Los desposeídos (53)
Ella dijo:
—Duerma —y él se durmió.
Después de dos días de sueño y otros dos de comidas, vestido otra vez con el traje iótico gris, que le habían lavado y planchado, lo llevaron al salón privado de la Embajadora, en el tercer piso de la torre.
La Embajadora no se inclinó ante él ni le estrechó la mano; unió las suyas juntando las palmas delante del pecho, y sonrió.
—Me alegra que se sienta mejor, doctor Shevek. No, tendría que decir Shevek simplemente, ¿es así? Por favor, siéntese. Lamento tener que hablarle en iótico, una lengua extraña para los dos. No conozco el idioma de usted. Me han dicho que es muy interesante, el único idioma inventado racionalmente que se ha convertido en la lengua de un gran pueblo.
Shevek se sentía grande, pesado, peludo, al lado de aquella mujer extraña y frágil. Se sentó en uno de los sillones profundos y mullidos. Keng también se sentó, pero hizo una mueca.
—Tengo la espalda enferma —dijo— de tanto sentarme en estos sillones confortables. —Y Shevek advirtió entonces que no era una mujer de treinta años o menos, como había pensado, sino que tenía sesenta o más; la piel tersa y el cuerpo de niña lo habían engañado—. En mi tierra —prosiguió ella— nos sentamos casi siempre en el suelo, sobre cojines. Pero si aquí hiciera eso, tendría que levantar la cabeza todavía más para mirar a todos. ¡Son tan altos ustedes, los cetianos...! Tenemos un pequeño problema. Es decir, no lo tenemos nosotros en realidad, pero sí lo tiene el gobierno de AIo. Los amigos de usted en Anarres, los que están en comunicación radial con Urras, ya sabe, han estado queriendo hablar con usted muy urgentemente. Y el gobierno ioti se encuentra en un aprieto. —Sonrió, una sonrisa de pura diversión—. No sabe qué decir.
Era una mujer serena. Tenía la serenidad de una piedra desgastada por el agua, y mirándola Shevek se sintió más sereno. Se reclinó en el sillón y dejó pasar mucho tiempo antes de responder.
—¿Sabe el gobierno ioti que estoy aquí?
—Bueno, no oficialmente. Nosotros no hemos dicho nada, y ellos no han preguntado. Pero tenemos aquí, trabajando en la embajada, varios empleados y secretarios ioti. Así que, por supuesto, lo saben.
—¿Es peligroso para ustedes... que yo esté aquí?
—Oh, no. Somos la Embajada de Terra ante el Consejo de Gobiernos Mundiales, no ante la nación de A-Io. Nada prohíbe que esté aquí, y el Consejo se lo recordará a A-Io. Y como dije antes, este castillo es suelo terrano. —La mujer sonrió otra vez; la cara tersa se le plegó en arrugas diminutas, y se volvió a desplegar—. ¡Una encantadora fantasía de los diplomáticos! Este castillo a once años luz de mi Tierra, esta habitación en una torre de Rodarred, en A-Io, en el planeta Urras del sol Tau Ceti, es suelo terrano.
—Entonces puede decirles que estoy aquí.
—Bueno. Eso simplificaría el problema. Quería el consentimiento de usted.
—¿No había... no había ningún mensaje para mí, de Anarres?
—No sé. No pregunté. No tuve en cuenta el punto de vista de usted. Si está preocupado por algo, podemos comunicarnos con Anarres. Conocemos la longitud de onda que ellos utilizan, por supuesto, pero no nos la ofrecieron y nunca la hemos utilizado. Nos pareció mejor no presionar. Pero podemos procurarle fácilmente una conversación.
—¿Tienen un transmisor?
—Haríamos la retransmisión por medio de nuestra nave, la nave hainiana que está en órbita alrededor de Urras. Hai y Terra trabajan juntos, sabe. El Embajador hainiano sabe que usted está con nosotros; la única persona a quien informamos oficialmente. Por lo tanto puede usted disponer de la radio.
Shevek le agradeció, con la simplicidad de alguien que no busca por detrás del ofrecimiento el motivo del ofrecimiento. Ella lo estudió un rato, los ojos sagaces, directos, tranquilos.
—Oí la arenga —dijo.
Él la miró como desde lejos.
—¿Arenga?
