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El Hobbit, por JRR Tolkein, Part (11)

Part (11)

Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante! Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado, Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más deprisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros. Sin embargo los trasgos corren más que los enanos, y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronta alcanzaron a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del ultimo recodo. El destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de cansancio. 43

—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero—hobbit! —decía el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur. —¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit, a buscar el tesoro! — decía el desdichado Bombur que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror, En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin! No había mas que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con la Hiende Trasgos y la Martilla Enemigos que brillaban frías y luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a regresar por donde había venido. Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos. Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf emitía una luz débil que ayudaba a los enanos a encontrar el camino. De repente Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más. ACERTIJOS EN LAS TINIEBLAS Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca, de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo. Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, trío y metálico, en el suelo del túnel. Este iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a 44

un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto solo lo hacía más miserable. No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué, si lo habían dejado atrás, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenia la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro. Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba a abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones. Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo. "Así que es una hoja de los elfos, también" pensó, "y los trasgos no están muy cerca, aunque tampoco bastante lejos." Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso. "¿Volver?" pensó. "No sirve de nada. ¿ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!" Y se incorporó y trotó llevando la espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón palpitando. Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho. Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo. También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído nunca o ha olvidado hace tiempo, De cualquier modo no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a 45

medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió, bajando y bajando; y toda vía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así, odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que estuvo mas cansado que cansado. Parecía que el camino continuaría así al día siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían después. De pronto, sin ningún aviso, se encontró trotando en un agua fría como hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque en medio del camino, la orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el borde del lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba. Se detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de ruido. "De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo" pensó. Aun así no se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón de los montes; pero cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas mas viscosas que peces. Aun en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos, quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor. Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían. 46

Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no podía verlo, mientras Gollum lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo. Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó: —¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado ¡Gollum! —Y cuando dijo Gollum hizo con la garganta un ruido horrible como si engullera.

Part (11)

Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante! Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado, Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más deprisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros. Sin embargo los trasgos corren más que los enanos, y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronta alcanzaron a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del ultimo recodo. El destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de cansancio. 43

—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero—hobbit! —decía el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur. —¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit, a buscar el tesoro! — decía el desdichado Bombur que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror, En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin! No había mas que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con la Hiende Trasgos y la Martilla Enemigos que brillaban frías y luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a regresar por donde había venido. Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos. Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf emitía una luz débil que ayudaba a los enanos a encontrar el camino. De repente Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más. ACERTIJOS EN LAS TINIEBLAS Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca, de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo. Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, trío y metálico, en el suelo del túnel. He tried to get his bearings somehow, and crawled a long way until he suddenly touched his hand to something that looked like a small, triangular, metallic ring on the floor of the tunnel. Este iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a 44

un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto solo lo hacía más miserable. No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué, si lo habían dejado atrás, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenia la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro. Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba a abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones. Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo. "Así que es una hoja de los elfos, también" pensó, "y los trasgos no están muy cerca, aunque tampoco bastante lejos." Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso. "¿Volver?" pensó. "No sirve de nada. ¿ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!" Y se incorporó y trotó llevando la espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón palpitando. Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho. Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo. También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído nunca o ha olvidado hace tiempo, De cualquier modo no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a 45

medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió, bajando y bajando; y toda vía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así, odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que estuvo mas cansado que cansado. Parecía que el camino continuaría así al día siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían después. De pronto, sin ningún aviso, se encontró trotando en un agua fría como hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque en medio del camino, la orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el borde del lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba. Se detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de ruido. "De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo" pensó. Aun así no se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón de los montes; pero cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas mas viscosas que peces. Aun en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos, quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor. Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían. 46

Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no podía verlo, mientras Gollum lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo. Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó: —¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado ¡Gollum! —Y cuando dijo Gollum hizo con la garganta un ruido horrible como si engullera.