Los desposeídos (14)
Y hasta permitieron que los reporteros de los periódicos de mala fama lo fotografiasen de pie a la sombra de los viejos sauces, mirando la sencilla y bien conservada lápida:
Laia Asieo Odo 698-769
Ser todo es ser una parte; el verdadero viaje es el retorno.
Lo llevaron a Rodarred, la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales, para que hablase en una sesión plenaria. Shevek había esperado conocer allí, o al menos ver, a gentes de otros mundos, los embajadores de Terra o de Hain, pero el apretado programa de actividades no se lo permitió. Había trabajado mucho en la preparación del discurso, un alegato a favor de la comunicación libre y el mutuo reconocimiento entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Fue recibido con una ovación de diez minutos, todo el mundo de pie. Los semanarios respetables lo comentaron elogiosamente, calificándolo de «un gesto moral y desinteresado de fraternidad humana por parte de un científico eminente», pero no transcribieron pasajes del discurso, ni ellos ni la prensa popular. A pesar de los aplausos, Shevek tenía la curiosa impresión de que en realidad nadie lo había escuchado.
Le concedieron numerosos privilegios y podía entrar libremente en los Laboratorios de Investigación de la Luz, en los Archivos Nacionales, en los Laboratorios de Tecnología Nuclear, en la Biblioteca Nacional de Nio, en el Acelerador de Meafed, en la Fundación de Investigaciones del Espacio de Drio. Aunque cuanto más veía en Urras, más deseaba ver, varias semanas de vida turística le parecieron suficientes: todo era tan fascinante, tan asombroso y maravilloso, que a la larga empezó a sentirse abrumado. Deseaba quedarse en la Universidad, ponerse a trabajar, y reflexionar sobre todo lo que había visto. No obstante, en el último día de visitas panorámicas dijo que deseaba conocer la Fundación de Investigaciones del Espacio. Pae pareció encantado con este pedido.
La vetustez de casi todo cuanto había visto recientemente —siglos, hasta milenios de antigüedad— lo había sobrecogido. La Fundación, por el contrario, era reciente, construida en los últimos diez años, en el elegante y suntuoso estilo de la época. La arquitectura tenía algo de dramático. Habían usado el color en grandes masas. Las alturas y las distancias le parecieron descomunales. Los laboratorios eran amplios y aireados; las fábricas y talleres anexos se alzaban detrás de unos espléndidos pórticos y columnas de estilo neosaetano. Los cobertizos eran enormes bóvedas multicolores, translúcidas y fantásticas. En cambio los hombres que trabajaban allí daban una impresión de mesura y solidez. Apartaron a Shevek de las escoltas habituales y le hicieron recorrer toda la Fundación, incluyendo las distintas etapas del sistema experimental de propulsión interastral en que trabajaban entonces, desde las computadoras y los tableros de dibujo hasta una nave en construcción, enorme y suprarreal a la luz violeta y amarilla del vasto cobertizo geodésico.
—Ustedes tienen tanto —le dijo Shevek al ingeniero que lo guiaba y cuidaba, un hombre llamado Oegeo—. Tienen tantos elementos de trabajo, y trabajan tan bien. Esto es maravilloso... la coordinación, la cooperación, la magnitud de la empresa.
—En el lugar de donde viene usted no podrían hacer nada en esta escala ¿eh? —dijo el ingeniero, sonriendo.
—¿Naves del espacio? Nuestra flota es las mismas naves en que los Colonos llegaron de Urras, construidas aquí en Urras, hace casi dos siglos. La construcción de una simple barcaza para transportar el grano por mar requiere todo un año de planificación, un gran esfuerzo para nuestra economía.
Oegeo asintió.
—Bien, nosotros tenemos los elementos, sí. Pero usted es quien puede decirnos cuándo abandonar este esfuerzo... cuándo tirar todo por la borda.
—¿Tirarlo por la borda? ¿Qué quiere decir?
—El viaje a una velocidad mayor que la de la luz —dijo Oegeo—. La transimultaneidad. La física tradicional dice que no es posible. Los terranos dicen que no es posible. Pero los hainianos, que a fin de cuentas inventaron el sistema de propulsión que nosotros empleamos ahora, dicen que es posible, sólo que no saben cómo hacerlo, pues aún están aprendiendo de nosotros los rudimentos de la física temporal. Evidentemente, si alguien en los mundos conocidos tiene la clave, doctor Shevek, ese alguien es usted.
