Capítulo 2. La buenaventura
La señora Clara estaba esperando a las gitanillas con sus doncellas y dueñas, así como con las de otra vecina suya.
–¡Qué cabello de oro! ¡Qué ojos de esmeraldas! –dijo doña Clara cuando vio a Preciosa.
–¡Por dios, tan linda es que hecha de plata no podría ser mejor! –dijo el escudero de brazo de la señora Clara– ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
–De tres o cuatro maneras– respondió Preciosa.
La señora Clara, emocionada, pidió a Preciosa este servicio. La vieja dijo:
–Si le dan la palma de la mano y una moneda para hacer la cruz, verán que sabe más que un doctor.
Buscaron todos una moneda para Preciosa, pero nadie parecía tener blanca. Solo una criada sacó un dedal de plata. Preciosa tomó el dedal y la mano de la señora y dijo:
Hermosita, hermosita, la de las manos de plata, más te quiere tu marido que el Rey de las Alpujarras. Cosas hay más que decirte; si para el viernes me aguardas, las oirás, que son de gusto, y algunas hay de desgracias.
Estos y otros versos dijo Preciosa, y todas querían saber su buenaventura; ella prometió decirla el viernes siguiente y todas ofrecieron reales de plata para las cruces. Mientras, llegó el teniente.
Quiso ver bailar a las gitanillas y quedó contento con ellas, pero tampoco él, tras rascar bien el bolsillo con grandes gestos, encontró ninguna moneda. Preciosa vio que no le querían dar nada y dijo al teniente:
–Volveré a servir a tan principales señores, pero sin esperar nada, que así me ahorro la fatiga de esperarlo.
–Ea, niña, no hables más –dijo la gitana vieja– que sabes más de lo que yo te he enseñado. Eres demasiado altanera.
De esta forma se despidieron las gitanas hasta el viernes siguiente.
Un día que volvían a Madrid con las demás gitanillas, en un valle vieron a un mancebo gallardo y ricamente vestido en el camino. Traía espada y daga como ascuas de oro y un sombrero con rico cintillo y plumas de colores.
Se acercó a las gitanas y pidió a la anciana permiso para hablar. Se desviaron unos pasos y el mancebo dijo:
–Vengo rendido a la discreción y belleza de Preciosa. Señoras mías, soy caballero como demuestra este hábito –y descubrió en el pecho uno de los más altos de España–; soy hijo único y espero un razonable mayorazgo. Quisiera ser aún mayor señor para hacer a Preciosa mi igual y mi señora: quiero servirla, su voluntad es la mía.
Para terminar, les dijo su nombre y sus señas y les entregó cien escudos de oro como señal de su intención.
–Yo, señor caballero –respondió Preciosa– soy gitana pobre pero mi ánimo es fuerte. No me mueven promesas ni me convencen regalos. Aunque tengo solo quince años entiendo más de lo que mi edad promete. Sé ya que las pasiones de los recién enamorados desaparecen cuando se alcanza lo que se desea y se aborrece lo que antes se adoraba. Por eso yo no creo en ninguna palabra y dudo de muchas obras. Tengo una sola joya que es mi virginidad y la estimo más que a la vida: no la vendo a precio de promesas ni dádivas. Si vos venís por esta prenda, solo la llevaréis con los lazos del matrimonio. Y si queréis ser mi esposo, primero tengo que saber si sois el que decís; luego, debéis dejar vuestra casa y cambiarla por nuestros ranchos. Debéis vivir como gitano durante dos años; durante este tiempo seremos hermanos en el trato. Sin esta condición no seré vuestra nunca.
–Preciosa mía –replicó el gentilhombre–, mi amor por ti me obliga a hacer lo que me pides. Considérame gitano desde ahora. Pienso engañar a mis padres diciendo que voy a Flandes, y en ocho días estoy aquí. Solo le pidió una cosa a Preciosa: después de informarse de su calidad y la de sus padres, no debía ir más a Madrid, pues él temía que allí pudiera encontrar a otros hombres.
Preciosa replicó:
–Eso no: conmigo debe reinar la libertad; los celos no deben estorbarla. Mi honestidad se verá siempre, incluso desde lejos: debéis tener confianza en mí, porque los amantes que muestran celos o son simples o son confiados.
–Muchacha, pareces poseída por Satanás –dijo la gitana vieja–: sabes de amor, de celos, de confianzas: ¿cómo es esto? Te escucho como a persona espiritada que habla latín sin saberlo.
–Abuela, esto que oye no es nada: mucho más me queda en el pecho.
Finalmente quedaron en verse en aquel lugar ocho días después. Sacó el mozo una bolsita con cien ducados de oro para dárselos a la vieja. Preciosa no los quería aceptar, pero la gitana dijo:
–Calla niña, que la mejor prueba de que este señor está rendido es que ha entregado las armas; y el dar es señal de generosidad. Y además, no quiero yo que por mi culpa las gitanas pierdan el nombre que tienen desde hace siglos de codiciosas: ¿quieres que deseche cien escudos? Y si alguno de nuestros parientes cae en manos de la justicia, ¿hay algo mejor que estos escudos para obtener el favor del juez? Nosotras tenemos un oficio muy peligroso y solo con los doblones se nos muestra alegre el procurador. Prefieren castigarnos a nosotras, pobres gitanas, que a un salteador de caminos: dicen que vamos rotas y grasientas pero que estamos llenas de doblones.
Ante todos estos razonamientos Preciosa cedió, pero quiso compartir el oro con sus compañeras. Concertaron, pues, que su nombre de gitano iba a ser Andrés Caballero, por ser éste un apellido que tenían también otros gitanos. Luego Andrés las dejó y se fue a Madrid y ellas hicieron lo mismo.
A Preciosa no le pareció mal Andrés, y deseaba saber pronto si era quien decía. Entrando en Madrid, se encontró con el paje de las coplas y el escudo; él, al verla, le preguntó si había leído sus versos, pero Preciosa quiso saber si era él el poeta.
–El nombre de poeta lo merecen muy pocos; yo soy solo un aficionado a la poesía. Los que te di son míos, y estos que te doy ahora también, mas no soy poeta, ni Dios lo quiera.
–¿Tan malo es ser poeta? –replicó Preciosa.
–No es malo –dijo el paje–, pero ser solo poeta no es bueno. La poesía es una joya preciosísima, y su dueño no la muestra todos los días a todas las gentes. La poesía es una bellísima doncella, casta, honrada, aguda y retirada. Es amiga de la soledad, los prados la consuelan, las flores la alegran y deleita a todos los que con ella comunican. Pero, ¿por qué me haces esa pregunta, Preciosa?
Respondió ella que, como pensaba que los poetas eran pobres, le causaba maravilla el escudo de oro que el paje le había dado.
–Ahora que sé que no sois poeta sino solo aficionado –dijo Preciosa–, podría creer que sois rico, pero lo dudo.
El paje replicó que él no era ni rico ni pobre, y que podía sin problemas regalar un escudo a quien quisiera. Dio a Preciosa otro papel y cuando ella notó el escudo dentro, dijo:
–Señor paje, este papel trae dos almas: una la del escudo y la otra la de los versos. No quiero tantas almas: si no saca una, no me quedaré con la otra. Le acepto como poeta, no como dadivoso, y de esta forma seremos siempre amigos.
El paje entonces aceptó quedarse con el escudo para poder regalarle sus versos. Le devolvió Preciosa el escudo y se quedó con el papel, pero no lo quiso leer en la calle. El paje se fue contentísimo, pensando que Preciosa estaba enamorada, pues era ya muy afable con él.