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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (32)

Los desposeídos (32)

El general Havevert, el Presidente, logró escapar sano y salvo en su famoso avión blindado, pero algunos generales menores fueron capturados y castrados y un castigo que los benbili preferían a la ejecución, desde tiempos inmemoriales. El ejército al batirse en retirada quemaba los campos y aldeas. Los guerrilleros hostigaban al ejército. En Meskti, la capital, los revolucionarios abrían las cárceles, y liberaban a los prisioneros. Shevek leía con el corazón en la boca. Había esperanza, todavía había una esperanza. .. Seguía las noticias de la lejana revolución con una evasión creciente. El cuarto día, cuando miraba en el tele-IX la transmisión de un debate en el Consejo de Gobiernos Mundiales, vio que el embajador ioti en el CGM anunciaba que A-Io, acudiendo en ayuda del gobierno democrático de Benbili, enviaba refuerzos armados al Presidente, general Havevert.

La mayoría de los revolucionarios benbili ni siquiera estaban armados. Las tropas ioti llegarían con cañones, carros blindados, aeroplanos, bombas. Shevek leyó en el periódico la descripción del armamento y sintió náuseas.

Sintió náuseas y furia, y no había nadie con quien hablar. Pae no contaba. Atro era un militarista ardiente. Oiie era un hombre moral, pero tenía temores secretos, preocupaciones de propietario, y se aferraba a nociones rígidas de ley y orden. Podía reconocer que le tenía simpatía a Shevek sólo negándose a admitir que era un anarquista. La sociedad odoniana se llamaba a sí misma anarquista, decía, pero en realidad eran simples populistas primitivos que vivían sin gobierno aparente porque la población escaseaba y no tenían Estados vecinos. Cuando la propiedad de los odonianos fuera amenazada por un rival agresivo, o despertarían a la realidad, o serían exterminados. Los rebeldes benbili estaban despertando ahora a la realidad: descubriendo que la libertad es inútil si no hay armas para defenderla. Le explicó todo esto a Shevek, discutiendo con él. No importaba quiénes gobernaban, o quiénes creían gobernar a los benbili: la política de la realidad concernía a la lucha de poder entre A-Io y Thu.

—La política de la realidad —repitió Shevek. Miró a Oiie y dijo—: Una frase curiosa en boca de un físico.

—De ninguna manera. Tanto el político como el físico manejan cosas reales, las fuerzas reales, las leyes básicas del mundo.

—¿Pone usted las «leyes», esas leyes mezquinas, miserables, destinadas a proteger la riqueza, las «fuerzas» de los fusiles y las bombas en la misma frase que la ley de la entropía y la fuerza de la gravedad? ¡Tenía una mejor opinión de las ideas de usted, Demacre!

Oiie se encogió ante aquel fulminante estallido de desprecio. No dijo nada más, y tampoco Shevek dijo nada más, pero Oiie nunca lo olvidó. Lo recordó siempre como el momento más bochornoso de su vida. Pues si Shevek, el iluso Shevek, el utopista ingenuo lo había hecho callar tan fácilmente, ya era bochornoso; pero si Shevek el físico y el hombre a quien no podía menos que querer y admirar, cuyo respeto anhelaba merecer, como sí fuera de una calidad más pura que el respeto común de los demás... si este Shevek lo despreciaba, entonces el bochorno era intolerable, y tenía que ocultarlo, arrumbarlo por el resto de sus días en el rincón más oscuro del alma.

También en Shevek el tema de la revolución benbili había agravado...

ciertos problemas: en particular el problema de su propio silencio.

Le era difícil desconfiar de la gente con quien estaba. Había sido educado en una cultura que confiaba deliberada y constantemente en la solidaridad, en la ayuda mutua. Ajeno a muchos aspectos de esta otra cultura, que no entendía del todo, conservaba aún los hábitos de toda una vida: daba por sentado que la gente sería solidaria. Confiaba en ellos.

No obstante, las advertencias de Chifoilisk, que había tratado de desechar, volvían a él una y otra vez, fortalecidas por lo que ahora veía y sospechaba. Le gustara o no, tendría que aprender a desconfiar. Tenía que callar, ser reservado, conservar el poder de negociación.