—Cuando habló en la gran manifestación de la Plaza del Capitolio. Hace una semana. Siempre escuchamos la radio clandestina, las transmisiones de los Trabajadores Socialistas y de los Libertarios. Transmitieron la manifestación, por supuesto. Le oí hablar. Me conmovió profundamente. De pronto hubo un ruido, un ruido extraño, y se oyeron los gritos de la multitud. No dieron explicaciones. Sólo el griterío. Luego la radio desapareció del aire, súbitamente. Fue terrible escucharlo, terrible. Y usted estaba ahí. ¿Cómo escapó? ¿Cómo hizo para salir de la ciudad? La Ciudad Vieja sigue vigilada; hay tres regimientos del ejército en Nio; arrestan huelguistas y sospechosos por docenas y centenares cada día. ¿Cómo llegó aquí?
Él sonrió débilmente.
—En un taxi.
—¿A través de todos los puestos de vigilancia? ¿Y con un gabán ensangrentado? Y todo el mundo sabe cómo es usted.
—Iba debajo del asiento trasero. Era un taxi secuestrado, ¿es ésa la palabra? Un riesgo que cierta gente corrió por mí. —Shevek se miró las manos, cruzadas sobre el regazo. Parecía muy tranquilo y hablaba con tranquilidad, pero había en él una tensión, una ansiedad, que le asomaba a los ojos y le torcía las comisuras de la boca. Reflexionó un momento, y prosiguió en el mismo tono desinteresado—: Tuve suene, al principio. Cuando salí del escondite, tuve suerte de que no me arrestaran en seguida. Pero entré en la Ciudad Vieja, y desde entonces no fue sólo suerte. Ellos decidieron por mí dónde podía ir, planearon cómo traerme, corrieron riesgos. —Shevek dijo una palabra en su propio idioma, y luego la tradujo—: Solidaridad...
—Es muy extraño —dijo la Embajadora de Terra—. No sé casi nada del mundo de usted, Shevek. Solo lo que dicen los urrasti, pues ustedes no nos permiten ir allí. Sé, desde luego, que el planeta es desolado y estéril, y cómo se fundó la colonia; un experimento de comunismo no autoritario, que comenzó ciento setenta años atrás. He leído algunos de los escritos de Odo, no mucho. Pensaba que no importaban demasiado para las cosas que ocurren añora en Urras; un asunto remoto, un experimento interesante. Pero me equivocaba, ¿verdad? Importan mucho. Quizás Anarres sea la clave de Urras... Los revolucionarios de Nio, proceden de esa misma tradición. No se levantaron en huelga sólo por salarios mejores o en protesta por el reclutamiento. No son simples socialistas, son anarquistas; se levantaron en huelga contra el poder. Usted lo vio, la magnitud de la manifestación, el fervor del sentimiento popular, y la reacción de pánico en el gobierno, todo parecía casi incomprensible. ¿Por qué tanta conmoción? El gobierno de aquí no es despótico. Los ricos son sin duda muy ricos, pero los pobres no son tan terriblemente pobres. No están esclavizados ni pasan hambre. ¿Por qué no están contentos a pesar del pan y los discursos? ¿Por qué son tan susceptibles?... Ahora empiezo a entender por qué. Pero lo que todavía sigue siendo inexplicable es que el gobierno, sabiendo que esta tradición libertaria estaba viva aún, conociendo el descontento en las ciudades industriales, lo haya traído a A-Io. ¡Como acercar la cerilla al polvorín!
—Yo no tenía que estar cerca del polvorín. Tenía que mantenerme alejado del populacho, vivir entre los eruditos y los ricos. No ver a los pobres. No ver nada feo. Tenía que vivir en un estuche entre algodones, y el estuche dentro de una caja envuelta en una lámina de plástico, como todas las cosas aquí. Tenía que ser feliz y nacer mi trabajo, el trabajo que no podía hacer en Anarres. Y cuando lo terminase, tenía que dárselo a ellos, para que pudieran amenazarlos a ustedes.
—¿Amenazarnos a nosotros? ¿A Terra, quiere decir, y a Hain, y a las otras potencias interestelares? ¿Amenazarnos con qué?
—Con la anulación del espacio.
Ella guardó silencio un momento.
—¿Es eso lo que usted hace? —preguntó con su voz mansa, divertida.
