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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (30)

Los desposeídos (30)

Los falsos comienzos y futilezas de los años anteriores resultaron ser basamentos, cimientos puestos a ciegas aunque bien puestos. Sobre ellos, metódica y cautelosamente pero con una habilidad y una certeza que no parecían venir de él, sino de un conocimiento que pasaba por él, que lo usaba como vehículo, Shevek edificaba la hermosa e inmutable estructura de los Principios de la Simultaneidad.

A Takver, como a cualquier hombre o mujer que ha decidido acompañar a un espíritu creador, no siempre le era fácil aquella vida. Aunque la existencia de Takver era necesaria para Shevek, la presencia real de ella podía ser una distracción, Takver evitaba volver al cuarto demasiado temprano, pues a menudo él dejaba de trabajar cuando ella llegaba, y ella tenía la impresión de que esto no era justo. Más adelante, cuando fueran gente mayor, aburrida, él podría ignorarla, pero no a los veinticuatro. Por lo tanto ella organizaba las tareas de laboratorio para no regresar hasta media tarde. La solución no era perfecta, pues Shevek necesitaba que lo cuidaran. Los días en que no tenía clases podía estar sentado a la mesa de seis a ocho horas consecutivas. Cuando se levantaba trastabillaba, parpadeaba, le temblaban las manos, y era apenas coherente. El uso que el espíritu creador hace efe sus vehículos es brutal, los consume, los descarta, busca un nuevo modelo. Para Takver no había repuestos, y cuando veía de qué forma despiadada se servía de Shevek, protestaba. Hubiera exclamado como Asieo, el esposo de Odo:

—Por amor de Dios, mujer, ¿no puedes servir a la Verdad poco a poco? —con la diferencia de que la mujer era ella, y no tenía relación con Dios.

Conversaban, salían a caminar o a los baños, luego a cenar en el comedor del Instituto. Después de la cena había reuniones, o un concierto, o veían a los amigos, Bedap y Salas, y otros del mismo círculo, Desar y gente del Instituto, colegas y amigos de Takver. Pero las reuniones y los amigos pertenecían a un orden periférico. Para ellos la participación social o sociable no era necesaria; les bastaba la sociedad de ellos mismos y no podían ocultarlo. Sin embargo, no parecía ofender a los otros. Al contrario quizá: Bedap, Safas, Desar y el resto acudían a ellos como gente sedienta que acude a un manantial. Los otros eran periféricos para ellos: pero ellos eran centrales para los demás. No porque hicieran mucho: no eran ni más benevolentes ni conversadores más brillantes que otros; y sin embargo sus amigos los querían, dependían de ellos, y siempre les llevaban regalos, las pequeñas ofrendas que circulaban entre esta gente que no poseía nada y lo poseía todo: una bufanda tejida a mano, un trozo de granito tachonado de rubíes, una vasija torneada en el taller de la Federación de Alfareros, un poema sobre el amor, un juego de botones tallados en madera, una caracola del Mar Sorruba. Le daban el regalo a Takver, diciendo: «Ten, esto podría gustarle a Shevek como pisapapeles» o a Shevek, diciendo: «Ten, a Takver quizá te guste este color». Dando trataban de participar de lo que Shevek y Takver compartían, y también celebrar, y alabar.

Fue un verano largo, largo y luminoso, aquel verano del año ciento sesenta de la Colonización de Anarres. Las lluvias copiosas de la primavera habían reverdecido las Llanuras de Abbenay y asentado el polvo, y el aire era de una insólita diafanidad; durante el día el sol brillaba, cálido, y por las noches las estrellas resplandecían apretadas. Cuando la Luna estaba en el cielo bajo las deslumbrantes volutas blancas de las nubes, se alcanzaban a ver los bordes de los continentes.

