El primero de los tres espíritus 3
"Fue siempre una criatura tan delicada que podía caerse con un soplo. ¡Pero qué gran corazón tenía! ", dijo el fantasma.
"¡Sí que lo tenía! ", lloró Scrooge. "Tienes razón. No seré yo quien lo niegue, espíritu. ¡Dios me libre! ".
"Murió cuando ya era una mujer", dijo el espíritu, "y tenía, creo, hijos".
"Un hijo", puntualizó el fantasma. "¡Tu sobrino! ".
Scrooge sintió malestar y contestó solamente "sí".
Aunque sólo hacía un momento que había dejado atrás la escuela, ahora se encontraban en la bulliciosa arteria de una ciudad, donde sombras de transeúntes pasaban y volvían a pasar, donde sombras de carruajes y coches luchaban por abrirse paso, y donde se producía todo el tumulto y estrépito de una ciudad real. Por el adorno de las tiendas se notaba claramente que también allí era el tiempo de la Navidad. Pero era una tarde y las calles ya estaban alumbradas.
El fantasma se detuvo en la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía.
"¡Conocerlo! ", dijo, "¿Acaso no me pusieron de aprendiz aquí? ".
Ante la visión de un viejo caballero con peluca galesa, sentado tras un pupitre tan alto que si él hubiese sido dos pulgadas más alto su cabeza habría chocado contra el techo, Scrooge exclamó con gran excitación:
"¡Pero si es el viejo Fezziwig!, ¡Dios mio, es Fezziwig vivo otra vez! ".
El viejo Fezziwig posó la pluma y miró el reloj de la pared, que señalaba las siete. Se frotó las manos, se ajustó el amplio chaleco, se rió con toda su persona, desde la punta del zapato hasta el órgano de la benevolencia y gritó con una voz consoladora, profunda, rica, sonora y jovial:
"¡Eh, vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick! ".
El Scrooge del pasado, ahora ya un hombre joven, apareció con prontitud acompañado por su compañero aprendiz.
"¡Dick Wilkins, claro está! ", dijo Scrooge al fantasma. "Sí. Es él. Me quería mucho, Dick, ¡Pobre Dick! ¡Señor, señor!". "¡Hala, chicos! ", dijo Fezziwig, "se acabó el trabajo por hoy. ¡Nochebuena, Dick! ¡Navidad, Ebenezer! ¡A echar el cierre! ", exclamó Fezziwig con una sonora palmada,¡sin esperar un momento! ".
¡No se podría creer la rapidez con que los chicos se pusieron manos a la obra! Cargaron a la calle con los cierres -uno, dos, tres-, los colocaron en su sitio -cuatro, cinco, seis-, echaron las barras y los pasadores -siete, ocho, nueve- y volvieron antes de poder contar doce, trotando como caballos de carreras.
"¡Vamos allá! ", exclamó Fezziwig resbalando desde el alto pupitre con pasmosa agilidad. "¡Despejad todo, muchachos, aquí hay que hacer mucho sitio! ¡Venga Dick! ¡Muévete, Ebenezer! ".
¡Despejad! No había nada que no quisiesen o pudiesen despejar bajo la mirada del viejo Fezziwig.
Quedó listo en un minuto. Se apartaron todos los muebles como si se desechasen de la vida pública para siempre. El suelo se barrió y fregó. Se adornaron las lámparas y se amontonó combustible junto al hogar, y el almacén se convertió en un salón de baile tan acogedor, caliente, seco y brillante como uno desearía ver en una noche de invierno.
Llegó un violinista con un libro de partituras y se encaramó al excelso pupitre convirtiéndolo en escenario, y al afinar sonaba como un dolor de estómago. Entró la señora Fezziwig, sólida y consistente, toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes pretendientes cuyos corazones ellas habían roto. Entraron todos los hombres y mujeres jóvenes empleados en el negocio. Entró la criada, con su primo el panadero. Entró la cocinera con el amigo de su hermano, el lechero. Entró el chico de enfrente, del cual se sospechaba que su patrón no le daba comida suficiente; entró disimuladamente tras la chica de la puerta siguiente a la de al lado, de la que se había comprobado que su señora le daba tirones de orejas. Todos entraron, uno tras otro. Algunos tímidamente, otros descaradamente; unos con gracia, otros desmañados; unos tirando, otros empujando. De una u otra forma, entraron todos. Y allí estaban veinte parejas a la vez, de las manos media vuelta y de espalda para atrás; juntos en el medio y otra vez adelante; gira y gira en diversas figuras de afectuosa agrupación; la vieja pareja de cabeza, girando siempre hacia el lado equivocado; la nueva pareja de cabeza a empezar otra vez cuando les tocaba el turno; todas parejas de cabeza y ninguna de cola. Cuando se vio el resultado, el viejo Fezziwig, dando palmadas para detener la danza, gritó: ¡Muy bien!, y el violinista hundió su rostro acalorado en un gran tanque de cerveza, especial para la ocasión. Sin querer más descanso, volvió a empezar al instante, aunque todavía no tenía bailarines, como si al violinista anterior lo hubiesen tenido que llevar a su casa agotado. Ahora parecía un hombre nuevo, dispuesto a vencer o morir.
