Los desposeídos (42)
—No da pan para las bocas de la gente.
—Acabo de pasar seis décadas ayudando a dar pan. Cuando me vuelvan a llamar, volveré a ir. Mientras tanto, quiero hacer mi trabajo. Si hay física para hacer, reclamo mi derecho a hacerla.
—Lo que tienes que entender es que en estas circunstancias no se trata de hacer física. No la que tú haces. Tenemos que volcarnos a las cosas prácticas. —Sabul se agitó un momento en la silla. Parecía malhumorado e inquieto—. Hemos tenido que prescindir de cinco personas. Lamento decirte que tú eres una de ellas. Así es la cosa.
—Exactamente como yo pensaba —dijo Shevek, aunque en realidad no se había dado cuenta hasta este momento de que Sabul lo estaba echando del Instituto. No obstante, tan pronto como la oyó, le pareció una noticia ya familiar; y no quería darle a Sabul la satisfacción de que lo viera conmovido.
—Lo que te perjudicó fue una combinación de circunstancias. La naturaleza abstrusa, irrelevante de la investigación que has realizado en estos últimos años. Además de una cierta impresión, no necesariamente justificada, pero compartida por muchos miembros del Instituto, de que tanto tus enseñanzas como tu comportamiento revelan un cierto desapego, un celo privado, falta de altruismo. Esto fue planteado en la asamblea. Yo te defendí, por supuesto, pero no soy más que un síndico entre otros muchos.
—¿Desde cuándo el altruismo es una virtud odoniana? —dijo Shevek—. Bueno, no importa. Veo lo que quieres decir. —Se puso de pie. No podía seguir allí sentado, pero por lo demás estaba tranquilo, y en seguida dijo con perfecta naturalidad—: Supongo que no me recomendaste para un puesto docente en otro sitio.
—¿De qué hubiera servido? —dijo Sabul, casi melodioso, exculpándose—. Nadie toma nuevos profesores. Los profesores y los estudiantes están trabajando codo a codo en las tareas de prevención de la hambruna en todo el planeta. Naturalmente, esta crisis no durará. Dentro de un año o algo así la miraremos de lejos, orgullosos por los sacrificios realizados y el trabajo cumplido mutuamente, solidarios, compartiendo y compartiendo por igual. Pero en este momento...
Shevek estaba de pie, erguido, el cuerpo relajado, mirando por la ventana pequeña y sucia el cielo desnudo. Tenía muchas ganas de despedirse de Sabul diciéndole que se fuera al infierno. Pero fue un impulso diferente y más profundo el que encontró las palabras:
—En realidad —dijo— es probable que tengas razón. —Saludó brevemente a Sabul con un movimiento de cabeza y salió del cuarto. Tomó un autobús al centro de la ciudad. Todavía tenía prisa, algo lo arrastraba. Estaba siguiendo un camino y quería llegar hasta el final, al punto muerto. Fue a la Divtrab, al Centro de Asignaciones, y solicitó un puesto en la comunidad a que habían enviado a Takver.
La Divtrab, con sus computadoras y una enorme tarea de coordinación, ocupaba toda una manzana; las oficinas eran hermosas, imponentes de acuerdo con los cánones anarresti, de líneas sobrias, delicadas. Por dentro, el Centro de Asignaciones, un recinto de techo alto parecido a un granero, desbordaba de gente y de actividad, las paredes tapizadas de anuncios de puestos y de letreros con instrucciones acerca de a qué despacho o departamento acudir por tal o cual asunto. Mientras esperaba en una de las colas, Shevek escuchaba a las personas que estaban delante de él, un muchacho de dieciséis y un hombre de unos sesenta. El joven iba a ofrecerse como voluntario para un puesto de prevención de la hambruna. Desbordaba sentimientos nobles, fraternales, sed de aventuras, ilusiones. Se sentía feliz de poder ir solo, de dejar atrás la infancia. Hablaba mucho, como un niño, con una voz no habituada aún a los tonos más graves. ¡Libertad! ¡Libertad!, resonaba en su charla impetuosa, en cada una de sus palabras; y la voz del viejo gruñía y retumbaba, regañona pero no amenazante, zumbona pero no desalentadora. La libertad, la capacidad de ir a algún lugar a hacer algo, la libertad era lo que el viejo valoraba y alababa en el joven, aunque sé burlara de su arrogancia. Shevek los escuchaba con placer. Rompían la serie de grotescos de la mañana.