—¿Por qué parece tan hermosa? —dijo Takver, acostada junto a Shevek bajo la manta de color naranja. Suspendidos del techo, los Ocupantes del Espacio Deshabitado flotaban apenas visibles en la habitación sin luz; afuera, del otro lado de la ventana, pendía, brillante, la Luna llena—. Cuando sabemos que es un planeta igual a éste, sólo que con un clima mejor y gente peor; cuando sabemos que todos allí son un vasto propietariado, y que hacen guerras, y que hacen leves, y comen mientras otros pasan Hambre, y aun así envejecen y tienen mala suerte y rodillas reumáticas, y callos en los pies igual que la gente de aquí... cuando sabemos todo eso, ¿por qué parece tan feliz... como si allí la vida fuera tan feliz? No puedo mirar ese resplandor e imaginarme que también allí vive un hombrecito horrendo de mangas grasientas y mente atrofiada como Sabul; no puedo.

La luna les iluminaba los brazos y los pechos desnudos. La pelusa débil, leve de la cara de Takver la envolvía en una tenue aureola; el cabello y las sombras eran negros. Shevek le acarició el brazo plateado con la mano de plata, maravillado por la tibieza del tacto en esa luz fría.

—Si puedes ver una cosa completa —dijo—, siempre te parece hermosa. Los planetas, las vidas... Pero de cerca, un mundo es tierra y piedras. Y día a día, la vida es un trabajo duro, te cansas, te pierdes. Necesitas distancia, intervalo. Para ver qué hermosa es la tierra hay que verla como la luna. Para ver qué hermosa es la vida, hay que contemplaría desde la altura de la muerte.

—Eso está muy bien para Urras. Dejémosla allí y que sea la luna... ¡yo no la quiero! Pero no me alzaré sobre la tumba para mirar la vida desde arriba y decir: «¡Qué maravillosa!» Quiero verla toda en el centro mismo, aquí, ahora. Me importa un bledo la eternidad.

—No tiene nada que ver con la eternidad —dijo Shevek, sonriendo, un delgado y velludo hombre de plata y sombra—. Todo cuanto necesitas para ver la totalidad de la vida, es verla como mortal. Yo moriré, tú morirás; ¿cómo podríamos amarnos si no fuera así? El sol se apagará, ¿qué otra cosa lo mantiene brillante?

—¡Ah, tu charla, tu maldita filosofía!

—¿Charla? No es charla. No es razón. Es el tacto de la mano, estoy tocando la totalidad, la tengo. ¿Cuál es la luz de la luna, cuál es Takver? ¿Cómo voy a temer a la muerte? Cuando la tengo, cuando tengo en mis manos la luz...

—Hablas como un propietario —musitó Takver.

—Corazón amado, no llores.

—No estoy llorando. Tú estás llorando. Estas son tus lágrimas. —Tengo frío. La luz de la luna es fría.

—Acuéstate.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo a Shevek cuando ella lo abrazó.

—Tengo miedo, Takver —murmuró.

—Hermano, alma querida, silencio.

Durmieron abrazados esa noche, muchas noches.

Capítulo 7

Shevek encontró una carta en un bolsillo del nuevo gabán con forro de vellón que había encargado para el invierno en la tienda de la cañe pesadilla. No tenía idea de cómo había aparecido allí. No había llegado por cierto con el correo que le entregaban tres veces al día, y que consistía enteramente en manuscritos y reediciones de físicos de todo Urras, invitaciones a recepciones y cándidos mensajes de escolares. Era una hoja de papel delgado, doblada y pegada, sin sobre; no llevaba sello ni franquicia de ninguna de las tres empresas de correos rivales.

La abrió, con una vaga aprensión, y leyó: «Si eres un Anarquista por qué colaboras con el sistema traicionando a tu Mundo y la Esperanza Odoniana o estás aquí para traernos esa Esperanza. Víctimas de la injusticia y la represión esperamos del Mundo Hermano la luz de la libertad en la noche oscura. ¡Únete a nosotros tus hermanos!» No había ninguna firma, ninguna dirección.

Fue para Shevek una conmoción física e intelectual, un sobresalto no de sorpresa, sino una especie de pánico. Sabía que existían, ¿pero dónde estaban? No los había conocido, no había visto uno solo, no había encontrado gente pobre. Habían levantado un muro alrededor de él, y él ni siquiera lo había notado. Lo había aceptado como si fuera parte del propietariado de ese mundo. Lo habían elegido por unanimidad, como dijera Chifoilisk.

Pero no sabía cómo derribar el muro. ¿Y si lo supiera, a dónde podía ir? El pánico lo cercaba, cerrándose cada vez más. ¿A quién pedir ayuda? Estaba todo rodeado por las sonrisas de los ricos.

