Chapter 2 Part A
II.
LA CAZA DEL GATO (Part A) Un filósofo turco ha dicho: «No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables de todos.» Y el mismo pensador, añadió con razón en el capítulo siguiente: «Pegar a un enemigo delante de la mujer a quien ama, es pegarle dos veces: le hieres en el cuerpo y en el alma.» He aquí por qué el paciente Ayvaz-Bey enrojecía de cólera mientras acompañaba a la señorita Tompain y a su madre al piso que les había amueblado.
Despidiose de ellas a la puerta, subió con rapidez a un carruaje, y se hizo conducir, derramando abundante sangre, a casa de su colega y amigo Ahmed. Ahmed se hallaba entregado al sueño, bajo la salvaguardia de un negro fiel; pero, si bien es verdad que está escrito: «No despertarás a tu amigo cuando duerma», escrito está también: «Pero despiértale si hay peligro para él o para ti», y se procedió a despertar al buen Ahmed. Este era un turco de elevada estatura, de unos treinta y cinco años de edad, muy flaco y delicado, con largas piernas arqueadas; pero, por lo demás, un muchacho excelente, dotado de talento natural. Por más que digan, hay también gentes de mérito entre los turcos. Cuando descubrió la cara ensangrentada de su amigo, empezó por hacerle traer una gran aljofaina de agua fresca, porque está escrito: «No deliberes antes de haber lavado tu sangre: tus pensamientos serían confusos e impuros.» Limpio ya, mas no tranquilo, contó Ayvaz a su amigo la aventura, ardiendo en santa cólera. El negro que escuchaba su relato, ofreciose en seguida a tomar su _kandjar_, e ir a matar a L'Ambert. Ahmed-Bey le dio las gracias por sus buenas intenciones, y lo echó a puntapiés de la estancia. --¿Y qué haremos ahora?--preguntó el bueno de Ayvaz;--¿qué haremos, amigo mío? --Una cosa muy sencilla--replicó el interrogado:--mañana por la mañana le cortaré la nariz. La ley del Talión está escrita: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por nariz.» Advirtiole Ahmed que el Korán era, sin duda alguna, un buen libro; pero que estaba ya un poco anticuado. Los principios del honor han cambiado desde los tiempos de Mahoma. Aparte de que, aun queriendo, aplicar la ley al pie de la letra, Ayvaz sólo tendría que devolver un puñetazo al señor L'Ambert. --¿Con qué derecho le cortarías la nariz si él no te ha cortado la tuya? ¿Pero quién sería capaz de hacer entrar en razón a un hombre joven a quien acaban de apabullar la nariz en presencia de su amante? Ayvaz sentía sed de sangre, y Ahmed tuvo que halagarle sus deseos. --Sea--le dijo.--Representamos a nuestro país en el extranjero, y no debemos recibir una afrenta sin dar una gallarda prueba de valor. Pero, ¿cómo podrás batirte en duelo con el señor L'Ambert, con arreglo a la costumbre de este país? Jamás has manejado una espada. --¿Qué haría yo con una espada? Quiero cortarle las narices, te repito, y una espada no me serviría para eso... --Si al menos tirases bien con pistola... --Pero, ¿estás loco? ¿cómo habría de cortar a ese insolente las narices con una pistola? Yo... ¡Sí, es cosa resuelta! Ve a entrevistarte con él, y concierta el duelo para mañana. ¡Nos batiremos a sable! --Pero, desdichado, ¿qué harás tú con un sable? No dudo de tu valor, pero te digo, sin que mis palabras te ofendan, que no tienes la fuerza de Pons. --¡Qué importa eso! Levántate y ve a decirle que tenga a mi disposición su nariz mañana por la mañana. El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea, como al poder temporal los pontífices romanos?