Hablaba poco, esos días, y escribía menos. El escritorio era una muralla de papeles insignificantes; las escasas notas de trabajo las llevaba siempre encima, en uno de los numerosos bolsillos urrasti. Nunca olvidaba dejar en blanco la computadora de mesa que tenía en el escritorio.

Sabía que estaba a un paso de definir la Teoría Temporal General que tanto interesaba a los ioti para los vuelos por el espacio y para el prestigio de la nación. También sabía que aún no lo había conseguido y que acaso no lo conseguiría, y que nunca se lo había confesado a nadie abiertamente.

Antes de partir de Anarres, había creído tenerla al alcance de la mano. Había desarrollado las ecuaciones, Sabul lo sabía, y le propuso una reconciliación, un reconocimiento, a cambio de la oportunidad de imprimirlas y alcanzar la gloria. Había rechazado a Sabul, pero no había sido un gesto noble, moral. El gesto moral, al fin y al cabo, hubiera sido entregarlas a la imprenta del Sindicato de Iniciativas, y tampoco lo había hecho. No estaba muy seguro de estar en condiciones de publicar la teoría. No era del todo perfecta, había que depurarla. Y puesto que había estado trabajando diez años, no importaba que se tomara un poco más de tiempo, para pulirla y quitarle cualquier imperfección.

Aquella pequeñez que no era del todo perfecta le parecía un error cada vez más grave. Una pequeña falla en el razonamiento. Una gran falla. Una resquebrajadura en los cimientos mismos... La noche antes de dejar Anarres había quemado todos los papeles de la teoría general. Había llegado a Urras sin nada. Durante medio año, como dirían ellos, había estado engañándolos.

¿O se había estado engañando él mismo?

Era perfectamente posible que una teoría general de la temporalidad fuese una meta ilusoria. También era posible que él no fuera el hombre destinado a unificar la secuencia y la simultaneidad en una teoría general, había estado intentándolo durante diez años y no lo había conseguido. Los matemáticos y los físicos, los atletas del intelecto, triunfan en plena juventud. Era más que posible —probable— que estuviese consumido, acabado.

Sabía perfectamente que siempre tenía esas mismas depresiones y temores justo antes de los momentos más creativos. Descubrió que quería alentarse a sí mismo con este argumento, y lo enfureció su propia ingenuidad. Interpretar el orden temporal como un orden causal era una idea demasiado estúpida para un filósofo del tiempo. ¿Estaría senil, ya? Más le valdría ponerse a trabajar en la tarea insignificante pero práctica de clarificar el concepto de intervalo. Quizá pudiera servirle a algún otro.

Pero aun así, aun hablando con otros físicos del problema, tenía la impresión de que estaba reprimiendo algo. Y ellos lo sabían.

Estaba harto de reprimir, estaba harto de no hablar, de no hablar de la revolución, de no hablar de física, de no hablar de nada.

Iba a una conferencia cruzando el campo de la Universidad. En el follaje nuevo de los árboles cantaban los pájaros. No los había oído en todo el invierno, pero ahora estaban otra vez allí, pródigos, derramando las dulces melodías. Rü-dii, cantaban, tii-dü. Esta propiedad es para mí, este territorio es para mí, me pertenece a míí, mu.

Shevek permaneció un momento inmóvil bajo los árboles, escuchando.

Luego se desvió del sendero, fue hacia la estación, y tomó un tren matutino a Nio Esseia. ¡Tenía que haber una puerta abierta en algún lugar de este maldito planeta!

Pensó, mientras iba en el tren, en tratar de salir de A-Io; en ir a Benbili, quizá. Pero no lo consideró seriamente. Tendría que viajar por barco o por avión, lo descubrirían y le impedirían abandonar el país. El único lugar donde podía refugiarse, esconderse de sus anfitriones benévolos y protectores, era la gran ciudad, a la vista de todos.

No era una huida. Aun cuando lograse salir del país, seguiría encerrado, recluido en Urras. Como quiera que lo llamaran los arquistas, dominados por la mística de las fronteras nacionales, no podía decirse que esto fuese una fuga. Sin embargo, se sintió repentinamente contento, como hacía días que no lo estaba, cuando se le ocurrió que sus anfitriones benévolos y protectores podrían pencar, por un rato, que había huido.