—Me gustaría hablar con usted, Efor.

—Sí, señor. Discúlpeme, señor, hago sitio para dejar esto aquí.

El sirviente depositó con destreza la pesada bandeja, retiró las tapas efe los platos, vertió el chocolate amargo que subió en espumas hasta el borde de la taza sin derramarse ni salpicar alrededor. Era evidente que el hombre disfrutaba del ritual del desayuno y de su propia pericia, y que no deseaba ninguna interrupción insólita. A menudo hablaba un iótico perfectamente claro, pero ahora, ni bien Shevek le dijo que quería conversar con él, se refugió en el staccato del dialecto urbano. Shevek había aprendido a entenderlo un poco, el cambio en el valor de los sonidos era consistente una vez que uno lo captaba, pero se le escapaban las apócopes, que suprimían la mitad de las palabras. Era una especie de código, pensaba Shevek; como si los «nioti», como se llamaban a sí mismos, no quisieran que la gente de afuera entendiera lo que decían.

El sirviente permaneció en pie atento a los deseos de Shevek. Sabía —había aprendido a conocer la idiosincrasia de Shevek en la primera semana— que Shevek no quería que le acercara la silla, o que esperara junto a él mientras comía. La postura erecta, solícita del hombre bastaba para desalentar cualquier esperanza de informalidad.

—¿Quiere sentarse, Efor?

—Con el permiso de usted, señor —respondió el hombre. Corrió una silla media pulgada, pero no se sentó.

—De esto quiero hablarle. Usted sabe que no me gusta darle órdenes.

—Trato de hacer las cosas a gusto de usted, señor, sin esperar a que me lo ordene.

—Las hace...; no me refiero a eso. Usted sabe, en mi país nadie da órdenes.

—Eso he oído decir, señor.

—Bien, quiero conocerlo a usted como mí igual, mi hermano. Usted es la única persona que conozco aquí que no es uno de los ricos... uno de los amos. Me interesa muchísimo hablar con usted. Quiero conocer la vida de usted...

Advirtió una mueca de desprecio en la arrugada cara de Efor, y se interrumpió con desesperación. Había cometido todos los errores posibles. Efor lo tomaba por un entrometido, un imbécil que lo trataba con arrogante condescendencia.

Dejó caer las manos sobre la mesa en un gesto de impotencia y dijo:

—¡Oh, demonios, lo siento, Efor! No sé cómo decirle lo que quiero. Olvídelo, por favor.

—Como usted diga, señor. —Efor se retiró.

No había nada que hacer. Las «clases desposeídas» seguían siendo algo tan remoto como cuando había leído sobre ellas en el Instituto Regional de Poniente del Norte.

Mientras tanto, había prometido pasar una semana con los Oiie, entre los trimestres de verano y primavera.

Oiie lo había invitado a cenar varias veces después de la primera visita, siempre con cierto empaque, como si estuviese cumpliendo un deber de hospitalidad, o una orden del gobierno, quizás. En su propia casa, sin embargo, aunque nunca del todo expansivo y confiado con Shevek, era genuinamente cordial. En la segunda visita los dos hijos de Oiie habían decidido que Shevek era un viejo amigo, y evidentemente la confianza de los niños desconcertaba al padre. Se sentía inquieto; no podía aprobarla, realmente; pero tampoco podía decir que fuese injustificada. Shevek se comportaba como un viejo amigo, como un hermano mayor. Los niños lo admiraban, y el más pequeño, Ini, llegó a quererlo apasionadamente. Shevek era tierno, serio, sincero, y les contaba excelentes historias acerca de la Luna; pero había algo más. Representaba algo para Ini que él no podía describir. Incluso mucho más tarde, todavía influido de un modo profundo y oscuro por esa fascinación infantil, Ini no encontraba palabras para explicarla, sólo palabras que conservaban algún eco de aquella fascinación: la palabra viajero, la palabra exiliado.

La única nieve espesa del año cayó aquella semana. Shevek no había visto nunca una nevada de más de dos o tres centímetros. La extravagancia, la prodigalidad de la ventisca lo regocijaban.


