Capítulo II
Capítulo II :De cómo se casó Doña Juana, los hijos que tuvo y otros asuntos del mayor interés.
Cuando el temporal se hubo apaciguado, dispusieron el viaje hacia Flandes; y el 8 de septiembre desembarcaron en la bahía de Ramna, puerto situado en las inmediaciones de Holanda, sin otro contraste que haber desaparecido varias alhajas de gran valor de la princesa, porque el navío donde se encontraba su recámara encalló en un banco llamado el Monge, sitio bastante peligroso.
El príncipe que el Cielo había destinado para esposo de Doña Juana, habitaba entonces un suntuoso palacio en Lande, pueblo del Tirol; mas cerciorado de la venida de su cara prometida, abandonó este, dirigiéndose con la mayor velocidad a Lieja, donde tuvo el placer de admirar la belleza de la infanta, después de haberla esperado impaciente en esta ciudad trece días. Inmediatamente se puso en ejecución el casamiento habiéndoles dado las bendiciones Don Diego de Villaescusa, deán de Jaén.
Practicadas con la mayor solemnidad y magnificencia las ceremonias de costumbre, pasaron a Amberes, y de aquí a Bruselas, donde fueron colmados de enhorabuenas, y donde tenían dispuestas para su llegada los habitantes de esta provincia muchas fiestas, de las cuales estuvieron los jóvenes esposos disfrutando largo tiempo. Tales fueron las diversiones dispuestas por el pueblo de Bruselas, que afirman algunos autores, se le oyó más de una vez decir a Felipe, que de buena gana seria su punto de residencia esta capital.
Es opinión común que Don Felipe era de una arrogante figura, apuesto caballero y muy amigo de vestir con esplendidez. Añádase a esto un carácter amable, por lo cual todos lo apreciaban. Estas cualidades fueron las que le granjearon el renombre de Hermoso. La infanta Doña Juana, era por el contrario extremada y enérgica; pero no obstante, se apoderó de ella una pasión tan vehementísima, que desde el instante que le vio le amó con ciega idolatría. El cariño de Doña Juana hacia Felipe el Hermoso se aumentaba más cada día, por el modo de vivir que observaron, y por el buen comportamiento del archiduque, que como joven, no pensaba en otra cosa que en los placeres; así es que continuamente se hallaban en torneos, saraos y otras diversiones, con las cuales crecía más la pasión de su joven esposa, contemplando la gallardía y la destreza en las armas de su Felipe. Su marido era el objeto de sus adoraciones, en él tenia depositado su corazón, y para él únicamente vivía; el joven archiduque pagaba este cariño a Doña Juana con todo el calor de su corta edad, y las galantes maneras de un príncipe, de suerte que la infanta se contaba por uno de esos seres más felices, y mucho más cuando llegó a notar que pronto iba a ser madre.
Llegó la ocasión en que partieron para Flandes después de algún tiempo, donde dio a luz Doña Juana el 15 de noviembre de 1498 a Doña Leonor, continuando hasta entonces ileso su amor en ambos y no cesando de ser el ejemplo de los esposos bien queridos. A pesar de que aunque no hubiera sido así, bastaba solamente la posesión del fruto de su casamiento para que hubiese tomado más incremento su acendrado cariño.
No tuvo para sus estados el mejor éxito haber nacido hembra; pero sin embargo, como eran queridos los padres, fue apreciada la hija. Dos años después, el año de 1500, marcharon a Gante, donde el día 21 de febrero tuvieron un hijo, al cual nominaron Carlos, después conocido en todo el universo por su fama y poderío. Grande era el alborozo que se veía pintado en los semblantes de los habitantes de aquellos estados, esforzándose cada cual a expresar la alegría que experimentaba por el heredero príncipe. Innumerables también fueron las fiestas que con tan solemne motivo se ejecutaron, y seria por lo tanto causa de elevar el extracto de esta historia a una inmensa altura.
Empezaba por esta época ya Doña Juana a sumirse en la desesperación; porque desde que la fortuna parecía inclinar todo el favor al recién nacido, empezaba a desvanecerse como por ensalmo la felicidad de la madre del emperador Carlos V.