Era él primer día realmente templado de aquella primavera. Los prados estaban cubiertos de verdor, centelleantes de agua. En las dehesas, las hembras apacentaban acompañadas por la prole. Las crías de las ovejas eran particularmente encantadoras, saltarinas como blancas pelotas elásticas, moviendo las colas en círculo. En un corral esperaba el progenitor —el macho cabrío, el toro, el semental—, henchido el cogote, impetuoso como una tempestad, cargado de poder generativo. Las gaviotas revoloteaban sobre los estanques desbordantes, blanco sobre azul, y las nubes blancas iluminaban el cielo pálido. Las ramas de los árboles frutales terminaban en puntos rojos, y algunos capullos se habían abierto, rosados y blancos. Mirando desde la ventanilla del tren, Shevek descubrió que en aquel estado de ánimo desazonado y rebelde se sentía dispuesto a oponerse aun a la belleza del día. Era una belleza injusta. ¿Qué habían hecho los urrasti para merecerla? ¿Por qué se les brindaba a ellos tan pródiga, tan generosa, y era tan escasa, tan terriblemente escasa en su propio planeta?

Estoy pensando como un urrasti, se dijo. Como un maldito propietario. Como si merecer significara algo. ¡Como si la belleza se pudiera ganar, o la vida! Trató de no pensar en nada, de dejarse llevar y contemplar la luz del sol en el cielo y los corderitos que triscaban en los campos de la primavera.

Nio Esseia, una ciudad de cinco millones de almas, asomó con sus delicadas torres centelleantes del otro lado de las marismas verdes del Estuario, como una urbe de brumas y luz solar. El tren se deslizó con un leve balanceo por un largo viaducto y la ciudad emergió más alta, más brillante, más compacta, hasta que repentinamente envolvió al tren entero en la rugiente oscuridad de un acceso subterráneo, veinte rieles juntos, para liberarlo luego, junto con los pasajeros, en los enormes y brillantes recintos de la Estación Central, bajo la cúpula de marfil y de azur, la cúpula más grande, decían, que la mano del hombre hubiera levantado alguna vez en cualquiera de los mundos.

Shevek vagabundeó a través de acres de mármol pulido bajo aquella bóveda enorme y etérea, y llegó por fin a la larga serie de puertas por las que entraban y salían multitudes urrasti, todos con un determinado propósito, todos separados. Todos tenían, para él, rostros ansiosos. Ya antes había observado esa misma ansiedad en las caras de los urrasti, y se había preguntado cuál sería la causa. ¿Sería porque, aunque tuvieran mucho dinero, estaban siempre preocupados por ganar más, por el temor de morir en la pobreza? ¿Se sentirían culpables porque aunque tuvieran muy poco dinero siempre había alguien que tenía menos? Cualquiera que fuese la respuesta, todos los rostros se parecían. Shevek se sintió terriblemente solo. Al escapar de la custodia de guías y guardianes no había previsto cómo se sentiría a solas en una sociedad de hombres desconfiados, en la que la premisa moral básica no era la ayuda mutua, sino la agresión mutua. Estaba un poco atemorizado.

Había imaginado vagamente que iría de un lado a otro por la ciudad y hablaría con la gente, con miembros de la clase desposeída, si había aún algo así, o de las clases trabajadoras, como ellos las llamaban. Pero toda esa gente pasaba de largo, presurosa, ocupada, nada dispuesta a conversaciones ociosas, a perder un tiempo valioso. Le contagiaron la prisa. Tenía que ir a alguna parte, pensó, cuando salió a la luz del sol y a la magnificencia multitudinaria de la calle Moie. ¿A dónde? ¿A la Biblioteca Nacional? ¿Al Jardín Zoológico? Pero no quería hacer turismo.

Indeciso, se detuvo frente a una tienda próxima a la estación, que vendía periódicos y baratijas. Los titulares del periódico decían THU ENVÍA TROPAS EN AYUDA DE LOS REBELDES BENBILI, pero no reaccionó. En vez de mirar el diario, miró las fotografías en colores expuestas en los estantes. Se le ocurrió que no tenía ningún recuerdo de Urras.


