Los desposeídos (6)
Tenía que seguir, seguir adelante, pero era imposible. Se lo impedía el muro. Sintió un miedo doloroso, colérico. Tenía que seguir, seguir hasta el final, o nunca más podría volver. Pero allí estaba el muro. No había camino.
Golpeó con las manos la superficie del muro. Y gritó. La voz le salía en graznidos, sin palabras. Retrocedió asustado por ese sonido y entonces oyó otra voz que decía:
—Mira. —Era la voz del padre. Tenía la impresión de que también la madre Rulag estaba allí, aunque no la veía y no recordaba la cara de ella. Le parecía que Rulag y Palat se arrastraban gateando en la oscuridad debajo del muro, y que los cuerpos eran más abultados, más voluminosos que los de los seres humanos, y de forma diferente. Le señalaban, le mostraban algo, algo que estaba allí, en el suelo, en la tierra huraña e infecunda. Allí había una piedra, pero sobre la piedra, o dentro de ella, había un número; un cinco, pensó al principio, luego le pareció un uno, y de improviso comprendió: era el número primigenio, a la vez unidad y pluralidad.
—Esta es la piedra de toque —dijo una voz familiar y querida, y Shevek sintió una felicidad que lo traspasaba. Y ya no había muro en las sombras, y sabía que había regresado, que estaba de vuelta.
Más tarde no pudo recordar los detalles del sueño, pero aquella felicidad que lo había traspasado era inolvidable. Nunca había sentido nada parecido, una certeza tan absoluta de permanencia como el atisbo de una luz que brillaba inextinguible, que nunca le pareció irreal, aunque la había experimentado en un sueño. Sin embargo, aunque sabía que estaba allí, nunca pudo recuperarla, ni por el deseo ni por la voluntad. Sólo podía recordarla despierto. Cuando volvía a sonar con el muro, como ocurría algunas veces, eran sueños sombríos, sin resolución.
Habían descubierto la idea de «prisiones» en los episodios de la Vida de Odo, que todos los que habían elegido trabajar en historia estaban entonces leyendo. El libro contenía muchas cosas oscuras, y en los Llanos nadie sabía tanto de historia como para poder aclararlas. Pero cuando llegaron a los años que Odo había pasado en la Fortaleza de Drio, el concepto de «prisión» se explicó a sí mismo. Y cuando un profesional itinerante de historia pasó por la ciudad y se explayó sobre el tema, lo hizo con la repugnancia de un adulto decente que se ve obligado a hablar de obscenidades a los niños. Sí, les dijo, una prisión era un lugar al que un Estado llevaba a las personas que desobedecían las leyes. Pero ¿por qué no se iban, sencillamente, de aquel lugar? No podían hacerlo, cerraban las puertas con Dave. ¿Las cerraban con llave? ¡Como atrancan las puertas de un camión en movimiento para que no te caigas, estúpido! Pero ¿qué haces metido en un cuarto todo el tiempo? Nada. No había nada que hacer. ¿Habéis visto retratos de Odo en la celda de la prisión de Drio, no es así? La imagen de la paciencia desafiante, gacha la cabeza gris, las manos crispadas, inmóvil en medio de las sombras penetrantes, invasoras. Algunas veces los prisioneros eran sentenciados a trabajar. ¿Sentenciados? Bueno, eso significa que un juez, una persona dotada de poderes por la Ley, les ordenaba hacer algún tipo de trabajo físico. ¿Les ordenaba? ¿Por qué, si ellos no querían hacerlo? Bueno, los obligaban a hacerlo; si no trabajaban, les pegaban, los castigaban. Un estremecimiento recorrió a todos los oyentes, niños de once y doce anos, que nunca habían recibido castigos corporales ni habían visto que una persona le pegara a otra, excepto en un arrebato de violencia directa.
Tirin hizo la pregunta que estaba en las mentes de todos:
—¿Quieres decir que muchas personas le pegaban a una?
—Así es.
—¿Y por qué los otros no lo impedían?
—Los carceleros estaban armados. Los prisioneros no —dijo el profesor.
Hablaba de mala gana, turbado, como si lo obligaran a decir algo detestable.