Hubo más danzas; luego, juego de prendas y más danzas; había tarta, sangría caliente, un gran pedazo de asado frío y un gran pedazo de hervido frío, pastelillos de carne y abundante cerveza. Pero el gran efecto de la velada se produjo tras el asado y el hervido, cuando el violinista (un perro viejo; la clase de persona que sabía lo que hacía mejor que nadie) atacó los acordes de "Sir Roger de Coverley". El viejo Fezziwig sacó a bailar a la señora Fezziwig, encabezando la danza otra vez frente a unas parejas que no se achicaban fácilmente, gente capaz de danzar aunque no tuviesen noción de andar.
Pero aunque hubiesen sido muchas más parejas, el viejo Fezziwig habría podido medir fuerzas con todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por lo que a ella respecta, merecía emparejarse con él en todos los sentidos de la palabra, y si ésta no es alabanza suficiente, digáseme otra y la utilizaré. Ellas brillaban como lunas en todas las fases de la danza. No se podía predecir qué harían al momento siguiente. Y cuando el viejo Fezziwig y señora realizaron todas las figuras de la danza -avance y retirada, sujetando a la pareja de las manos, inclinación y reverencia; movimiento en espiral; "enebra la aguja y vuelve a tu sitio"-, Fezziwig "cortó"; cortó tan gallardamente que pareció parpadear con las piernas en el aire antes de caer de pie sin una vacilación.
Este baile doméstico se dio por terminado cuando sonaron las once. El señor y señora Fezziwig tomaron posiciones a ambos lados de la puerta y fueron dando la mano a todos, uno por uno, a medida que salían, y al mismo tiempo les desearon Felices Navidades. Lo mismo hicieron con los dos aprendices; se fueron apagando las voces alegres y los dos chicos se dirigieron a sus camas, situadas bajo un mostrador de la trastienda.
Durante todo este tiempo Scrooge actuó como un hombre fuera de sus cabales. Su corazón y su alma estaban puestos en la escena con su antiguo ser. Lo corroboraba todo, recordaba todo, disfrutaba con todo, y era presa de la más extraña agitación. Hasta que los iluminados rostros de Dick y su yo anterior quedaron fuera de la vista, no se había acordado del fantasma, y ahora fue consciente de que éste le miraba intensamente mientras la luz de su cabeza iluminaba con brillante claridad.
"Con qué poca cosa", dijo el fantasma, "se sienten llenos de gratitud esos dos tontos".
"¡Poca cosa! ", repitió Scrooge.
El espiritu le hizo seña de que escuchase a los dos aprendices, que se deshacían en alabanzas de Fezziwig. Después dijo:
"¡Pero si es cierto! No ha hecho más que gastarse unas pocas libras de tu dinero mortal, tal vez tres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud? ".
"No es así", dijo Scrooge irritado con la observación y hablando sin querer como su yo pasado y no como el actual.
"No se trata de eso, espíritu. Tenía la facultad de hacernos felices o desgraciados, de hacer nuestro trabajo agradable o pesado, un placer o un tormento. Su facultad estaba en las palabras y en las miradas, en cosas tan insignificantes y sutiles que resulta imposible valorarlas. La felicidad que proporciona vale más que una fortuna".
Percibió la mirada del espíritu y se calló.
"¿Qué sucede? ", preguntó el espíritu.
"Nada de particular", dijo Scrooge.
"Yo pienso que sí", insistió el fantasma.
"No", dijo Scrooge, "No. Me gustaría tener la oportunidad de decirle un par de cosas a mi escribiente ahora mismo. Eso es todo".
Mientras formulaba este deseo, su ser del pasado apagaba las lámparas. Scrooge y el fantasma volvieron a quedar al aire libre.
"Me queda poco tiempo", observó el espíritu. "¡Rápido! ".
No se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, pero produjo un efecto inmediato. Scrooge volvió a contemplarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hombre en plenitud de vigor. Su rostro no presentaba los agrios y rígidos rasgos de años posteriores, pero empezaba a mostrar signos de preocupación y avaricia. Sus ojos tenían una movilidad ansiosa, codiciosa, incesante, que indicaba la pasión que en él se había enraizado y seguiría creciendo.
No estaba solo. Una joven rubia y vestida de luto estaba sentada junto a él; en sus ojos había lágrimas que brillaban a la luz del fantasma de la Navidad del pasado.