Los desposeídos (56)
—Eran, por supuesto, palabras de Odo, de las Cartas de la Prisión, pero en aquella voz débil, ronca, causaron un efecto extraño, como si el hombre estuviera sacándolas una a una de su propio corazón, lentamente, con dificultad, como el agua brota lenta, lentamente, de las arenas del desierto.
Rulag escuchaba, la cabeza erguida, el rostro endurecido, como una persona que esconde un dolor. Frente a ella, del otro lado de la mesa, Shevek estaba sentado con la cabeza gacha. Aquellas palabras habían dejado un hueco de silencio y Shevek levantó la cabeza y habló en él.
—Oíd —dijo—, lo que necesitamos es recordarnos a nosotros mismos que no vinimos a Anarres en busca de seguridad, sino de libertad. Si todos tenemos que pensar lo mismo, trabajar siempre juntos, no somos más que una máquina. Si un individuo no puede trabajar en solidaridad con los demás, tiene el deber de trabajar solo. El deber y el derecho. Hemos estado negándole ese derecho a la gente. Hemos estado diciendo, cada vez con más frecuencia, has de trabajar con los otros, has de aceptar a la mayoría. Pero las normas son siempre tiránicas. El deber del individuo es no aceptar ninguna norma, decidir su propia conducta, ser responsable. Sólo así la sociedad vivirá, y cambiará, y se adaptará, y sobrevivirá. No somos súbditos de un Estado fundado en la ley, somos miembros de una sociedad fundada en la revolución. La revolución nos obliga: es nuestra esperanza de cambio. «La revolución está en el espíritu del individuo, o en ninguna parte. Es para todos, o no es nada. Si tiene un fin, nunca tendrá principio». No podemos detenernos aquí. Hay que seguir adelante. Hay que correr riesgos.
Rulag replicó, tan serena como Shevek, pero en un tono de voz muy frío:
—No tienes derecho a involucrarnos en un riesgo que nos atañe a todos, y que has elegido por motivos privados.
—Nadie que no quiera ir a donde estoy dispuesto a ir, tiene derecho a impedírmelo —respondió Shevek. Los ojos de él y de Rulag se encontraron por un segundo: los dos apartaron la mirada.
—El riesgo de un viaje a Urras sólo involucra al viajero mismo —dijo Bedap—. No altera las Cláusulas del Convenio ni modifica nuestra relación con Urras, excepto quizá moralmente y en nuestro beneficio. Pero no creo que nadie esté en condiciones de decidirlo, ninguno de nosotros. Retiraré la moción por ahora, si los demás están de acuerdo.
Hubo acuerdo, y él y Shevek se retiraron en seguida de la asamblea.
—Tengo que pasar por el Instituto —explicó Shevek cuando salieron del edificio de la CPD—. Sabul me mandó una de sus notas minúsculas... la primera en años. ¿Qué le pasará por la cabeza, me pregunto?
—¡Qué pasa por la cabeza de esa mujer, Rulag, me pregunto yo! Tiene un encono personal contra ti. Envidia, supongo. No volveremos a ponernos frente a frente en una mesa, o no llegaremos a nada. Aunque ese individuo joven de Levante del Norte también se las trae. ¡La opinión mayoritaria y el poder hacen el derecho! ¿Escucharán alguna vez nuestro mensaje, Shev? ¿O sólo estamos endureciendo a quienes se oponen?
—En realidad podemos mandar a alguien a Urras, probar nuestro derecho por medio de actos, si las palabras no sirven.
—Tal vez. ¡Mientras no sea yo! Defenderé a muerte nuestro derecho a salir de Anarres, pero si fuera yo quien tuviera que irse, maldición, me degollaría.
Shevek se echó a reír. —No puedo retrasarme más. Estaré en casa dentro de una hora. Ven esta noche a comer con nosotros.
—Te encontraré en el cuarto.
Shevek echó a andar calle abajo con su paso largo; Bedap se quedó titubeando frente al edificio de la CPD. Era la media tarde de un día ventoso, soleado y frío de primavera. Las calles de Abbenay brillaban, inmaculadas, vivas de luz y de gente. Bedap se sentía a la vez excitado y deprimido. Todo, incluyendo sus propias emociones, era prometedor y sin embargo insatisfactorio. Fue hacia el domicilio de la Manzana Pekesh donde Shevek y Takver vivían ahora, y allí encontró, como había esperado, a Takver con el bebé.