Los desposeídos (32)

El general Havevert, el Presidente, logró escapar sano y salvo en su famoso avión blindado, pero algunos generales menores fueron capturados y castrados y un castigo que los benbili preferían a la ejecución, desde tiempos inmemoriales. El ejército al batirse en retirada quemaba los campos y aldeas. Los guerrilleros hostigaban al ejército. En Meskti, la capital, los revolucionarios abrían las cárceles, y liberaban a los prisioneros. Shevek leía con el corazón en la boca. Había esperanza, todavía había una esperanza. .. Seguía las noticias de la lejana revolución con una evasión creciente. El cuarto día, cuando miraba en el tele-IX la transmisión de un debate en el Consejo de Gobiernos Mundiales, vio que el embajador ioti en el CGM anunciaba que A-Io, acudiendo en ayuda del gobierno democrático de Benbili, enviaba refuerzos armados al Presidente, general Havevert.

La mayoría de los revolucionarios benbili ni siquiera estaban armados. Las tropas ioti llegarían con cañones, carros blindados, aeroplanos, bombas. Shevek leyó en el periódico la descripción del armamento y sintió náuseas.

Sintió náuseas y furia, y no había nadie con quien hablar. Pae no contaba. Atro era un militarista ardiente. Oiie era un hombre moral, pero tenía temores secretos, preocupaciones de propietario, y se aferraba a nociones rígidas de ley y orden. Podía reconocer que le tenía simpatía a Shevek sólo negándose a admitir que era un anarquista. La sociedad odoniana se llamaba a sí misma anarquista, decía, pero en realidad eran simples populistas primitivos que vivían sin gobierno aparente porque la población escaseaba y no tenían Estados vecinos. Cuando la propiedad de los odonianos fuera amenazada por un rival agresivo, o despertarían a la realidad, o serían exterminados. Los rebeldes benbili estaban despertando ahora a la realidad: descubriendo que la libertad es inútil si no hay armas para defenderla. Le explicó todo esto a Shevek, discutiendo con él. No importaba quiénes gobernaban, o quiénes creían gobernar a los benbili: la política de la realidad concernía a la lucha de poder entre A-Io y Thu.

—La política de la realidad —repitió Shevek. Miró a Oiie y dijo—: Una frase curiosa en boca de un físico.

—De ninguna manera. Tanto el político como el físico manejan cosas reales, las fuerzas reales, las leyes básicas del mundo.

—¿Pone usted las «leyes», esas leyes mezquinas, miserables, destinadas a proteger la riqueza, las «fuerzas» de los fusiles y las bombas en la misma frase que la ley de la entropía y la fuerza de la gravedad? ¡Tenía una mejor opinión de las ideas de usted, Demacre!

Oiie se encogió ante aquel fulminante estallido de desprecio. No dijo nada más, y tampoco Shevek dijo nada más, pero Oiie nunca lo olvidó. Lo recordó siempre como el momento más bochornoso de su vida. Pues si Shevek, el iluso Shevek, el utopista ingenuo lo había hecho callar tan fácilmente, ya era bochornoso; pero si Shevek el físico y el hombre a quien no podía menos que querer y admirar, cuyo respeto anhelaba merecer, como sí fuera de una calidad más pura que el respeto común de los demás... si este Shevek lo despreciaba, entonces el bochorno era intolerable, y tenía que ocultarlo, arrumbarlo por el resto de sus días en el rincón más oscuro del alma.

También en Shevek el tema de la revolución benbili había agravado...

ciertos problemas: en particular el problema de su propio silencio.

Le era difícil desconfiar de la gente con quien estaba. Había sido educado en una cultura que confiaba deliberada y constantemente en la solidaridad, en la ayuda mutua. Ajeno a muchos aspectos de esta otra cultura, que no entendía del todo, conservaba aún los hábitos de toda una vida: daba por sentado que la gente sería solidaria. Confiaba en ellos.

No obstante, las advertencias de Chifoilisk, que había tratado de desechar, volvían a él una y otra vez, fortalecidas por lo que ahora veía y sospechaba. Le gustara o no, tendría que aprender a desconfiar. Tenía que callar, ser reservado, conservar el poder de negociación.