La mera atracción de lo perverso llevó a Tirin, a Shevek y a otros tres muchachos a unirse en un grupo. Las niñas fueron excluidas de la cofradía, nadie sabía por qué. Bajo el ala occidental del centro de aprendizaje, Tirin había descubierto una prisión ideal. Era un espacio en el que apenas cabía una persona, sentada o acostada. Los cimientos se elevaban en tres paredes, y la abertura lateral podía cerrarse con una pesada losa de piedra espuma.
Pero la puerta tenía que ser inexpugnable. Probaron hasta descubrir que dos puntales acuñados entre una pared y la losa cerraban definitivamente el recinto. Nadie podría abrir desde dentro aquella puerta.
—¿Y la luz?
—No habrá luz —dijo Tirin. Hablaba con autoridad de estas cosas, porque alcanzaba a verlas con la imaginación. De la realidad, utilizaba lo que conocía, pero no era la realidad lo que le daba esa certeza. Encerraban a los prisioneros a oscuras, en la Fortaleza de Drio. Durante años.
—Pero el aire —objetó Shevek—. Esa puerta es hermética. Tiene que haber un orificio.
—Tardaríamos horas en perforar la piedra espuma. Y de todas maneras, ¡nadie se quedará en esa cueva tanto tiempo como para que le falte el aire!
Coros de voluntarios y de protestas.
Tirin los miró, burlón.
—Estáis todos locos. ¿Quién querrá encerrarse en un agujero como éste? ¿Para qué?
Había tenido la idea de construir la prisión y eso le bastaba; no comprendía que la imaginación no fuera suficiente para algunos, que necesitaran meterse en la celda y tratar de abrir una puerta que no podía abrirse.
—Yo quiero ver cómo es —dijo Kadagv, un muchachito de doce, ancho de pecho, serio, dominante.
—¡Usa un poco la cabeza! —dijo Tirin con sarcasmo, pero los otros chicos apoyaron a Kadagv. Shevek consiguió un taladro de taller, y abrieron un orificio de dos centímetros en la «puerta» a la altura de la nariz. Como Tirin había anunciado tardaron casi una hora.
—¿Cuánto tiempo quieres quedarte adentro, Kad? ¿Una hora?
—Mira —dijo Kadagv—, si yo soy el prisionero, no puedo elegir. No soy libre. Saldré cuando vosotros lo decidáis.
—Eso es muy cierto —dijo Shevek, amilanado por esta lógica.
—No puedes quedarte demasiado tiempo, Kad. ¡Yo quiero probar también! —dijo el más joven de todos, Gibesh. El prisionero no contestó. Entró en la celda. Levantaron la puerta, la dejaron caer con un golpe, pusieron las cuñas, los cuatro carceleros las martillaron con entusiasmo. Todos se apiñaron frente a la losa para ver al preso, pero como adentro no había luz, excepto la que entraba por el orificio, no vieron nada.
—¡Déjalo respirar!
—¡Sóplale un poco adentro!
—¡Échale algún aire!
—¿Cuánto tiempo estará ahí?
—Una hora.
—Tres minutos.
—¡Cinco años!
—Faltan cuatro horas para que apaguen las luces. Eso bastará.
—¡Pero yo quiero entrar también!
—De acuerdo, te dejaremos dentro toda la noche.
—Bueno, mañana, quise decir.
Cuatro horas más tarde retiraron las cuñas y liberaron a Kadagv. Salió de la celda tan tranquilo como cuando había entrado, y dijo que tenía hambre, y que no era nada; había dormido casi todo el tiempo.
—¿Lo harías otra vez?—lo desafió Tirin.
—Seguro.
—No, ahora me toca a mí...
—Cállate, Gib. ¿Ahora, Kad? ¿Entrarías de nuevo ahora, sin saber cuándo te dejaremos salir?
—Seguro.
—¿Sin comida?
—Ellos les daban de comer a los prisioneros —dijo Shevek—. Eso es lo más raro.
Kadagv se encogió de hombros. Era de una soberbia y petulancia intolerables.
—Oídme—dijo Shevek a los dos más pequeños—, id a la cocina y pedid algunas sobras, y traed una botella o algo con agua. —Se volvió a Kadagv.— Te daremos un saco entero de comida, así podrás quedarte en este agujero todo lo que quieras.
—Todo lo que tú quieras —corrigió Kadagv.
—Está bien. ¡Entra! —El aplomo de Kadagv despenó en Tirin una vena satírica, teatral.— Eres un prisionero. No puedes replicar. ¿Entendido? Date vuelta. Las manos sobre la cabeza.