Vistiose, pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose conducir al hotel del señorito L'Ambert. La hora no podía ser menos oportuna, pero Ayvaz no quería desperdiciar un solo instante. El dios de las batallas tampoco lo quería; por lo menos, todo induce a creerlo así. En el momento en que el primer secretario iba a llamar a la puerta de maese L'Ambert, tropezose con el enemigo en persona, que regresaba a pie, conversando con sus dos testigos. Al divisar el señorito L'Ambert los bonetes encarnados de nuestros dos personajes, comprendió a qué habían venido, saludolos cortésmente y tomó la palabra con cierta altanería, no exenta de distinción. --Caballeros--les dijo,-- como soy el único habitante de este hotel, no temo equivocarme al suponer que me hacéis el honor de venir a mi domicilio. Soy L'Ambert, si me permitís que me presente yo mismo. Llamó, empujó la puerta, atravesó el patio con sus cuatro acompañantes, y los condujo a su despacho. Allí dieron sus nombres los dos turcos, presentoles el notario a sus amigos, y se alejó para que pudiesen tratar el asunto con entera libertad. En nuestro país no puede efectuarse ningún duelo sin contar con la voluntad, o por lo menos con el consentimiento, de seis personas. En el caso presente, sin embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una bailarina de la Opera, comprometería gravemente los prestigios de su bien acreditado bufete. El marqués de Villemaurin, anciano refinado y persona competentísima en materias de honor, dijo que el duelo es un acto noble en el que todo, desde el principio hasta el fin de la partida, debe ser extremadamente correcto. Ahora bien, un puñetazo en la nariz por una señorita Victorina Tompain constituía el más ridículo comienzo que se puede imaginar. Por otra parte, afirmó por su honor, que el señor Alfredo L'Ambert no había visto a Ayvaz-Bey, ni había tenido intención de pegarle a él ni a nadie. El señor L'Ambert había creído reconocer a dos señoras, y se había acercado con viveza a saludarlas. Al llevarse la mano al sombrero, había dado un fuerte golpe, sin la menor intención, a una persona que venía en sentido opuesto. Se trataba, por lo tanto, de una imperdonable torpeza, de un incidente sencillo, sin la menor importancia, que no pueden jamás constituir una ofensa. Dada la posición social y educación de maese L'Ambert, no podía nadie suponerle capaz de dar un puñetazo a Ayvaz-Bey. Su bien conocida miopía y la semioscuridad del pasaje eran las culpables de todo. En fin, el señor L'Ambert, accediendo a los deseos de sus testigos, estaba dispuesto a declarar, en presencia de Ayvaz-Bey, que lamentaba muy de veras el haberle causado daño de una manera completamente involuntaria. Este razonamiento, tan justo de por sí, acrecentó la autoridad, por todos reconocida, del orador. Era el señor de Villemaurin uno de esos caballerosos sujetos que parecen haber sido respetados por la muerte para recordarnos los usos de las edades históricas en estos tiempos de degeneración que atravesamos. Según su fe de bautismo, no contaba nada más que setenta y nueve abriles; pero, por los hábitos y costumbres de su cuerpo y de su espíritu, pertenecía sin duda al siglo xvi. Pensaba, hablaba y obraba como si hubiese servido en el ejército de la Liga y traído a mal traer al Bearnés. Realista convencido y católico austero, era tan implacable en sus odios como apasionado en sus afecciones. Su valor, su lealtad, su rectitud, y su caballerosidad hasta cierto punto exagerada, causaban la admiración de la juventud inconsciente de hoy. Nada le causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los chistes por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honrado de todos los ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después de las jornadas de julio; pero se alejó de Holy-Rood, al cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de Francia no tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó la absoluta, y se cortó para siempre los bigotes, que conservó en una especie de joyero, con la siguiente inscripción: _Mis bigotes de la Guardia Real_. Sus subordinados todos, oficiales y soldados, sentían por él gran estima, pero también gran terror. Referíase en secreto que este hombre inflexible había metido en el calabozo a su hijo único, joven militar de veintidós años de edad, por un acto de insubordinación. El muchacho, digno hijo de tal padre, negose resueltamente a ceder, cayó enfermo y murió en el calabozo. Este nuevo Bruto lloró a su hijo, erigiole una tumba suntuosa, y lo visitó con inconcebible regularidad diez veces por semana, sin olvidar este deber en ninguna época ni edad; pero no se encorvó bajo el peso de sus remordimientos. Marchaba derecho, erguido; ni la edad ni el dolor habían logrado doblar sus anchas y robustas espaldas. Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que tenía más fe en el juego de pelota que en los médicos, para conservar imperturbable salud. A los setenta años habíase casado, en segundas nupcias, con una joven noble y pobre, que le había hecho padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo bien pronto. El amor a la vida, tan poderoso en los viejos de esta edad, sólo medianamente preocupábale, a pesar de ser dichoso en la tierra. Había tenido su último lance de honor a los setenta y dos años, con un bravo coronel de cinco pies y seis pulgadas de estatura, a consecuencia de una cuestión política, según unos, y de celos conyugales, según otros. Cuando un hombre de su rango y su carácter abrazaba la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre el notario y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y ordinario, la paz parecía firmada de antemano. Tal fue el parecer de M. Enrique Steimbourg, que no era ni lo bastante joven, ni lo suficientemente curioso para desear a toda costa el espectáculo de un duelo; y los dos turcos, hombres de buen sentido, aceptaron, de un modo provisional, la reparación que se les ofrecía, pero pidieron que se les autorizara para ir a consultar con Ayvaz. Los otros dos, entretanto, esperaron allí mismo que regresasen de la embajada. Eran las cuatro de la madrugada; pero el marqués no quiso dormir, pues no se lo permitía su conciencia; estaba decidido a dejarlo todo arreglado antes de meterse en la cama. Empero el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras de conciliación de sus amigos, sufrió un terrible acceso de cólera verdaderamente turca. --¡Ni que estuviera yo loco!--exclamó, blandiendo el chibuquí de jazmín que le hiciera compañía,--¿Pretenderéis persuadirme de que he sido yo quien con la nariz ha dado un golpe en el puño a M. L'Ambert? Él fue quien me agredió, y la prueba es que se ofrece a presentarme sus excusas. ¿Pero a qué tanto hablar? ¿no es suficiente prueba la sangre que he derramado? ¿Puedo acaso olvidar que Victorina y su madre han sido testigos de mi afrenta?... ¡Oh, amigos míos! ¿no me queda otro remedio que morir, si no le corto hoy mismo la nariz a mi ofensor! De mejor o peor grado, fue preciso reanudar las negociaciones sobre esta base algo ridícula. Ahmed y el intérprete tenían el espíritu lo bastante razonable para vituperar a su amigo, pero poseían también un corazón demasiado caballeresco para abandonarle en la mitad del camino. Si el embajador, Hamza-Bajá, se hubiese encontrado en París, hubiera zanjado la cuestión sin duda alguna, imponiendo su autoridad; pero, desgraciadamente, desempeñaba al mismo tiempo las embajadas de Francia y de Inglaterra, y se hallaba entonces en Londres. Los testigos del bueno de Ayvaz anduvieron yendo y viniendo, entre la calle de Granelle y la de Verneuil, sin lograr que el asunto avanzase lo debido, hasta las siete de la mañana. A esta hora, perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos: --¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con haberme birlado a la Tompain, se complace en hacerme pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez pudiera creer que tengo miedo de cruzar con él mi acero. Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos de dejar zanjado el asunto esta misma mañana. Haré enganchar el carruaje en diez minutos, y nos marcharemos a dos leguas de París. Aplicaré a mi turco el correctivo merecido, en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y antes que los periodicuchos que viven del escándalo se den cuenta del lance, estaremos de vuelta en mi despacho. Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones; pero acabó por confesar que M. L'Ambert se veía obligado a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto, y merecía una severa lección. Ninguno dudaba de que el belicoso notario, ventajosamente conocido en todas las salas de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía francesa. --Amigo mío--decía el anciano Villemaurin a su cliente, dándole palmaditas sobre el hombro,--nuestra situación es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el derecho. ¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso: poseéis un corazón animoso, y una mano firme y rápida. Acordaos tan sólo de que no debemos tirarnos nunca a fondo; porque el duelo se ha hecho para corregir a los necios, mas no para destruirlos. Sólo los torpes matan a sus adversarios so pretexto de enseñarles a vivir. La elección de armas correspondía en buen derecho al excelente Ayvaz; pero el notario y sus testigos pusieron mala cara al enterarse de que había escogido el sable. --Es el arma predilecta de los militares--dijo el marqués,--o el arma de los burgueses que no quieren batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable! Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se trajeron dos sables del cuartel del muelle de Orsay, y quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña aldea de Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux. Eran las ocho y media. Todos los parisienses conocen este lindo grupo de doscientas casas cuyos habitantes son más ricos, más limpios y más instruidos que la generalidad de los aldeanos. Cultivan la tierra como jardineros, y no como campesinos, y los campos de su término parecen en primavera un pequeño paraíso terrenal. Un prado de fresas floridas se extiende, cual manto argentado, entre un prado de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele el perfume penetrante de la acacia, tan agradable al olfato de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar a paso lento, con una regadera en cada mano, son casi todos pequeños capitalistas. Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina del puchero, y prefieren el pollo asado. Pagan el sueldo de un instituidor y un médico comunal, construyen, sin necesidad de levantar empréstitos, un ayuntamiento y una iglesia, y votan a mi espiritual amigo el doctor Veron, en las elecciones municipales. Sus muchachas son preciosas, si no me es infiel la memoria. El sabio arqueólogo Cubaudet, archivero de la subprefectura de Sceaux, asegura que Parthenay es una colonia griega, y que su nombre se deriva de la palabra _Parthemos_, virgen o mujer joven (expresiones sinónimas entre los pueblos cultos). Pero esta digresión nos aleja del bueno de Ayvaz.