Tan pronto como Shevek explicó a dónde quería ir, la empleada adoptó un aire contrito, y salió en busca de un atlas, que abrió sobre el mostrador, entre los dos.
—Mire —dijo. Era una mujer menuda y fea con dientes de conejo. Puso sobre las páginas coloreadas del atlas unas manos tersas y diestras—. Aquí está Rolny, ve, esta península que sobresale al norte del Mar Temeniano. No es más que un inmenso arenal. Allí no hay nada, nada más que los laboratorios marítimos en el extremo, ¿ve? Y en la costa sólo hay pantanos y marismas saladas hasta que llega aquí, a Armonía: mil kilómetros. Y al oeste están los Páramos del Litoral. Lo más cerca de Rolny a donde podría ir sería algún poblado de la montaña. Pero allí no piden trabajadores de emergencia; se bastan a sí mismos. Desde luego, podría ir allí de todos modos —añadió en un tono algo diferente.
—Está demasiado lejos de Rolny —dijo él, mirando el mapa, notando en las montañas del noreste la pequeña ciudad aislada en que Takver había crecido, Valle Redondo—. ¿No necesitan un portero en el laboratorio marino? ¿Un estadístico? ¿Alguien que les dé de comer a los peces?
—Lo verificaré.
El sistema humano-cibernético de archivos de la Divtrab funcionaba con admirable eficiencia. La empleada no tardó ni cinco minutos en obtener la información deseada en medio de la enorme y constante entrada y salida de información acerca de cada obra en marcha, cada puesto solicitado, cada trabajador requerido, y las prioridades dentro de la economía general de la sociedad.
—Acaban de completar una leva de emergencia... Es la compañera de usted, ¿no? Tienen todo el personal que necesitan, cuatro técnicos y un jabeguero experimentado. Personal completo.
Shevek apoyó los codos en el mostrador e inclinó la cabeza, rascándosela, un gesto de confusión y derrota enmascarado por la timidez.
—Bueno —dijo al fin—. No sé qué hacer.
—Escuche, hermano, ¿por cuánto tiempo es el puesto de la compañera?
—Indefinido.
—Pero es un puesto de prevención de la hambruna, ¿no? No seguirá así eternamente. ¡No es posible! Lloverá, este invierno.
Shevek miró la cara seria, comprensiva, atormentada de aquella hermana. Sonrió un poco, pues no podía dejar sin respuesta esos buenos deseos.
—Volverán a reunirse. Mientras tanto...
—Sí. Mientras tanto —dijo él.
Ella lo miró, esperando a que se decidiera.
A él le correspondía decidirse; y las opciones eran infinitas. Podía quedarse en Abbenay y organizar cursos de física, si conseguía estudiantes voluntarios. Podía ir a la Península de Rolny y vivir con Takver, aunque sin un sitio para él en la planta de investigación. Podía vivir en cualquier parte y no hacer nada más que levantarse dos veces al día e ir al comedor más cercano para que le dieran de comer. Podía hacer lo que quisiera.
La identidad de las palabras «trabajo» y «juego» en právico tenían, naturalmente, una marcada connotación ética. Odo había advertido el peligro de que el uso de la palabra «trabajo» en su sistema analógico —las células que trabajan en común, el trabajo óptimo del organismo, el trabajo de cada elemento, y así sucesivamente— pudiera derivar en un moralismo rígido. Cooperación y función, dos conceptos fundamentales de la Analogía, implicaban trabajo. La prueba de un experimento, veinte tubos de ensayo en un laboratorio o veinte millones de personas en la Luna significaban pura y simplemente una función, trabajo. Odo había previsto la trampa moral. «El santo nunca está atareado», había dicho, quizá no sin tristeza.
Pero el ser social nunca elige a solas.
—Bueno —dijo Shevek—. Acabo de regresar de un puesto de prevención de la hambruna. ¿Hay algo en ese campo que sea necesario hacer?
La empleada le clavó una mirada de hermana mayor, incrédula pero indulgente.