Hablaba poco, esos días, y escribía menos. El escritorio era una muralla de papeles insignificantes; las escasas notas de trabajo las llevaba siempre encima, en uno de los numerosos bolsillos urrasti. Nunca olvidaba dejar en blanco la computadora de mesa que tenía en el escritorio.

Sabía que estaba a un paso de definir la Teoría Temporal General que tanto interesaba a los ioti para los vuelos por el espacio y para el prestigio de la nación. También sabía que aún no lo había conseguido y que acaso no lo conseguiría, y que nunca se lo había confesado a nadie abiertamente.

Antes de partir de Anarres, había creído tenerla al alcance de la mano. Había desarrollado las ecuaciones, Sabul lo sabía, y le propuso una reconciliación, un reconocimiento, a cambio de la oportunidad de imprimirlas y alcanzar la gloria. Había rechazado a Sabul, pero no había sido un gesto noble, moral. El gesto moral, al fin y al cabo, hubiera sido entregarlas a la imprenta del Sindicato de Iniciativas, y tampoco lo había hecho. No estaba muy seguro de estar en condiciones de publicar la teoría. No era del todo perfecta, había que depurarla. Y puesto que había estado trabajando diez años, no importaba que se tomara un poco más de tiempo, para pulirla y quitarle cualquier imperfección.

Aquella pequeñez que no era del todo perfecta le parecía un error cada vez más grave. Una pequeña falla en el razonamiento. Una gran falla. Una resquebrajadura en los cimientos mismos... La noche antes de dejar Anarres había quemado todos los papeles de la teoría general. Había llegado a Urras sin nada. Durante medio año, como dirían ellos, había estado engañándolos.

¿O se había estado engañando él mismo?

Era perfectamente posible que una teoría general de la temporalidad fuese una meta ilusoria. También era posible que él no fuera el hombre destinado a unificar la secuencia y la simultaneidad en una teoría general, había estado intentándolo durante diez años y no lo había conseguido. Los matemáticos y los físicos, los atletas del intelecto, triunfan en plena juventud. Era más que posible —probable— que estuviese consumido, acabado.

Sabía perfectamente que siempre tenía esas mismas depresiones y temores justo antes de los momentos más creativos. Descubrió que quería alentarse a sí mismo con este argumento, y lo enfureció su propia ingenuidad. Interpretar el orden temporal como un orden causal era una idea demasiado estúpida para un filósofo del tiempo. ¿Estaría senil, ya? Más le valdría ponerse a trabajar en la tarea insignificante pero práctica de clarificar el concepto de intervalo. Quizá pudiera servirle a algún otro.

Pero aun así, aun hablando con otros físicos del problema, tenía la impresión de que estaba reprimiendo algo. Y ellos lo sabían.

Estaba harto de reprimir, estaba harto de no hablar, de no hablar de la revolución, de no hablar de física, de no hablar de nada.

Iba a una conferencia cruzando el campo de la Universidad. En el follaje nuevo de los árboles cantaban los pájaros. No los había oído en todo el invierno, pero ahora estaban otra vez allí, pródigos, derramando las dulces melodías. Rü-dii, cantaban, tii-dü. Esta propiedad es para mí, este territorio es para mí, me pertenece a míí, mu.

Shevek permaneció un momento inmóvil bajo los árboles, escuchando.

Luego se desvió del sendero, fue hacia la estación, y tomó un tren matutino a Nio Esseia. ¡Tenía que haber una puerta abierta en algún lugar de este maldito planeta!

Pensó, mientras iba en el tren, en tratar de salir de A-Io; en ir a Benbili, quizá. Pero no lo consideró seriamente. Tendría que viajar por barco o por avión, lo descubrirían y le impedirían abandonar el país. El único lugar donde podía refugiarse, esconderse de sus anfitriones benévolos y protectores, era la gran ciudad, a la vista de todos.

No era una huida. Aun cuando lograse salir del país, seguiría encerrado, recluido en Urras. Como quiera que lo llamaran los arquistas, dominados por la mística de las fronteras nacionales, no podía decirse que esto fuese una fuga. Sin embargo, se sintió repentinamente contento, como hacía días que no lo estaba, cuando se le ocurrió que sus anfitriones benévolos y protectores podrían pencar, por un rato, que había huido.