Shevek lo miró de hito en hito, como quien toma distancia, los ojos claros, duros, transparentes.
—Yo soy un teórico, Oegeo, no un inventor.
—Si usted nos proporciona la teoría, la secuencia y la simultaneidad unificadas en una teoría general del tiempo, nosotros inventaremos las naves. ¡Y llegaremos a Terra, o a Hain, o a la próxima galaxia, en el instante mismo de partir de Urras! Ese cacharro —indicó con la mirada el cobertizo en que la nave gigantesca a medio construir parecía flotar entre los haces de luz violeta y anaranjada— será entonces tan vetusto como una carreta de bueyes.
—Usted sueña como construye, con verdadera esplendidez —dijo Shevek, todavía serio y retraído. Había muchas otras cosas que Oegeo y los demás querían mostrarle y discutir con él, pero al cabo de un momento les dijo con una naturalidad que disipaba cualquier sospecha de ironía:
—Creo que sería mejor que me devolvieran ahora a mis custodios.
Así lo hicieron; se despidieron cordialmente. Shevek entró en el automóvil, y volvió a salir.
—Me olvidaba —dijo—, ¿queda tiempo para ver una cosa más en Drio?
—No hay nada más en Drio —dijo Pae, cortés como siempre, aunque aún molesto por las cinco horas que Shevek había pasado con los ingenieros.
—Me gustaría ver la fortaleza.
—¿Qué fortaleza, señor?
—Un antiguo castillo, de la época de los reyes. Más tarde lo utilizaron como prisión.
—Cualquier cosa de esa naturaleza ha de haber sido demolida. La Fundación reconstruyó toda la ciudad.
Cuando ya estaban dentro del automóvil, en el momento en que el chofer cerraba las portezuelas, Chifoilisk (probablemente otro de los motivos del malhumor de Pae) preguntó:
—¿Por qué quería ver otro castillo, Shevek? Creía que estaba harto de ver ruinas vetustas.
—La fortaleza de Drio es el sitio en que Odo pasó nueve años —respondió Shevek que parecía ensimismado desde que hablara con Oegeo—. Después de la Insurrección de 747. Allí escribió las Cartas de la Prisión y la Analogía.
—Temo que ya la hayan demolido —le dijo Pae con simpatía—. Drio era una ciudad casi moribunda, y la Fundación la demolió y la reconstruyó luego desde los cimientos.
Shevek asintió. Pero cuando el automóvil subió por una carretera ribereña, para tomar el desvío que conducía a Ieu Eun, pasaron junto a un peñón en la curva del río Seisse, y allá, en lo alto del risco, había un edificio sombrío, ruinoso, implacable, con resquebrajadas torres de piedra negra. Nacía podía ser más diferente de los alegres y fastuosos edificios de la Fundación de Investigaciones del Espacio, de cúpulas diáfanas y talleres luminosos, de jardines y senderos cuidados con esmero. Nada, en verdad, podía hacer que se parecieran tanto a trocitos coloreados de papel.
—Esa, creo, es la Fortaleza —observó Chifoilisk, contento siempre de hacer un comentario inoportuno en el momento menos adecuado.
—Completamente en ruinas —dijo Pae—. Ha de estar abandonada.
—¿Le gustaría detenerse un momento para echarle un vistazo, Shevek? —preguntó Chifoilisk, dispuesto a llamar por la pantalla al conductor.
—No —dijo Shevek.
Había visto lo que quería ver. Todavía había una Fortaleza en Drio. No necesitaba entrar y recorrer los recintos ruinosos en busca de la celda donde Odo había pasado nueve años. Sabía cómo era la celda de una prisión.
Alzó los ojos, el semblante todavía frío y pensativo, y miró los muros pesados y oscuros que ahora se proyectaban casi por encima del automóvil. He estado aquí durante mucho tiempo, decía el fuerte, y todavía estoy aquí.