—Hay unos setecientos pedidos anunciados en esta misma sala —dijo—. ¿Cuál le gustaría?
—¿Hay alguno que requiera matemáticas?
—Son casi todos trabajos agrícolas y especializados. ¿Entiende algo de ingeniería?
—No mucho.
—Bueno, hay coordinación de trabajo. Eso requiere sin duda cabeza para los números. ¿Qué le parece éste?
—De acuerdo.
—Es en el Sudoeste, sabe, en La Polvareda.
—Ya he estado antes en La Polvareda. Además, como usted dice, algún día lloverá...
Ella asintió, sonriendo, y escribió en la ficha de la Divtrab: (DE Abbenay, Inst.Cient.NO. A Codo SO, coord. trab., molino fosfatos — l: P. EMERG: 5-1-3-165: indefinido.
Capítulo 9
Lo despertaron las campanas de la torre de la capilla, repicando la Armonía Prima para el servicio matutino. Cada campanada era como un golpe en la nuca. Se sentía tan enfermo y temblaba tanto que durante un rato ni siquiera pudo incorporarse. Por fin consiguió arrastrarse fuera de la cama y tomar un largo baño frío que le alivió el dolor de cabeza; pero sentía aún que su propio cuerpo le era extraño, que era, de algún modo, un cuerpo vil. Cuando pudo volver a pensar, recordó fragmentos y momentos de la noche anterior, pequeñas escenas absurdas, vívidas, de la velada en casa efe Vea. Intentó no pensar en ellas, y ya no pudo pensar en ninguna otra cosa. Todo, todo se convertía en algo vil. Se sentó delante del escritorio, y allí permaneció, abstraído, inmóvil, profundamente desdichado, por espacio de media hora.
Muchas veces se había sentido turbado y confuso. De joven había sufrido al sentir que los otros lo consideraban extraño, distinto de ellos; en años posteriores había conocido, por haberla provocado deliberadamente, la cólera y el desprecio de muchos de sus hermanos de Anarres. Pero nunca había aceptado en realidad el juicio de ellos. Nunca se había sentido avergonzado.
No sabía que esa humillación paralizante era, lo mismo que el dolor de cabeza, una secuela química del alcohol. Aunque saberlo no lo hubiera ayudado mucho. La vergüenza —el sentimiento de bajeza y extrañamiento-era una revelación. Ahora veía las cosas con una lucidez nueva, una lucidez horrible; veía mucho más allá de esos recuerdos incoherentes del final de la noche en casa de Vea. No era sólo la pobre Vea quien lo había traicionado. No era sólo el alcohol lo que había tratado de vomitar: era todo el pan que había comido en Urras. Apoyó los codos sobre el escritorio y con la cabeza entre las manos, oprimiéndose las sienes, en la postura contraída del hombre atormentado, se examinó a la luz de la vergüenza.
En Anarres, desafiando las esperanzas de su sociedad, había elegido hacer el trabajo que como individuo se sentía llamado a hacer. Hacerlo significaba rebelarse: arriesgar el yo por la sociedad.
Aquí en Urras, semejante acto de rebeldía era un lujo, un capricho.
Ser un físico en A-Io significaba servir no a la sociedad, no a la humanidad, no a la verdad, sino al Estado.
En la primera noche en este mismo cuarto les había preguntado, retador y curioso:
—¿Qué van a hacer conmigo? —Ahora sabía lo que ellos habían hecho con él. Chifoilisk le había dicho la simple verdad. Se habían apropiado de él. Él se había propuesto negociar con ellos, la idea de un anarquista iluso. El individuo no puede negociar con el Estado. El Estado no reconoce otro sistema monetario que el del poder: y él mismo acuña las monedas.
Ahora veía —en detalle, paso a paso desde el comienzo— que había cometido un error en venir a Urras, un primer gran error que amenazaba prolongarse por el resto de sus días. Una vez que vio esto, una vez que hubo pasado revista a todas las evidencias que durante meses había reprimido y rechazado —y le llevó mucho tiempo, allí sentado, inmóvil frente al escritorio-hasta llegar a la última escena ridícula y abominable con Vea, y la hubo revivido otra vez, mientras le ardía la cara y le canturreaban los oídos: entonces todo quedó atrás.