Era él primer día realmente templado de aquella primavera. Los prados estaban cubiertos de verdor, centelleantes de agua. En las dehesas, las hembras apacentaban acompañadas por la prole. Las crías de las ovejas eran particularmente encantadoras, saltarinas como blancas pelotas elásticas, moviendo las colas en círculo. En un corral esperaba el progenitor —el macho cabrío, el toro, el semental—, henchido el cogote, impetuoso como una tempestad, cargado de poder generativo. Las gaviotas revoloteaban sobre los estanques desbordantes, blanco sobre azul, y las nubes blancas iluminaban el cielo pálido. Las ramas de los árboles frutales terminaban en puntos rojos, y algunos capullos se habían abierto, rosados y blancos. Mirando desde la ventanilla del tren, Shevek descubrió que en aquel estado de ánimo desazonado y rebelde se sentía dispuesto a oponerse aun a la belleza del día. Era una belleza injusta. ¿Qué habían hecho los urrasti para merecerla? ¿Por qué se les brindaba a ellos tan pródiga, tan generosa, y era tan escasa, tan terriblemente escasa en su propio planeta?

Estoy pensando como un urrasti, se dijo. Como un maldito propietario. Como si merecer significara algo. ¡Como si la belleza se pudiera ganar, o la vida! Trató de no pensar en nada, de dejarse llevar y contemplar la luz del sol en el cielo y los corderitos que triscaban en los campos de la primavera.

Nio Esseia, una ciudad de cinco millones de almas, asomó con sus delicadas torres centelleantes del otro lado de las marismas verdes del Estuario, como una urbe de brumas y luz solar. El tren se deslizó con un leve balanceo por un largo viaducto y la ciudad emergió más alta, más brillante, más compacta, hasta que repentinamente envolvió al tren entero en la rugiente oscuridad de un acceso subterráneo, veinte rieles juntos, para liberarlo luego, junto con los pasajeros, en los enormes y brillantes recintos de la Estación Central, bajo la cúpula de marfil y de azur, la cúpula más grande, decían, que la mano del hombre hubiera levantado alguna vez en cualquiera de los mundos.

Shevek vagabundeó a través de acres de mármol pulido bajo aquella bóveda enorme y etérea, y llegó por fin a la larga serie de puertas por las que entraban y salían multitudes urrasti, todos con un determinado propósito, todos separados. Todos tenían, para él, rostros ansiosos. Ya antes había observado esa misma ansiedad en las caras de los urrasti, y se había preguntado cuál sería la causa. ¿Sería porque, aunque tuvieran mucho dinero, estaban siempre preocupados por ganar más, por el temor de morir en la pobreza? ¿Se sentirían culpables porque aunque tuvieran muy poco dinero siempre había alguien que tenía menos? Cualquiera que fuese la respuesta, todos los rostros se parecían. Shevek se sintió terriblemente solo. Al escapar de la custodia de guías y guardianes no había previsto cómo se sentiría a solas en una sociedad de hombres desconfiados, en la que la premisa moral básica no era la ayuda mutua, sino la agresión mutua. Estaba un poco atemorizado.

Había imaginado vagamente que iría de un lado a otro por la ciudad y hablaría con la gente, con miembros de la clase desposeída, si había aún algo así, o de las clases trabajadoras, como ellos las llamaban. Pero toda esa gente pasaba de largo, presurosa, ocupada, nada dispuesta a conversaciones ociosas, a perder un tiempo valioso. Le contagiaron la prisa. Tenía que ir a alguna parte, pensó, cuando salió a la luz del sol y a la magnificencia multitudinaria de la calle Moie. ¿A dónde? ¿A la Biblioteca Nacional? ¿Al Jardín Zoológico? Pero no quería hacer turismo.

Indeciso, se detuvo frente a una tienda próxima a la estación, que vendía periódicos y baratijas. Los titulares del periódico decían THU ENVÍA TROPAS EN AYUDA DE LOS REBELDES BENBILI, pero no reaccionó. En vez de mirar el diario, miró las fotografías en colores expuestas en los estantes. Se le ocurrió que no tenía ningún recuerdo de Urras.