La desgracia vino a arrebatar la vida en el mismo año de 1500 a fines de julio al infante Don Miguel, hijo del rey Don Juan de Portugal, último vástago en la línea masculina de los reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, recayendo por consecuencia la corona de España, en la madre de Doña Leonor y Don Carlos.
Don Fernando y Doña Isabel llamaron inmediatamente a Don Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, y le intimaron la orden de pasar cuanto antes a Flandes para hacer sabedores a los archiduques de este suceso, para que les felicitase en sus reales nombres, y los hiciese conocer la imperiosa necesidad que tenían de preparar su viaje a España, pues ya los aguardaban con impaciencia para ser jurados como príncipes de esta gran nación, de que el Cielo se había dignado dejar por únicos herederos. Pocos días transcurrieron sin que Don Juan de Fonseca cumpliera su cometido; pero el hallarse en cinta Doña Juana y las muchas y delicadas ocupaciones que en este tiempo llegó a tener Felipe el Hermoso en aquellos estados, fueron causa de que no se pudiera verificar el proyectado viaje hasta finalizado ya el año de 1501, en el cual nació su tercer hijo, (Doña Isabel.) Eran tan continuas las instancias que dirigía Don Fernando desde su corte, que se vieron obligados los archiduques a ponerse en camino, aun sin hallarse completamente restablecida Doña Juana de la indisposición de su parto, de modo que resolvieron hacerlo por tierra, atravesando los estados franceses.
Los soberanos de esta nación los recibieron con la mayor afabilidad, prodigándoles incesantes muestras de cariño, y tratándolos con el decoro y respeto debidos a tan poderosos señores.
Un pequeño disgusto ocurrido fue la causa de que los archiduques se pusieran más pronto en marcha de Francia para España. Un día de fiesta salió a misa solemne la real familia francesa, acompañada de sus augustos huéspedes. Al ofertorio se acercó una dama a Doña Juana, aproximando a su mano una cantidad de monedas, para que según costumbre la ofreciese al público en nombre de la reina. Esta la rechazó con violencia, diciendo: «—Haced saber a vuestra soberana que yo no ofrezco por nadie, ¿lo entendéis? —». Con el dinero y la respuesta volvió la mensajera a la reina, quien en alto grado sintió un desaire tan marcado; mas tratando de refrenar su enojo, se contentó con pagar aquel con otro mayor, que era el no ofrecerla la salida de la iglesia antes que a la real comitiva. La perspicacia de Doña Juana la hizo presentir algo sobre este particular, y efectivamente no se engañaba, porque concluida ya la misa, empezó a reunirse la familia, y sin embargo, ella quedaba en la iglesia. La reina aguardó un poco en la calle, pero Doña Juana haciendo como que ignoraba todo esto, permaneció en aquella posición largo rato, dirigiéndose luego sola a palacio.
Todo se volvían hablillas en la Corte sobre el desaire que queda explicado, y hubieran pasado más adelante si el archiduque no tratase de disculpar a su esposa de los tiros que se la dirigían; por lo cual tuvo que abreviar precipitadamente su viaje para el suelo español.
Ya habían comenzado los días de 1502, cuando hicieron su entrada en España por Fuenterrabía. En esta capital los aguardaba según recomendación de Don Fernando y Doña Isabel, Don Bernardo de Sandoval y Rojas, que los acompañó por Burgos, Valladolid y Madrid a Toledo, punto donde estaban convocadas las Cortes generales del reino, y donde después fueron jurados herederos de la corona de España, que según cálculo, fue el 22 de mayo del mismo año 1502. Después pasaron a ser jurados igualmente a los reinos de Aragón y Valencia, en cuyo viaje les acompañaron sus padres.
De regreso ya de esta expedición hubo que detenerse en Alcalá de Henares a consecuencia de encontrarse próxima a parir Doña Juana. Todas las fiestas que se preparaban en la corte a los herederos archiduques, tuvieron que suspenderse para ejecutarlas luego con el doble objeto del nuevo alumbramiento de un príncipe, el cual tuvo efecto, el día 10 de marzo de 1503 con el nacimiento del infante Don Fernando quien sucedió después al emperador Carlos V en el imperio de Alemania.
