidaban de los parajes «pintorescos» de Anarres, no muy numerosos. Un guardabosque que vivía allí en el verano estaba ayudando a Bedap y los otros a preparar una cena con las provisiones de las bien abastecidas despensas. Takver y Shevek habían salido, en ese orden, por separado, sin anunciar a dónde iban o, en realidad, sabiéndolo de antemano.
La encontró en la ladera escarpada, sentada entre las delicadas matas de zarzaluna que crecían allí como nudos de encaje, las ramas tiesas, frágiles y plateadas a la media luz crepuscular. En un claro entre los picos orientales el cielo incoloro anunciaba la salida de la luna. El fragor del torrente resonaba en el silencio de las colinas altas, descarnadas. No había viento, ni nubes. El aire que se elevaba por encima de las montañas parecía de amatista, duro, diáfano, profundo.
Estuvieron sentados allí un rato, sin hablar.
—Nunca en mi vida me he sentido atraído por una mujer como me he sentido atraído por ti. Desde que empezamos esta excursión. —El tono de voz de Shevek era frío, casi irritado.
—No tenía intención de estropearte las vacaciones —dijo ella, con una risa abierta, infantil, demasiado ruidosa para la media luz.
—¡No las estropeas!
—Me alegro. Pensé que decías que te distraigo.
—¡Que me distraes! Es como un terremoto.
—Gracias.
—No es por ti —dijo él roncamente—. Es por mí.
—Eso es lo que crees —dijo ella.
Hubo una pausa más larga.
—Si quieres copular —dijo ella—, ¿por qué no me lo pediste?
—Porque no estoy seguro de quererlo.
—Tampoco yo. —La sonrisa había desaparecido—. Escucha —dijo. La voz era dulce y casi sin timbre; tenía la misma cualidad aterciopelada de los ojos—. Tengo que decírtelo. —Pero lo que tenía que decirle quedó sin decir un largo rato. Shevek la miraba con una aprensión tan implorante que ella se apresuró a hablar, precipitadamente—: Bueno, sólo diré que no quiero copular contigo ahora. Ni con nadie.
—¿Has renunciado al sexo?
—¡No! —dijo ella con una indignación que no explicó.
—Yo, es como si hubiera renunciado —dijo él, arrojando un guijarro al río—. O soy impotente. Ya hace medio año, y fue sólo con Dap. Casi un año, en realidad. Era cada vez más insatisfactorio, hasta que renuncié a intentarlo. No valía la pena. No merecía el esfuerzo. Y sin embargo yo... recuerdo... sé cómo tendría que ser.
—Bueno, es lo mismo —dijo Takver—. Me divertí mucho copulando, hasta los dieciocho o los diecinueve. Me parecía excitante, e interesante, y había placer. Pero después... no sé. Como tú dices, empezó a ser insatisfactorio. Yo no quería placer. No sólo placer, quiero decir.
—¿Quieres niños?
—Cuando llegue el momento.
Shevek tiró otra piedra al río, que se perdía entre las sombras del barranco dejando una estela de ruido, una armonía continua de sonidos inarmónicos.
—Yo quiero terminar un trabajo —dijo él.
—¿Te ayuda el celibato?
—Hay una relación. Pero no sé cuál es, no es causal. Hacia la época en que el sexo empezó a corromperse para mí, lo mismo me ocurrió con el trabajo. Cada vez más. Tres años sin llegar a nada. La esterilidad. La esterilidad en todos los flancos. Hasta donde alcanza la vista se extiende el desierto infértil, bajo el resplandor implacable de un sol despiadado, un páramo sin vida, sin huellas, sin accidentes, sin sustancia, sembrado con los huesos de infelices caminantes...
Takver no se rió, dejó escapar un quejido de risa, como si le doliera. Shevek trató de verle la cara. Detrás de la cabeza oscura de Takver el cielo era duro y claro.
—¿Qué tiene de malo el placer, Takver? ¿Por qué no lo quieres?
—No tiene nada de malo. Y en realidad lo quiero. Sólo que no lo necesito. Y si tomo lo que no necesito, nunca tendré lo que en realidad necesito.
—¿Qué necesitas?
Ella miró para abajo, al suelo, rascando con la uña la superficie de una roca. No dijo nada. Se inclinó hacia adelante para arrancar una ramita de zarzaluna, pero no la arrancó, se limitó a acariciarla, a palpar el tallo velludo y la hoja frágil. Shevek notó la tensión de los movimientos de ella, como si luchara tratando de contener o refrenar una tormenta de emociones, para poder hablar. Cuando habló, lo hizo en voz baja y un poco áspera.
—Necesito el vínculo —dijo—. El verdadero. Cuerpo y mente y todos los años de la vida. Nada más. Nada menos.
Alzó la vista y lo miró con desafío, quizá con odio.
En Shevek crecía misteriosamente la alegría, como el sonido y el olor del agua que se alzaban en la oscuridad. Tenía una sensación de infinitud, de claridad, de claridad completa, como si hubiera sido liberado. Detrás de la cabeza de Takver, el cielo resplandecía a la luz de la luna; los picos flotaban límpidos y plateados.
—Sí, es eso —dijo, distraídamente, como si no advirtiera que estaba hablándole a alguien; decía lo que le venía a la cabeza, pensativo—. Yo nunca lo vi.
En la voz de Takver había aún un leve resentimiento.
—Nunca tuviste que verlo.
—¿Por qué no?
—Supongo que porque nunca te pareció posible.
—¿Posible, qué quieres decir?
—¡La persona!
Shevek lo pensó. Estaban sentados a casi un metro de distancia, abrazándose las rodillas porque empezaba a hacer frío. El aire les llegaba a la garganta como agua helada, y flotaba ante ellos como un vapor ligero a la creciente claridad de la luna.
—La noche que lo vi —dijo Takver— fue la noche antes de que te fueras del Instituto de Poniente del Norte. Hubo una fiesta, ¿recuerdas? Algunos nos quedamos levantados y conversamos toda la noche. Pero eso fue hace cuatro años. Y tú ni siquiera sabías mi nombre. —El rencor había desaparecido de su voz; parecía querer disculparlo.
—¿Tú viste en mí, entonces, lo que yo he visto en ti en estos últimos cuatro días?
—No sé. No sabría decirlo. No era sólo algo sexual. Ya me había fijado en ti antes, de ese modo. Esto era diferente. Te vi a ti. Pero no sé lo que tú ves ahora. Y no sabía realmente qué veía yo entonces. No te conocía bien, no te conocía nada. Sólo que, cuando hablaste, me pareció ver claro en ti, en el centro. Pero podías haber sido muy diferente. Eso no sería culpa tuya, al fin y al cabo —añadió—. Sólo supe que veía en ti lo que yo necesitaba. ¡No únicamente lo que quería!
—¿Y has estado dos años en Abbenay y nunca...?
—¿Nunca qué? Era todo cosa mía, todo en mi cabeza, tú ni siquiera sabías mi nombre. ¡Una persona sola no puede hacer un vínculo!
—Y tenías miedo de que si venías a mí yo quizá no quisiera el vínculo.
—No era miedo. Sabía que tú eras una persona... a quien no se podía forzar... Bueno, sí, tenía miedo.