Los desposeídos (50)
Pero las mujeres me hostigaban más que los otros porque seguía dando de mamar. Auténticas aprovechadas del cuerpo. Lo soporté, pues allí la comida era buena, y yo probaba buscando algas comestibles, pues algunas veces se obtenía más que una ración normal, aunque en verdad sabían a cola, hasta que al fin encontraron a alguien que se adaptaba mejor. Entonces fui a Nuevo Principio por unas diez décadas. Eso fue en el invierno, hace dos años, esa larga temporada en que el correo no funcionó, cuando las cosas andaban tan mal allí donde estabas. En Nuevo Principio vi este puesto en la lista, y vine. Sadik siguió conmigo en el domicilio hasta este otoño. Todavía la echo de menos. Hay tanto silencio en el cuarto.
—¿No hay una compañera de cuarto?
—Sherut; es muy buena, pero trabaja en el hospital en el turno de noche. Era tiempo que Sadik se fuera, le hace bien convivir con otros niños. Se estaba volviendo tímida. Lo tomó muy bien, lo de ir allí, con mucho estoicismo. Los niños pequeños son estoicos. Lloran por un simple porrazo, pero las cosas grandes las toman como vienen, no lloriquean como tantos adultos.
Siguieron caminando lado a lado. Habían salido las estrellas otoñales, increíbles en número y en brillantez, titilando y casi parpadeando a causa del polvo levantado por el terremoto y el viento, y el cielo entero parecía temblar, un centelleo de briznas de diamante, un chisporroteo de sol sobre un mar de tinieblas. Bajo aquel esplendor inquieto se recortaban las colinas negras y compactas, los cantos de los tejados, la media luz de los faroles de la calle.
—Hace cuatro años —dijo Shevek—. Hace cuatro años que volví a Abbenay, de ese lugar en Levante del Sur... ¿cómo se llamaba?, Saltos Colorados. Era una noche como ésta, con viento, con estrellas. Corrí, corrí todo el trayecto desde la Calle de los Llanos hasta el domicilio. Y no estabais allí, os habíais marchado. ¡Cuatro años!
—En el momento en que me fui de Abbenay supe que había sido una locura marcharme. Con hambruna o sin hambruna, tenía que haber rechazado el puesto.
—Eso no habría cambiado mucho las cosas. Sabul me estaba esperando para anunciarme que me habían echado del Instituto.
—Si yo hubiese estado allí, no te habrías ido a La Polvareda.
—Tal vez no, pero tampoco hubiéramos estado juntos. Hubo un tiempo en que parecía que nada podía continuar en pie, ¿no es cierto? Las poblaciones del Sudoeste... no había quedado un solo niño allí. Y todavía no han vuelto. Mandaron a la gente al norte, a regiones donde había comida, o alguna posibilidad de que la hubiera. La gente se quedó allí para atender a las minas y las refinerías. Es un milagro que nos hayamos salvado todos nosotros, ¿no?... Pero maldita sea, ¡me voy a dedicar a mi trabajo por un tiempo, ahora!
Takver le tomó el brazo. Shevek se detuvo en seco, como fulminado de golpe por aquel contacto. Ella lo sacudió, sonriendo:
—No comiste, ¿no?
—No. Oh, Takver, he estado enfermo por ti, ¡enfermo por ti!
Se unieron, abrazándose con pasión, en la calle oscura entre los faroles, bajo las estrellas. Se separaron con igual brusquedad, y Shevek retrocedió hasta recostarse contra la pared más cercana.
—Será mejor que coma algo —dijo, y Takver añadió:
—¡Sí, o te caerás en la calle! Vamos.