Takver había abortado dos veces y luego había venido Pilun, tardía y un tanto inesperada, pero muy bienvenida. Menuda al nacer, seguía siéndolo ahora, casi a los dos años, delgada de brazos y piernas. Cada vez que Bedap la alzaba, sentía un temor indefinido, una especie de repulsión al tocar aquellos brazos, tan frágiles que hubiera podido quebrarlos con una simple torsión de la mano. Quería mucho a Pilun, fascinado por aquellos ojos velados y grises, conquistado por la confianza ilimitada de la niña, pero cada vez que la tocaba, sabía conscientemente, como no lo había sabido antes, qué es la atracción de la crueldad, por qué el fuerte atormenta al débil. Y en consecuencia —aunque no hubiera podido decir por qué «en consecuencia»-comprendía también algo que nunca había tenido para él mucho sentido, o nunca le había interesado: los sentimientos paternales. Nada como oír a Pilun cuando lo llamaba «tadde».
Se sentó en la plataforma, debajo de la ventana. Era una habitación espaciosa con dos plataformas. El suelo estaba cubierto por una estera; no había otros muebles, ni sillas, ni mesas, sólo una pequeña cerca móvil que señalaba un espacio para jugar o aislaba la cama de Pilun. Takver había abierto el cajón largo y ancho de la otra plataforma, y estaba sacando pilas de papeles.
—¡Retén a Pilun, Dap querido! —dijo con su sonrisa ancha, cuando vio que la niña se acercaba a él—. Ha andado con estos papeles no menos de diez veces, cada vez que me pongo a ordenarlos. Acabaré dentro de un minuto... diez minutos.
—No te apresures. No quiero hablar. Sólo deseo sentarme aquí. Ven, Pilun. A ver, camina... ¡bravo, ésta es una niña! Ven con Tadde Dap. ¡Te tengo!
Pilun se había sentado muy satisfecha sobre las rodillas de Bedap y le estudiaba la mano. Bedap se avergonzaba de sus uñas; ya no se las comía, pero le habían quedado deformadas de tanto morderlas, y en el primer momento cerró la mano; sin embargo, en seguida, avergonzado de avergonzarse, la volvió a abrir. Pilun se la palmoteo.
—Es agradable esta habitación —dijo Bedap—. Con luz del norte. Siempre hay tranquilidad aquí.
—Sí. Calla, estoy contándolas.
Al cabo de un momento apartó las pilas de papeles y cerró el cajón.
—¡Ya está! Perdona. Le dije a Shevek que le numeraría las páginas de este artículo. ¿Quieres un trago?
Aunque el racionamiento incluía aún muchos productos de primera necesidad, era bastante menos riguroso que cinco años antes. Los huertos de frutales de Levante del Norte habían sufrido menos los efectos de la sequía y se habían recobrado más rápidamente que las zonas de cereales, y el año anterior los frutos secos y los zumos habían desaparecido de las listas de restricciones. Takver guardaba una botella en el antepecho de la ventana oscurecida. Sirvió una porción para cada uno, en unos vasos de cerámica un poco toscos que Sadik había modelado en la escuela. Se sentó frente a Bedap y lo miró, sonriente:
—Bueno ¿cómo andan las cosas en la CPD?
—Igual que siempre. ¿Qué tal el laboratorio?
Takver clavó los ojos en el vaso, agitándolo para captar la luz en la superficie del líquido.
—No sé. Estoy pensando en renunciar.
—¿Por qué, Takver?
—Prefiero renunciar a que te digan que renuncies. El problema es que me gusta el trabajo, y lo hago bien. Y es el único de esta índole en Abbenay. Pero no puedes ser miembro de un equipo de investigación que ha decidido apartarte.
—Te hostigan cada vez más ¿no?
—Todo el tiempo —dijo ella, y miró rápida e inconscientemente la puerta, como si quisiera estar segura de que Shevek no estaba allí, escuchando—. Algunos de ellos son increíbles. Bueno, tú sabes. No vale la pena seguir hablando.
—No, y por eso me alegra encontrarte sola. En realidad no sé. Yo, y Shev, y Skovan, y Gezach, y los que estamos casi todo el tiempo en la imprenta o en la torre de radio, bueno, no tenemos puestos, y por lo tanto no vemos a mucha gente fuera del Sindicato de Iniciativas. Yo voy mucho a la CPD, pero es una situación peculiar; allí espero oposición porque yo mismo la creo. ¿Qué es lo que tienes que soportar?