Las ocurrencias que había por entonces en los estados de Felipe el Hermoso, no le permitían continuar por más tiempo en España: así es que determinó ponerse en marcha al instante, aun en contra de su voluntad, no bastando ni los ruegos de su madre, ni los de Doña Juana para hacerle desistir de su empeño. Desde esta época fatal data la locura de la madre de tantos reyes. Desde este tiempo fue tan desgraciada una mujer digna de mejor suerte. Cualquier persona que sepa lo que son los celos, podrá juzgar de los que tenía Doña Juana, pues se presumía que hasta su sombra iba a arrebatarle un esposo tan querido. Felipe por su parte la había pagado con justo valor el amor que depositara en él; mas se le iba extinguiendo, no le entusiasmaban ya los repetidos halagos de su esposa, y por esto no le causaba sentimiento su partida, verificándola aun antes de que esta se hallase repuesta de la indisposición de su parto.
En la comitiva que acompañó a Doña Juana, formando su servidumbre, cuando pasó a Flandes para efectuar sus bodas, iba una joven, que era la admiración de todos. Rubia poseía una hermosura agradable y seductora, graciosa en demasía, y de un talento extraordinario. El hallarse en el palacio de los archiduques, motivó que Felipe el Hermoso de vuelta de España, una vez desembarazado de los halagos sin límites de Doña Juana, la mirase con tal adhesión, que al fin concluyó por apasionarse ciegamente de los atractivos de la rubia española, cuya magnífica cabellera dorada llegó a seducir su corazón.
No tardó mucho en sucumbir a las reiteradas instancias de Felipe, la que pocos días hacia no era más que una sirviente y que ahora ocupaba el lugar de una reina. La murmuración y la envidia empezó a sentirse en palacio, y por consiguiente no duró mucho sin que se divulgase este acontecimiento, de tal manera, que con la mayor rapidez vino la noticia a España, y al momento se enteraron las personas reales.
¿Será posible explicar lo que padeció Doña Juana al ser sabedora de esta noticia? Esta y no otra fue lo que privó a la archiduquesa de su razón hasta que dejó de existir. Este y no otro fue el más agudo puñal que introdujera Felipe en su amante pecho. Deténgase cualquiera que haya amado en este punto, y considere la fiebre devoradora que se apoderaría de un carácter tan firme y enérgico como el de Doña Juana. Tormentos indecibles sufría; tormentos que turbaban su razón hasta el delirio: hasta no querer abrazar a lo que más quería en el mundo después de su esposo, que eran sus hijos. Su rostro siempre triste y demudado, revelaba los atroces tormentos que experimentaba: su errante mirada parecía como querer distinguir un objeto, el cual encontrado, apartaba su vista, colmándolo de improperios e imprecaciones; huía de todas las personas y no prefería más que la soledad: en esta hallaba distracción, dedicando su pensamiento a Felipe, a pesar de serle infiel. Con este motivo determinó abandonar la Corte, y retirarse a la Mota de Medina del Campo, por estar íntimamente persuadida de que en este lugar se vería libre de los observadores cortesanos, y poder desde allí escribir a la reina Isabel, su madre, noticiándola de su última resolución, que era la de partir a la mayor brevedad a Flandes, para de esta suerte volver a ser dueña del corazón de su esposo, y destruir cuanto antes el amor que hubiera depositado en la rubia española. La reina Isabel, antes que su hija, estaba enterada de todo; conocía perfectamente el ardiente amor que esta profesaba a su marido, y presumiéndose que tal vez su partida seria el móvil principal de un gran escándalo, trató de evitar su marcha, aunque a costa de mucho trabajo. Conocía que las relaciones de amor de Felipe eran demasiado nuevas para que tan pronto pudiese haber un rompimiento. Así es que trataba de disuadirla de la idea de marcharse, poniéndola por pretexto el hallarse sumamente delicada su salud, y también el encontrarse su padre celebrando Cortes en Aragón, el cual adorándola tan entrañablemente, sentiría muchísimo el que se hubiera tomado esta determinación sin su consentimiento. Tanto la reina Católica como su hija Doña Juana, llevaban su intención; la primera, por ver si podía sin dar escándalo, desvanecer el amor que había puesto Felipe en la camarista; y la segunda, porque quería dar una lección a su esposo, confundiendo a su querida.