Caminaron a lo largo de la calle hasta el comedor, el edificio más grande de Chakar. La hora de la cena había pasado, pero los cocineros estaban comiendo, y pudieron ofrecer al viajero un tazón de caldo y el pan que quisiera. Estaban todos sentados alrededor de la mesa más próxima a la cocina. Las otras mesas ya habían sido preparadas para el desayuno de la mañana. La gran sala era cavernosa, el techo se perdía en las sombras, y el fondo estaba a oscuras excepto allí donde una vasija o un tazón parpadeaban sobre una mesa oscura reflejando la luz. Los cocineros y los ayudantes eran un grupo callado, cansado después de las tareas del día; comían de prisa, sin hablar demasiado ni prestar demasiada atención a Takver y el desconocido. Uno tras otro terminaron de cenar, se levantaron, y llevaron los platos a las artesas de la cocina. Una mujer vieja dijo al levantarse:
—No corre prisa, ammari, todavía les queda para una hora de lavado. —Tenía una cara agria, y parecía una mujer dura, poco maternal, poco benévola; pero hablaba con compasión, con la candad de los iguales. No podía hacer nada por ellos, pero dijo «No corre prisa», y los observó un instante con una mirada de amor fraterno.
Ellos no podían hacer más por ella, y poco más el uno por el otro.
Regresaron al Domicilio Ocho, Habitación 3, y allí el largo deseo fue realizado. Ni siquiera encendieron la lámpara; a los dos les gustaba hacer el amor en la oscuridad. La primera vez todo concluyó cuando Shevek entró en ella; la segunda vez lucharon y gritaron en una furia gozosa, y prolongando el clímax como si dilataran el momento de la muerte; la tercera vez ambos estaban casi dormidos, y giraron alrededor del centro del placer infinito, el uno alrededor del ser del otro, como planetas que giraran ciegos, silenciosos, en el torrente de la luz del sol, alrededor del centro común de gravedad, meciéndose, girando interminablemente.
Takver se despertó al amanecer. Se acodó sobre el lecho y miró más allá de Shevek el rectángulo gris de la ventana, y luego miró a Shevek. Shevek yacía de espaldas, respirando tan apaciblemente que el pecho no se le movía apenas, la cara ligeramente vuelta hacia abajo, remota y grave en la penumbra del alba. Hemos llegado, pensó Takver, desde una gran distancia el uno al otro. Siempre lo hemos hecho. A través de grandes distancias, a través de años, a través de abismos de casualidad. Porque él viene de tan lejos, nada puede separarnos. Nada, ni la distancia, ni los años, puede ser más grande que la distancia que siempre estuvo entre nosotros, la distancia de nuestro sexo, la diferencia de nuestro ser, la de nuestras mentes; esa brecha, ese abismo que salvamos con una mirada, un roce, una palabra, la cosa más simple del mundo. Mira lo lejos que está, dormido. Mira lo lejos que está, lo lejos que está siempre. Pero vuelve, vuelve, vuelve...
Takver avisó que dejaba el trabajo del hospital de Chakar, pero se quedó hasta que pudieron reemplazarla en el laboratorio. Cumplía un turno de ocho horas; en el tercer trimestre del año 168 mucha gente continuaba aún en los puestos de emergencia de jornada larga, pues si bien la sequía había terminado en el invierno anterior, la economía no se había recuperado aún. «Jornadas largas y raciones cortas» era todavía el lema de quienes se ocupaban de tareas especializadas, pero ahora la comida era adecuada para el trabajo del día, cosa que no había ocurrido un año atrás y dos años atrás.
Shevek no hizo mucho durante un tiempo. No se consideraba enfermo; al cabo de cuatro años de hambruna todos estaban habituados a los efectos de la escasez y la desnutrición, y los consideraban normales. Tenía la tos del polvo, endémica en las comunidades del desierto del sur, una irritación crónica de los bronquios parecida a la silicosis y otras enfermedades de los mineros, pero también esta tos era inevitable en los parajes en que había vivido. Disfrutaba del hecho de que si no tenía ganas de hacer nada, no había nada que tuviese que hacer.