—El odio —dijo Takver, con su voz oscura, suave—. El odio verdadero. El director del proyecto ya no me habla. Bueno, no pierdo mucho. Es un fantoche de todos modos. Pero algunos de los otros me dicen realmente lo que piensan... Hay una mujer, no en el laboratorio, aquí en el domicilio. Estoy en el comité de Sanidad de la manzana y tuve que ir a hablar con ella sobre algo. No me dejó hablar. «No te atrevas a entrar en este cuarto, te conozco, vosotros traidores malditos, intelectuales, egotistas», y así durante un rato, y luego me cerró la puerta en las narices. Fue grotesco. —Takver se rió sin humor. Pilun, viéndola reír, sonrió todavía acurrucada en el brazo de Bedap, y bostezó—. Pero sabes, fue terrible. Soy una cobarde, Dap. No me gusta la violencia. ¡Pero tampoco me gusta que me desaprueben!
—Claro que no. La única seguridad que tenemos es la aprobación del prójimo. Un arquista puede violar la ley y tener la esperanza de escapar al castigo, pero tú no puedes «violar» una costumbre, es el marco de tu vida con la otra gente. Apenas empezamos a darnos cuenta de lo que significa ser revolucionarios, como dijo Shev hoy en la asamblea. Y no es nada cómodo.
—Algunas personas entienden —dijo Takver con deliberado optimismo—. Una mujer en el ómnibus ayer, no sé dónde la había conocido, trabajos del décimo día, supongo, me dijo: «¡Tiene que ser maravilloso vivir con un gran científico, tiene que ser tan interesante!» Y yo dije: «Sí, por lo menos siempre hay algo de qué hablar». ¡Pilun, no te duermas, chiquitina! Shevek volverá pronto e iremos al comedor. Sacúdela, Dap. Bueno, ves, ella sabía quién era Shev, pero no mostraba odio ni desaprobación; fue muy simpática.
—La gente sabe quién es Shev —dijo Bedap—. Es raro, pues no pueden comprender los libros de él como tampoco los comprendo yo. Unos pocos, un centenar lo entienden, dice él. Esos estudiantes de los Institutos de la División, que tratan de organizar los cursos de Simultaneidad. Yo por mi parte creo que unas pocas docenas sería una estimación magnánima. Y sin embargo la gente sabe quién es, piensan que es alguien de quien tienen que sentirse orgullosos. Eso al menos es mérito del Sindicato. Imprimir los libros de Shev. Quizá la única cosa sensata que hayamos hecho.
—¡Oh, por favor! Parece que has tenido una sesión difícil hoy en la CPD.
—Tuvimos. Me gustaría dañe ánimos, Takver, pero no puedo. El Sindicato está despertando un vínculo social básico, el miedo a los extranjeros. Había hoy allí un individuo joven que amenazó abiertamente con represalias violentas. Bueno, es una opción miserable, pero encontrará gente dispuesta. Y esa Rulag, maldición, ¡es una adversaria formidable!
—¿Tú sabes quién es ella, Dap?
—¿Quién es?
—¿Shev nunca te lo dijo? Bueno, él no habla de ella. Es la madre.
—¿La madre de Shev?
Takver asintió.
—Ella lo abandonó cuando Shev tenía dos años. El padre se quedó con él. Nada insólito, desde luego. Excepto los sentimientos de Shev. Él siente que ha perdido algo esencial, él y el padre, los dos. No defiende un principio general, que los padres siempre tengan que quedarse con los hijos, o algo semejante. Pero la importancia que tiene para él la lealtad se remonta a ese entonces, creo yo.
—Lo que sí es insólito —dijo Bedap con energía, olvidándose de Pilun, que se le había dormido en el regazo—, indudablemente insólito, ¡son los sentimientos de ella! Ha estado esperando que él asistiera a una asamblea de Importación y Exportación, eso era evidente, hoy. Ella sabe que Shev es el alma del grupo, y nos odia a causa de él. ¿Por qué? ¿Culpa? ¿Tan podrida está la sociedad odoniana que ahora nos mueve la culpa?... Sabes una cosa, ahora que lo sé, se parecen mucho. Sólo que en ella todo está endurecido, petrificado... muerto.