—No. ¡No es lo que yo hago! En primer lugar, no soy un inventor, un ingeniero. Soy un teórico. Lo que ellos quieren de mí es una teoría. Una Teoría del Campo General en la física del tiempo. ¿Sabe usted lo que es eso?
—Shevek, la física cetiana, la Ciencia Noble como ustedes la llaman, está fuera de mi alcance. No he estudiado matemáticas, ni física, ni filosofía, y al parecer lo que usted hace es todo eso, y cosmología, y otras cosas más. Pero sé lo que usted quiere decir cuando habla de la Teoría de la Simultaneidad, así como sé qué se entiende por Teoría de la Relatividad; es decir, sé que esa teoría de la relatividad llevó a algunos resultados prácticos importantes; deduzco que la física temporal de ustedes haría posibles nuevas tecnologías.
Shevek asintió con un ademán.
—Lo que ellos quieren —dijo— es la transferencia instantánea de materia. La transimultaneidad. El viaje por el espacio, entiende, sin la travesía del espacio, sin tiempo. Quizá todavía la consigan, aunque no a partir de mis ecuaciones, creo. Pero nada les impediría construir el ansible, con mis ecuaciones, si así lo desearan. Los hombres no pueden saltar a través de grandes abismos, pero sí las ideas.
—¿Qué es el ansible, Shevek?
—Una idea. —Shevek sonrió sin mucho humor.— Un aparato que permitiría la comunicación sin lapsos intermedios entre dos puntos del espacio. El aparato no transmitiría mensajes, por supuesto; la simultaneidad es idéntica. Pero para nuestras percepciones, esa simultaneidad funcionaría como una transmisión, una llamada. Por lo tanto podríamos utilizarlo para hablar entre los mundos, sin necesidad de ese intervalo entre el mensaje y la respuesta que es inevitable en el caso de impulsos electromagnéticos. En realidad se trata de algo muy simple. Como una especie de teléfono.
Keng se echó a reír.
—¡La simplicidad de los físicos! ¿Así que yo podría levantar el... ansible... y hablar con mi hijo en Deini? Y con mi nieta, que tenía cinco años cuando partí, y que vivió once años mientras yo viajaba de Terra a Urras a una velocidad cercana a la de la luz. Y podría enterarme de lo que está sucediendo en casa ahora, no once años atrás. Y sería posible tomar decisiones en común y llegar a acuerdos, y compartir conocimientos. Y hablaría con los diplomáticos de Chiffewar, usted hablaría con los físicos de Hain, las ideas no tardarían una generación en llegar de un mundo a otro... Sabe, Shevek, yo creo que esa cosa de usted, tan simple, podría cambiar la vida de todos los miles de millones que habitan los Mundos Conocidos.
Shevek asintió en silencio.
—Haría posible la existencia de una liga de mundos —continuó ella—. Una federación. Hemos estado distanciados por los años, los decenios que separan las partidas de las llegadas, las preguntas de las respuestas. ¡Es como si usted hubiera inventado el lenguaje! ¡Podremos hablar... al fin podremos hablar unos con otros!
—¿Y qué dirán?
El tono áspero de Shevek sorprendió a Keng. Lo miró y no dijo nada.
El se inclinó hacia adelante en su silla y se restregó la frente con angustia.
—Mire —dijo—, necesito explicarle por qué he acudido a usted, y también por qué he venido a este mundo. Vine por la idea. Por la idea misma. A aprender, a enseñar, a compartir la idea. En Anarres, usted lo sabe, nos hemos aislado del mundo. No hablamos con otra gente, con el resto de la humanidad. Allí yo no podía terminar mi trabajo. Y si lo hubiese terminado, ellos no lo habrían querido, no le veían ninguna utilidad. Por eso vine aquí. Aquí está lo que yo necesito: la conversación, las ideas compartidas, un experimento en el Laboratorio de la Luz que prueba algo que parecía indemostrable, un libro de Teoría de la Relatividad que proviene de un mundo extraño, el estímulo que yo necesito. Y he terminado el trabajo, por fin. Todavía no está escrito, pero tengo las ecuaciones y el razonamiento. Sin embargo, las ideas de mi cabeza no son las únicas que me importan. Mi sociedad también es una idea. Yo fui hecho por ella. Una idea de libertad, de cambio, de solidaridad humana, una idea importante.