Capítulo IV
Capítulo IV:De las disensiones que había en España, y muerte de Doña Juana.
Eran muchas las disensiones que había en España con varios partidos que empezaron a formarse unos a favor de Doña Juana, otros al de su hijo Don Carlos, otros al de su padre, y algunos otros que deseaban viniese a gobernar el emperador Maximiliano I, su suegro, así es que ya en 1520 peleaba la España por su libertad agonizante.
Los partidarios de Carlos V levantaron en Castilla el pendón de la independencia, y los jefes de unos y otros partidos para dar valor a sus determinaciones acudían a Doña Juana. El cardenal Cisneros, entonces regente y gobernador del reino, fue el primero que determinó apelar a la reina para ver si se podía salir de las apuradas circunstancias en que los partidos habían colocado a las provincias y particularmente a Valladolid.
Cuantos iban a tratar sobre asuntos tan delicados con la reina, salían sumamente descontentos por no obtener nunca una contestación digna de aplacar los ánimos de los revolucionarios. Pero el grande talento del cardenal gobernador y de todos los que componían su real consejo, logró, aunque a costa de un incansable trabajo, aplacar las turbulencias; y poco después, cuando falleció el rey Don Fernando el Católico, empezó a gobernar la España el emperador Carlos V, por no hallarse con la capacidad suficiente para ello, su madre Doña Juana. Ya la ocupaba a esta señora otro pensamiento que había venido a acibarar más su miserable vida. El marqués de Denia le trajo la noticia de haber fallecido su padre; noticia que la puso rematada del todo; invocando sin cesar los nombres de su esposo y de su padre, con tan fuertes y descompasados gritos, que había ocasiones en que todos temían por su vida. Ninguna dama ni caballero, se atrevían ya a permanecer solos a su lado. Sus ensangrentados ojos, su descarnada cara, su descompuesto cabello, todo inspiraba horror.
En este triste estado pasó el resto de su vida la infeliz reina en el palacio de Tordesillas, donde estuvo cuarenta y seis años luchando con lo que todos conocen, y no existiendo otra cosa en su imaginación que la memoria de su adorado padre y los celos de su idolatrado esposo.
Después de conocidos los lechos que se han acabado de referir, lo restante de su vida, que a pesar de los largos y terribles sufrimientos, fue larguísima, no ofreció novedad, digna de mencionarse.
La reina de España, Doña Juana, alargó sus días hasta los setenta y tres años, sin que su incurable mal hubiera podido hallar un correctivo, pero en los últimos meses se agravó extraordinariamente. Nunca tuvo dolencia de otro género, de manera que a haber vivido Felipe el Hermoso mucho tiempo, hubiera tenido que espiar su mal proceder para con esta reina, acreedora de mejores miramientos.
A principios del año 1555 empezó a enfermar de bastante consideración; llegando hasta el punto de no querer tomar ninguna medicina. Cuando la obligaban arrojaba al suelo o a la cara de quien se la hacia tomar. Tres meses pasó esta señora en la agonía, no habiendo ya, una persona que quisiera permanecer en su compañía. Todos estaban fatigados, aburridos, de sufrirla. Gritos desaforados y lastimeras voces eran los que se oían en palacio; y todo cuanto se hacia para tranquilizarla era nulo, en lugar de aliviarla, excitaban más y más su furor.
El marqués de Denia, que era uno de los que continuamente estaban a su lado le escribió al rey, su hijo, advirtiéndole de esto mismo, a lo que contestaba Carlos V: «—Sufrid con resignación las impertinencias de mi pobre madre, que el Cielo os recompensará.—» Lo mismo les contestaban las demás personas reales.
Dios quiso por fin recogerla bajo su amparo, pero se asegura muy de positivo que poco antes de morir recobró perfectamente su entendimiento; y cual el que despierta azorado por los mágicos efectos de una terrible pesadilla, y queda después inmóvil y sumergido en un grande abatimiento, así quedó esta soberana... tranquila. Por lo que dedicó su pensamiento a orar fervorosamente, y a la disposición de su alma, a lo cual le ayudó con su inimitable celo San Francisco de Borja, duque de Gandía, que dio la casualidad de hallarse presente a tan terrible acto. El día 11 de abril de 1555 y en su misma noche, que era la del jueves Santo, finalizó su larga y penosa existencia, siendo sus últimas palabras: «—Jesucristo, acogedme en vuestro seno.—» Así terminó esta soberana española, poseída de una pasión aunque lícita, exagerada. Se vuelve a repetir, que si el archiduque hubiera existido, habría espiado terriblemente su crimen solo con ver el incomparable daño que había causado a una reina que no tuvo otro delito que adorarlo con ciega idolatría. ¡Ejemplo terrible, para después de conocido procurar refrenar las exageradas pasiones, que no traen otro resultado que males sin cuento, como se podrá conocer por el retrato que se ha trazado de la reina de España, DOÑA JUANA LA LOCA.
FIN