Cuando volvió a sus habitaciones, después de la cena en el Refectorio de los Decanos, Shevek se sentó solo junto al hogar. Era verano en A-Io, se acercaba el día más largo del ano, y aunque habían dado las ocho, aún había luz. Del otro lado de las ventanas abovedadas, el cielo conservaba unos restos del azul diurno, un azul puro y tierno. El aire templado olía a hierbas recién cortadas y a tierra húmeda. Había luz en la capilla, del otro lado del bosquecillo, y la brisa leve traía una música apagada. No el canto de los pájaros, sino una música humana. Shevek escuchó. En el armonio de la capilla alguien tocaba las armonías numéricas, tan familiares para Shevek como para cualquier urrasti. Odo no había intentado renovar las relaciones musicales básicas, junto con las relaciones humanas. Ella siempre había respetado lo necesario. Los Colonizadores de Anarres habían renegado de las leyes de los hombres, pero habían llevado consigo las leyes de la armonía.
En la habitación amplia, apacible, había sombra y silencio. Shevek miró en torno, el doble arco perfecto de las ventanas, el leve centelleo de los ribetes del entarimado en la creciente oscuridad, la curva saliente, borrosa de la chimenea de piedra, la admirable proporción de los artesones murales. Era una habitación hermosa y humana. Una habitación muy antigua. La Residencia de los Decanos, le habían explicado, había sido construida en el año 540, hacía cuatrocientos cincuenta años, doscientos treinta años antes de la Colonización de Anarres. Mucho antes de que naciera Odo, generaciones de sabios y eruditos habían vivido, trabajado, hablado, pensado, dormido, muerto en esta habitación. Durante siglos, las armonías numéricas habían flotado por encima de la hierba, a través del bosquecillo. He estado aquí durante mucho tiempo, le decía a Shevek, y todavía estoy aquí. ¿Qué haces tú aquí?
Shevek no tenía respuesta. No tenía derecho a la gracia y la generosidad de este mundo, conquistadas y mantenidas merced al trabajo, la devoción, la lealtad. El Paraíso es para quienes construyen el Paraíso. El no era de aquí. Era un hombre de frontera, de una casta que había renegado del pasado, de la historia. Los Colonizadores de Anarres que volvieron la espalda al Viejo Mundo y al pasado, habían elegido el futuro. Pero tan inevitablemente como el futuro se convierte en pasado, el pasado se convierte en futuro. Renegar del pasado no es triunfar. Los odonianos que abandonaron Urras habían cometido un error, aquel coraje desesperado había sido un error, el error de renegar de la historia, de renunciar a la posibilidad del retorno. El explorador que no vuelve, o que no envía de regreso sus naves para que cuenten lo que ha visto, no es un explorador, es un aventurero, y sus hijos nacen en el exilio.
Shevek había venido para amar a Urras, pero ¿qué tenía de bueno ese amor anhelante? No era parte de Urras. Tampoco era parte del mundo en que había nacido.
Aquel sentimiento de soledad, la certeza del aislamiento, que había experimentado a bordo del Alerta en las primeras horas, volvía a poseerlo, a crecer en él, a imponérsele como su condición verdadera, ignorada, reprimida, pero absoluta.
Estaba solo aquí, pues venía de una sociedad que había elegido el exilio. Y también en su mundo había estado siempre solo, porque él mismo se había exiliado del resto de la sociedad. Al marcharse, los Emigrantes habían dado un paso, sólo uno. Él había dado dos. Y estaba solo, solo consigo mismo, pues había decidido correr el riesgo de la aventura metafísica.
Y había estado bastante loco como para creerse capaz de unificar dos mundos a los que él no pertenecía.
Allá, afuera, vio el azul del cielo nocturno. Por encima de la vaga oscuridad del follaje y de la torre de la capilla, por sobre la línea oscura de las colinas, que en la noche parecían más sombrías y remotas, asomaba un resplandor, una claridad que se expandía suave, luminosa. Sale la luna, pensó, con un sentimiento de gratitud ante algo que le era Familiar. No hay rupturas en la totalidad del tiempo. De niño había visto cómo salía la luna desde la ventana del domicilio en los Llanos, junto a Palat; la había visto cómo asomaba por encima de las colinas de la adolescencia; sobre las llanuras resecas de La Polvareda; por encima de los tejados de Abbenay, contemplándola junto con Takver.
Pero aquélla no era la misma luna.
Alrededor se movían las sombras, pero él continuaba sentado e inmóvil mientras el plenilunio de Anarres trepaba por encima de las colinas extrañas, moteado de castaño y de un azul blanquecino, radiante.