Durante algunos días él y Sherut compartieron el cuarto en las horas de luz, durmiendo ambos hasta bien avanzada la tarde; luego Sherut, una mujer plácida de cuarenta años, se mudó a la casa de otra mujer, que trabajaba de noche, y Shevek y Takver tuvieron el cuarto para ellos solos durante las cuatro décadas que aún permanecieron en Chakar. Mientras Takver estaba en el trabajo, Shevek dormía, o paseaba por los campos o por las colinas secas y desnudas en lo alto del poblado. Iba a última hora de la tarde al centro de aprendizaje y observaba a Sadik y a los otros niños en los patios de juego, o participaba con pasión, como suelen hacerlo los adultos, en algún proyecto de los niños: un grupo de desaforados carpinteros de siete años, o un par de topógrafos de doce que tenían problemas con la triangulación. Luego caminaba con Sadik hasta el cuarto; se reunían con Takver cuando ella salía del trabajo e iban juntos a los baños o al comedor. Una o dos horas después de la cena llevaban otra vez a la niña al dormitorio y volvían al domicilio. Los días eran maravillosamente plácidos, al sol del otoño, en el silencio de las colinas. Fue para Shevek un tiempo fuera del tiempo, al margen de la corriente, irreal, duradero, encantado. El y Takver conversaban a veces hasta muy tarde; otras noches se acostaban poco después del anochecer, y dormían nueve horas, diez horas, en el silencio profundo, cristalino de la noche montañesa.
Shevek había traído equipaje: una caja pequeña y andrajosa de cartón de fibra con su nombre escrito con tinta negra en grandes letras; cuando iban de viaje todos los anarresti llevaban papeles, recuerdos, el par de botas de repuesto en el mismo tipo de caja, canon de fibra de color naranja, rayado y abollado. La de Shevek contenía la camisa nueva que había recogido al pasar por Abbenay, un par de libros y algunos papeles, y un objeto curioso que en reposo y dentro de la caja parecía consistir en una serie de aros planos de alambre y algunas cuentas de vidrio. Lo mostró a Sadik, con cierto misterio, a la segunda noche de estar allí.
—Es un collar —dijo la niña con asombro. La gente de las pequeñas ciudades usaba joyas en abundancia. En la sofisticada Abbenay había un sentido más claro de la tensión entre el principio de la no propiedad y el impulso a adornarse, y allí un anillo o un broche eran el límite del buen gusto. Pero en el resto del planeta la relación entre lo estético y lo adquisitivo no preocupaba a nadie; la gente se engalanaba sin ninguna vergüenza. La mayoría de los distritos contaba con un joyero profesional que trabajaba por amor y por la fama, y con talleres artesanales donde cada uno podía satisfacer algún gusto personal con los modestos materiales accesibles: cobre, plata, abalorios, espíneles, y los diamantes rojos y amarillos de Levante del Sur. Sadik no había visto muchas cosas brillantes y delicadas, pero reconoció el collar.
—No, mira —le dijo su padre, y con solemnidad y destreza levantó el objeto del hilo que unía los aros. Colgado de la mano de Shevek, el objeto se animó, los aros giraron libremente, describiendo airosas esferas concéntricas, las cuentas de vidrio centellearon a la luz de la lámpara.
—¡Oh, hermoso! —dijo la niña—, ¿Qué es?
—Se cuelga del techo; ¿hay un clavo aquí? El gancho para el abrigo servirá, hasta que pueda conseguir un clavo en Suministros. ¿Sabes quién lo hizo, Sadik?
—No... Tú lo hiciste.
—Ella lo hizo. La madre. Lo hizo ella. —Se volvió a Takver.— Es mi favorito, el que tenía colgado sobre el escritorio. Le di los otros a Bedap. No los iba a dejar allí para la vieja cómo-se-llama, Misia Envidia, del fondo del corredor.
—¡Oh... Bunub! ¡Hacía años que no pensaba en ella! —Takver se sacudía de risa. Miraba el móvil como atemorizada.
Sadik continuaba observándolo mientras giraba, silencioso, buscando su equilibrio.
—Desearía —dijo al cabo, con cautela— poder compartirlo una noche sobre la cama del dormitorio.
—Haré uno para ti, alma querida. Todas las noches.
—¿De verdad puedes hacerlos, Takver?
—Bueno, los hacía. Creo que podría hacerte uno. —Ahora las lágrimas eran visibles en los ojos de Takver. Shevek la abrazó. Los dos estaban todavía impacientes, demasiado tensos.