Los desposeídos (30)

Los falsos comienzos y futilezas de los años anteriores resultaron ser basamentos, cimientos puestos a ciegas aunque bien puestos. Sobre ellos, metódica y cautelosamente pero con una habilidad y una certeza que no parecían venir de él, sino de un conocimiento que pasaba por él, que lo usaba como vehículo, Shevek edificaba la hermosa e inmutable estructura de los Principios de la Simultaneidad.

A Takver, como a cualquier hombre o mujer que ha decidido acompañar a un espíritu creador, no siempre le era fácil aquella vida. Aunque la existencia de Takver era necesaria para Shevek, la presencia real de ella podía ser una distracción, Takver evitaba volver al cuarto demasiado temprano, pues a menudo él dejaba de trabajar cuando ella llegaba, y ella tenía la impresión de que esto no era justo. Más adelante, cuando fueran gente mayor, aburrida, él podría ignorarla, pero no a los veinticuatro. Por lo tanto ella organizaba las tareas de laboratorio para no regresar hasta media tarde. La solución no era perfecta, pues Shevek necesitaba que lo cuidaran. Los días en que no tenía clases podía estar sentado a la mesa de seis a ocho horas consecutivas. Cuando se levantaba trastabillaba, parpadeaba, le temblaban las manos, y era apenas coherente. El uso que el espíritu creador hace efe sus vehículos es brutal, los consume, los descarta, busca un nuevo modelo. Para Takver no había repuestos, y cuando veía de qué forma despiadada se servía de Shevek, protestaba. Hubiera exclamado como Asieo, el esposo de Odo:

—Por amor de Dios, mujer, ¿no puedes servir a la Verdad poco a poco? —con la diferencia de que la mujer era ella, y no tenía relación con Dios.

Conversaban, salían a caminar o a los baños, luego a cenar en el comedor del Instituto. Después de la cena había reuniones, o un concierto, o veían a los amigos, Bedap y Salas, y otros del mismo círculo, Desar y gente del Instituto, colegas y amigos de Takver. Pero las reuniones y los amigos pertenecían a un orden periférico. Para ellos la participación social o sociable no era necesaria; les bastaba la sociedad de ellos mismos y no podían ocultarlo. Sin embargo, no parecía ofender a los otros. Al contrario quizá: Bedap, Safas, Desar y el resto acudían a ellos como gente sedienta que acude a un manantial. Los otros eran periféricos para ellos: pero ellos eran centrales para los demás. No porque hicieran mucho: no eran ni más benevolentes ni conversadores más brillantes que otros; y sin embargo sus amigos los querían, dependían de ellos, y siempre les llevaban regalos, las pequeñas ofrendas que circulaban entre esta gente que no poseía nada y lo poseía todo: una bufanda tejida a mano, un trozo de granito tachonado de rubíes, una vasija torneada en el taller de la Federación de Alfareros, un poema sobre el amor, un juego de botones tallados en madera, una caracola del Mar Sorruba. Le daban el regalo a Takver, diciendo: «Ten, esto podría gustarle a Shevek como pisapapeles» o a Shevek, diciendo: «Ten, a Takver quizá te guste este color». Dando trataban de participar de lo que Shevek y Takver compartían, y también celebrar, y alabar.

Fue un verano largo, largo y luminoso, aquel verano del año ciento sesenta de la Colonización de Anarres. Las lluvias copiosas de la primavera habían reverdecido las Llanuras de Abbenay y asentado el polvo, y el aire era de una insólita diafanidad; durante el día el sol brillaba, cálido, y por las noches las estrellas resplandecían apretadas. Cuando la Luna estaba en el cielo bajo las deslumbrantes volutas blancas de las nubes, se alcanzaban a ver los bordes de los continentes.

