Tiempo, dinero, laboriosidad, pureza
Nueve Tesoros Que Se Pierden Con La Lectura De Novelas
Se pierde tiempo y dinero y es la primera y la menor de las pérdidas.
Porque en verdad el que lee novelas no se contenta con leer una o dos, sino que aficionado a ellas lee todas cuantas le vienen a la mano, y emplea en ellas todo cuanto tiempo puede emplear.
Dinero piérdese mucho, porque es género caro muchas veces. Sobre todo las novelas por entregas son un verdadero robo que se hace a domicilio, con la socaliña más indecente, vendiendo las novelas más asquerosas y abominables en moral, en literatura, en impresión, en ilustraciones, en todo. Yo aseguro que no hay novela de esas que no se cobren el quíntuplo del precio verdadero. Diez céntimos por cada diez o veinte páginas de crímenes y deshonestidades y tonterías y bajezas es un robo en el editor y una tontería en el comprador.
Se pierde la laboriosidad.
La laboriosidad, esa afición a ocupaciones serias que es fuente de innumerables bienes en esta vida, es incompatible con la afición a leer novelas.
Gala de la novela es nunca terminar un capítulo sin dejar el interés suspenso, de modo que el lector quede obligado a empezar otro capítulo: nunca terminar un lance sin que esté ya comenzado otro nuevo, de manera que nunca quede satisfecha la curiosidad, ni haga punto aparte la atención.
Ved, pues, a una novelista recorrer el primer capítulo casi con indiferencia, como se recibe la primera visita de unos desconocidos. Pero desde el segundo ved a la infeliz que no suelta el libro, o mejor dicho, no se puede soltar del libro que se le ha pegado.
Al acostarse lleva el libro a la cama para ver en qué para aquello... Y como aquello no para, a la mañana después de levantarse, se empieza por curiosidad otro capítulo para ver en qué para aquello... Se deja el libro abierto mientras se toma el chocolate para ver enseguida en qué para aquéllo... y antes de comenzar el trabajo de la mañana se acaba la mañana leyendo hasta ver en qué para aquéllo... Déjase el plumero en un ángulo, suspendido el trabajo, por ver siquiera otro capítulo y en qué para aquéllo... Déjase la aguja en la batista y el bordado en el velador por leer otro párrafo en que tal vez termine aquéllo...
Debajo del libro de estudio, en el cesto de labor, junto al libro Mayor o Diario de cuentas, a un lado del mostrador, en el rincón del mirador o en la repisa de la chimenea, se tiene el libro pronto a devorar en su lectura todo el tiempo que sobra... y ¡la mitad de lo que no sobra!...
Por él se llega tarde a la clase y a la oficina, por él se ha sacado mal el problema ó se lleva sin aprender la asignatura, por él se eterniza meses y meses un bordado de cuatro días, por él se llega a misa al evangelio: se levanta leyendo, se acuesta leyendo, se va a rezar el rosario leyendo la última página, se reza la salve última, si no leyendo, abriendo el libro para leer enseguida y ver en qué para aquéllo, que todavía no para sino en impediros trabajar hasta que acabe la novela, y en dejaros después de acabada fatigados con una impresión nebulosa y un vago deseo de conocer a aquellos infelices que habéis conocido en la novela, y a quienes dierais cualquier cosa por tratarlos... y sin ganas para nada...
Niñas, si en el colegio se os ha despertado la afición a leer más que a trabajar, sois desgraciadas. Porque ni filosofía, ni ascética, ni historia, ni ningún libro serio, no leeréis mucho: lo sé. No haréis otra cosa que leer novelas, como tantas jóvenes que salen hoy de los colegios incapaces de otra cosa ninguna. Casi valiera más que saliesen sin saber leer.
Pero todavía se pierden cosas mayores.
Se pierde la pureza.
¿Porque sabéis qué son la mayor parte de las novelas? ¡Cantos de amor!... Pero no he dicho bien. ¡Cantos de amores! que es una cosa mucho peor.
Asuntos de que vuestra madre no permitiría que se tratase delante de vosotros en visita, historias que si sucediesen en realidad se os procurarían ocultar, diálogos que si los oyéseis en la sala vecina os taparíais los oídos, escenas que si las vieseis os cerraríais los ojos, y muchas cosas que no me atrevo a describir, para que no me reprenda el consejo de San Pablo, ni siquiera se los mencione entre ustedes, eso es lo que se lee en las novelas.
Había una madre dado a una hija que yo conocí una novela. La pobre nina empezó a leerla, pero espantada con el instinto de su pureza del pozo negro en que se iba metiendo... saltó del segundo capítulo... al fin y devolvió el libro a su madre, diciendo a ella: «ya he terminado» y a mí: «Padre, yo no sabía aquellas cosas: me asusté y lo pasé de un salto».
Pero cuántas de vosotras que no saben dar el salto, enlodan en la amorosa ciénaga sus zapatitos blancos, su túnica de nieve y hasta su frente de azucena!
La novela es el arte de enseñar amoríos. Es el arte de familiarizar al lector con todos los atrevimientos y deslices. ¡Desgraciada la mujer que se aficiona a novelas! Yo me he puesto a leer por necesidad algunas que sé que las han leído muchas señoras cristianas... y confieso que no entiendo cómo una señora pudorosa puede leerlas sin perder la virginidad del alma en su lectura. Imposible, imposible, imposible!! !
Pero aún se pierde más.