—¿Por qué?
—¿Quieres echarte atrás?
Kadagv lo miró enfurruñado.
—No puedes preguntar por qué. Porque si lo haces podemos castigarte, tienes que limitarte a aceptarlo, y nadie te va a socorrer. Porque podemos patearte los huevos y tú no puedes patearnos a nosotros. Porque no eres libre. Bien, ¿quieres seguir hasta el final?
—Seguro.
Pégame.
Tirin, Shevek y el prisionero, enfrentados los tres muy tiesos alrededor de la linterna, en la oscuridad entre las anchas paredes de los cimientos, eran un grupo extraño.
Tirin sonrió arrogante, complacido.
—No me digas a mí, aprovechado, lo que tengo que hacer. ¡Cierra el pico y métete en la celda! —Y cuando Kadagv se daba vuelta para obedecer, le dio un empujón y lo hizo caer de bruces. Kadagv soltó un gruñido áspero de sorpresa o dolor, y se sentó frotándose un dedo que se había raspado o torcido contra el fondo de la celda. Shevek y Tirin no hablaban. Inmóviles, las caras inexpresivas, eran los guardias. Ya no estaban representando un papel: el papel se había apoderado de ellos. Los más jóvenes regresaban con un trozo de pan de holum, un melón y una botella de agua. Se acercaban charlando, pero el silencio extraño que había a la entrada de la celda se les contagió en seguida. Empujaron la comida y el agua al interior de la celda, levantaron la puerta y la apuntalaron. Kadagv estaba solo en la oscuridad. Los otros se apretaron alrededor de la linterna. Gibesh murmuró:
—¿Dónde va a mear?
—En la cama —le replicó Tirin con claridad sardónica.
—¿Y si quiere cagar? —preguntó Gibesh, y estalló de pronto en una aguda carcajada.
—¿Qué tiene de gracioso?
—Pensé... que si no puede ver... en la oscuridad... —Gibesh no acertaba a explicar por qué le parecía divertido. Todos rompieron a reír sin causa, en carcajadas convulsivas, sofocantes. Todos sabían que el muchacho encerrado en la celda podía oírlos.
En el dormitorio de los niños ya estaban apagadas las luces y muchos de los adultos se habían acostado, aunque en los dormitorios aún quedaban algunas luces encendidas. La calle estaba desierta. Los chicos corretearon calle abajo entre risas y gritos, dominados por la alegría de compartir un secreto, de atormentar a otros, de tramar maldades. Despertaron a la mitad de los chicos del dormitorio jugando al marro en los vestíbulos y entre las camas. No intervino ningún adulto, y poco después el tumulto cesó.
Sentados en la cama de Tirin, Tirin y Shevek siguieron cuchicheando hasta muy tarde. Decidieron que Kadagv lo había pedido y que lo dejarían en la cárcel dos noches enteras.
El grupo se reunió por la tarde en el taller de recuperación de madera, y el capataz preguntó dónde estaba Kadagv. Shevek le echó una mirada furtiva a Tirin. Tirin en cambio respondió con indiferencia que seguramente se había incorporado a otro grupo ese día. A Shevek le chocó la mentira. El sentimiento de poder se convirtió de pronto en malestar: le escocían las piernas, le ardían las orejas. Cada vez que el capataz le hablaba, tenía un sobresalto, de miedo o de algo semejante, un sentimiento que nunca había conocido, parecido a la timidez pero más desagradable: secreto, y ruin. No dejaba de pensar en Kadagv mientras tapaba los orificios de los clavos y lijaba las planchas triples de holum para devolverles la tersura original. Cada vez que se detenía a pensar, allí en su mente estaba Kadagv. Era espantoso.
Gibesh, que había quedado montando guardia, se acercó a Tirin y a Shevek después de la comida; parecía preocupado.
—Me pareció oír que Kad decía algo allí adentro. Con una voz muy rara.
Hubo un momento de silencio.
—Lo dejaremos salir —dijo al fin Shevek.
Tirin se volvió hacia él.
—Vamos, Shev, no te ablandes ahora. No te pongas altruista. Déjalo que siga y se respete a sí mismo hasta el final.
—Altruista, mierda. Lo que quiero es respetarme a mí mismo —dijo Shevek y partió hacia el centro de aprendizaje. Tirin lo conocía; no perdió más tiempo en discutir con él, y lo siguió.