—¿Por qué parece tan hermosa? —dijo Takver, acostada junto a Shevek bajo la manta de color naranja. Suspendidos del techo, los Ocupantes del Espacio Deshabitado flotaban apenas visibles en la habitación sin luz; afuera, del otro lado de la ventana, pendía, brillante, la Luna llena—. Cuando sabemos que es un planeta igual a éste, sólo que con un clima mejor y gente peor; cuando sabemos que todos allí son un vasto propietariado, y que hacen guerras, y que hacen leves, y comen mientras otros pasan Hambre, y aun así envejecen y tienen mala suerte y rodillas reumáticas, y callos en los pies igual que la gente de aquí... cuando sabemos todo eso, ¿por qué parece tan feliz... como si allí la vida fuera tan feliz? No puedo mirar ese resplandor e imaginarme que también allí vive un hombrecito horrendo de mangas grasientas y mente atrofiada como Sabul; no puedo.

La luna les iluminaba los brazos y los pechos desnudos. La pelusa débil, leve de la cara de Takver la envolvía en una tenue aureola; el cabello y las sombras eran negros. Shevek le acarició el brazo plateado con la mano de plata, maravillado por la tibieza del tacto en esa luz fría.

—Si puedes ver una cosa completa —dijo—, siempre te parece hermosa. Los planetas, las vidas... Pero de cerca, un mundo es tierra y piedras. Y día a día, la vida es un trabajo duro, te cansas, te pierdes. Necesitas distancia, intervalo. Para ver qué hermosa es la tierra hay que verla como la luna. Para ver qué hermosa es la vida, hay que contemplaría desde la altura de la muerte.

—Eso está muy bien para Urras. Dejémosla allí y que sea la luna... ¡yo no la quiero! Pero no me alzaré sobre la tumba para mirar la vida desde arriba y decir: «¡Qué maravillosa!» Quiero verla toda en el centro mismo, aquí, ahora. Me importa un bledo la eternidad.

—No tiene nada que ver con la eternidad —dijo Shevek, sonriendo, un delgado y velludo hombre de plata y sombra—. Todo cuanto necesitas para ver la totalidad de la vida, es verla como mortal. Yo moriré, tú morirás; ¿cómo podríamos amarnos si no fuera así? El sol se apagará, ¿qué otra cosa lo mantiene brillante?

—¡Ah, tu charla, tu maldita filosofía!

—¿Charla? No es charla. No es razón. Es el tacto de la mano, estoy tocando la totalidad, la tengo. ¿Cuál es la luz de la luna, cuál es Takver? ¿Cómo voy a temer a la muerte? Cuando la tengo, cuando tengo en mis manos la luz...

—Hablas como un propietario —musitó Takver.

—Corazón amado, no llores.

—No estoy llorando. Tú estás llorando. Estas son tus lágrimas. —Tengo frío. La luz de la luna es fría.

—Acuéstate.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo a Shevek cuando ella lo abrazó.

—Tengo miedo, Takver —murmuró.

—Hermano, alma querida, silencio.

Durmieron abrazados esa noche, muchas noches.

Capítulo 7

Shevek encontró una carta en un bolsillo del nuevo gabán con forro de vellón que había encargado para el invierno en la tienda de la cañe pesadilla. No tenía idea de cómo había aparecido allí. No había llegado por cierto con el correo que le entregaban tres veces al día, y que consistía enteramente en manuscritos y reediciones de físicos de todo Urras, invitaciones a recepciones y cándidos mensajes de escolares. Era una hoja de papel delgado, doblada y pegada, sin sobre; no llevaba sello ni franquicia de ninguna de las tres empresas de correos rivales.

La abrió, con una vaga aprensión, y leyó: «Si eres un Anarquista por qué colaboras con el sistema traicionando a tu Mundo y la Esperanza Odoniana o estás aquí para traernos esa Esperanza. Víctimas de la injusticia y la represión esperamos del Mundo Hermano la luz de la libertad en la noche oscura. ¡Únete a nosotros tus hermanos!» No había ninguna firma, ninguna dirección.

Fue para Shevek una conmoción física e intelectual, un sobresalto no de sorpresa, sino una especie de pánico. Sabía que existían, ¿pero dónde estaban? No los había conocido, no había visto uno solo, no había encontrado gente pobre. Habían levantado un muro alrededor de él, y él ni siquiera lo había notado. Lo había aceptado como si fuera parte del propietariado de ese mundo. Lo habían elegido por unanimidad, como dijera Chifoilisk.

Pero no sabía cómo derribar el muro. ¿Y si lo supiera, a dónde podía ir? El pánico lo cercaba, cerrándose cada vez más. ¿A quién pedir ayuda? Estaba todo rodeado por las sonrisas de los ricos.