No dejaba Doña Juana de escribir a su madre con el objeto indicado; pero inútiles habían sido hasta entonces sus súplicas para alcanzar el permiso de esta: había llegado hasta el punto de mandar a los personajes más influyentes de su corte para si por este medio lograba lo que hubiera deseado aun a costa de su vida. Mas viendo que todo era en vano, tomó la determinación de marcharse sin el consentimiento de su madre, sin que llegase a oídos de su padre, y si era posible, sin que se enterasen más que los conductores de su carruaje. A aquellas personas en quien tenia depositada su confianza dio las órdenes oportunas para que a la mayor brevedad preparasen los útiles más necesarios de marcha. Todo se encontraba ya dispuesto; pero quiso la casualidad fuese avisada Doña Isabel de esta resolución inesperada, por lo cual mandó inmediatamente a Don Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, para que la suplicase en su nombre no marchara. A punto de subir al carruaje estaba ya Doña Juana cuando llegó el enviado de la reina. Un momento después no la hubiera encontrado. Mandó al instante Don Juan de Fonseca se retirase el carruaje, y en seguida se fue a ver a la archiduquesa, a la cual encontró ya a la puerta del palacio de la Mota, preparada a marchar en traje de camino. Con el acatamiento que requería su posición, la hizo sabedora de la orden de la reina Católica, intimándola a que volviese a su aposento, mas la archiduquesa no se hallaba ya en el caso de guardar consideraciones de ningún género, así es que no contestó una palabra; en el calor de su vehemente pasión no encontraba más que misterios, agentes secretos de su rival y de su infiel esposo, que no tenían otro entretenimiento que retardar su partida. El obispo de Córdoba apuraba en vano sus instancias aun presentándole a cada palabra el nombre de su madre, pero ya cansada de escuchar desobedeció la orden y los ruegos de este, y preparándose a salir: «—Dejadme—, dijo, —es un deber sagrado el que no me detenga a nada en este viaje—.» Entonces el obispo mandó a cerrar la puerta, dejando de la parte de dentro a la desgraciada Doña Juana.
Viéndose encerrada esta señora llegó al colmo de su desesperación, y empezó a proferir tanto denuesto y tan insolentes frases, que Don Juan de Fonseca se fue sumamente irritado, a pesar de haberlo mandado llamar a la archiduquesa por medio de su gentil-hombre de cámara, Don Miguel de Ferrera. No quiso volver, sino que tomó el camino de Segovia, donde a la sazón se hallaba la reina Doña Isabel.
Llegado que hubo Don Juan de Fonseca a donde estaba la reina le dio parte de todo lo ocurrido con la princesa; Doña Isabel, a pesar de lo débil que se hallaba y de la multitud de negocios que le proporcionaba su alta posición, se puso en camino para la Mota de Medina del Campo, presumiéndose que tal vez su presencia haría desistir a su hija de un proyecto para ella tan sensible. Después de los cumplimientos de costumbre y a los cuales no prestaba atención esta, la prometió que muy pronto iría a reunirse con su marido. «—Nunca quiera Dios—, decía la reina, —que mi voluntad ni la del rey vuestro padre sea la de apartaros del lado de vuestro esposo, y si otra cosa sobre este particular se han atrevido a deciros, despreciadla—.»
Estas y otras razones le exponía Isabel, y ella en su frenesí, no respondió más que: «—Son inútiles los ruegos del mundo entero: no cejaré ni un ápice... ¡El padre de mis hijos!... yo quiero verlo—»...
Pronunciaba estas palabras, y anegada en lágrimas, se arrojaba al suelo, rechazando los cuidados que todos trataban de prodigarle.
Terminadas ya las Cortes de Aragón, no creyó prudente el rey Fernando, detener por más tiempo su viaje, porque ya era sabedor de lo que sucedía con su hija, cuya enajenación mental se fomentaba cada día, y era muy posible que el detenerla mas, hubiera sido causa de declarar su locura.
Premeditando esto mismo, mandó aprestar una armada en el puerto de Laredo concediendo al mismo tiempo a su hija, el permiso para que practicase su expedición a Flandes.
Los trasportes de alegría que experimentó Doña Juana con la última voluntad de su padre, son indescriptibles, y pocos días después se preparaba a hacer su deseada expedición.