—Me gustaría hablar con usted, Efor.

—Sí, señor. Discúlpeme, señor, hago sitio para dejar esto aquí.

El sirviente depositó con destreza la pesada bandeja, retiró las tapas efe los platos, vertió el chocolate amargo que subió en espumas hasta el borde de la taza sin derramarse ni salpicar alrededor. Era evidente que el hombre disfrutaba del ritual del desayuno y de su propia pericia, y que no deseaba ninguna interrupción insólita. A menudo hablaba un iótico perfectamente claro, pero ahora, ni bien Shevek le dijo que quería conversar con él, se refugió en el staccato del dialecto urbano. Shevek había aprendido a entenderlo un poco, el cambio en el valor de los sonidos era consistente una vez que uno lo captaba, pero se le escapaban las apócopes, que suprimían la mitad de las palabras. Era una especie de código, pensaba Shevek; como si los «nioti», como se llamaban a sí mismos, no quisieran que la gente de afuera entendiera lo que decían.

El sirviente permaneció en pie atento a los deseos de Shevek. Sabía —había aprendido a conocer la idiosincrasia de Shevek en la primera semana— que Shevek no quería que le acercara la silla, o que esperara junto a él mientras comía. La postura erecta, solícita del hombre bastaba para desalentar cualquier esperanza de informalidad.

—¿Quiere sentarse, Efor?

—Con el permiso de usted, señor —respondió el hombre. Corrió una silla media pulgada, pero no se sentó.

—De esto quiero hablarle. Usted sabe que no me gusta darle órdenes.

—Trato de hacer las cosas a gusto de usted, señor, sin esperar a que me lo ordene.

—Las hace...; no me refiero a eso. Usted sabe, en mi país nadie da órdenes.

—Eso he oído decir, señor.

—Bien, quiero conocerlo a usted como mí igual, mi hermano. Usted es la única persona que conozco aquí que no es uno de los ricos... uno de los amos. Me interesa muchísimo hablar con usted. Quiero conocer la vida de usted...

Advirtió una mueca de desprecio en la arrugada cara de Efor, y se interrumpió con desesperación. Había cometido todos los errores posibles. Efor lo tomaba por un entrometido, un imbécil que lo trataba con arrogante condescendencia.

Dejó caer las manos sobre la mesa en un gesto de impotencia y dijo:

—¡Oh, demonios, lo siento, Efor! No sé cómo decirle lo que quiero. Olvídelo, por favor.

—Como usted diga, señor. —Efor se retiró.

No había nada que hacer. Las «clases desposeídas» seguían siendo algo tan remoto como cuando había leído sobre ellas en el Instituto Regional de Poniente del Norte.

Mientras tanto, había prometido pasar una semana con los Oiie, entre los trimestres de verano y primavera.

Oiie lo había invitado a cenar varias veces después de la primera visita, siempre con cierto empaque, como si estuviese cumpliendo un deber de hospitalidad, o una orden del gobierno, quizás. En su propia casa, sin embargo, aunque nunca del todo expansivo y confiado con Shevek, era genuinamente cordial. En la segunda visita los dos hijos de Oiie habían decidido que Shevek era un viejo amigo, y evidentemente la confianza de los niños desconcertaba al padre. Se sentía inquieto; no podía aprobarla, realmente; pero tampoco podía decir que fuese injustificada. Shevek se comportaba como un viejo amigo, como un hermano mayor. Los niños lo admiraban, y el más pequeño, Ini, llegó a quererlo apasionadamente. Shevek era tierno, serio, sincero, y les contaba excelentes historias acerca de la Luna; pero había algo más. Representaba algo para Ini que él no podía describir. Incluso mucho más tarde, todavía influido de un modo profundo y oscuro por esa fascinación infantil, Ini no encontraba palabras para explicarla, sólo palabras que conservaban algún eco de aquella fascinación: la palabra viajero, la palabra exiliado.

La única nieve espesa del año cayó aquella semana. Shevek no había visto nunca una nevada de más de dos o tres centímetros. La extravagancia, la prodigalidad de la ventisca lo regocijaban.