Segunda parte de "Rinconete y Cortadillo", de Las Novelas ejemplares.
Al volver, que volvió Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza; señales claras por donde en viéndolas Rinconete y Cortadillo conocieron que eran de la casa llana, y no se engañaron en nada. Y así como entraron, se fueron con los brazos abiertos la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque traía una mano de hierro en lugar de otra, que le habían cortado por justicia. Ellos las abrazaron con grande regocijo y les preguntaron si traían algo con que mojar la canal maestra.
–¡Pues había de faltar, diestro mío! –respondió la una, que se llamaba la Gananciosa–, no tardará mucho a venir Silbatillo tu trainel con la canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar, cubierta con una sábana. Alegráronse todos con la entrada de Silbato y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento y tenderla en medio del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la redonda, porque en cortando la cólera, se trataría de lo que más conviniese. A esto, dijo la vieja que había rezado a la imagen:
–Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un váguido de cabeza, dos días ha[ce] que me trae loca; y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a cumplir mis devociones y poner mis candelicas a nuestra señora de las Aguas, y al santo crucifijo de santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si nevase y ventiscase. A lo que he venido es, que anoche el renegado y centopiés llevaron a mi casa una canasta de colar algo mayor que la presente, llena de ropa blanca, y en Dios y en mi ánima, que venía con su cernada y todo; que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venían sudando la gota tan gorda que era una compasión verlos entrar y jadeando y corriendo agua de sus rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero, que había pesado ciertos carneros en la carnicería, por ver si le podían dar un tiento en un grandísimo gato de reales que llevaba. No desembanastaron, ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de poder de justicia, que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.
–Todo se le cree, señora madre –respondió Monipodio–, y estése así la canasta, que yo iré allá, a boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le tocare bien y fielmente, como tengo de costumbre.
–Sea como vos lo ordenáredes, hijo –respondió la vieja–; y porque se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago que tan desmayado anda de contin[u]o.
–Y ¿qué tal lo beberéis, madre mía? –dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y descubriendo la canasta, se manifestó un bota a modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y un corcho que podría caber sosegadamente y sin apremio, hasta una azumbre. Y llenándole la Escalanta se le puso en las manos a la devotísima vieja, la cual tomándole con ambas manos, y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
–Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo. –Y aplicándosele a los labios de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo–: De Guadalcanal es, y aun tiene un es, no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija, que así me has consolado, si no que temo que me ha de hacer mal porque no me he desayunado.
–No hará, madre –respondió Monipodio–, porque es trasañejo.
–Así lo espero yo en la virgen –respondió la vieja, y añadió–: mirad, niñas, si tenéis a caso algún cuarto para comprar las candelicas de mi devoción, porque con la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.
–Yo sí tengo, señora Pipota, (que éste era el nombre de la buena vieja) –respondió la Gananciosa–, tome, ahí le doy dos cuartos, del uno le ruego que compre una para mí y se la ponga al señor s. Miquel, y si puede comprar dos, ponga la otra al señor san Blas, que son mis abogados; quisiera que pusiera otra a la señora santa Lucía, que por lo de los ojos también le tengo devoción, pero no tengo trocado, mas otro día habrá donde se cumpla con todos.
–Muy bien harás, hija, y mira, no seas miserable, que es de mucha importancia llevar la persona las candelas delante de sí antes que se muera, y no aguardar a que las pongan los herederos o albaceas.
–Bien dice la madre Pipota –dijo la Escalanta, y echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y agradecidos.
Con esto se fue la Pipota, diciéndoles:
–Holgaos, hijos, a[h]ora que tenéis tiempo, que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdisteis en la mocedad, como yo los lloro, y encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia. –Y con esto se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta, fue un grande haz de rábanos, y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones y gran cantidad de cangrejos con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, sino fue Rinconete que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta, y a la guía, tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto, los golpes que dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que se sosegasen; y entrando en la sala baja, y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta, y con voz hueca y espantosa preguntó:
–¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
–Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio; Tagarete soy, centinela desta mañana, y vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre.
En esto, llegó la que decía, sollozando, y sintiéndola Monipodio, abrió la puerta y mandó a Tagarete que se volviese a su posta; y que de allí adelante avisase lo que viese con menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio. Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y así como entró en el patio, se cayó en el suelo desmayada; acudieron a socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y desabrochándola el pecho, la hallaron toda denegrida, y como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo a voces:
–¡La justicia de Dios y del rey venga sobre aquel ladrón desuella caras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso! que le he quitado más veces de la horca, que tiene pelos en las barbas. Desdichada de mí, mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso e incorregible.
–Sosiégate, Cariharta –dijo a esta sazón Monipodio–, que aquí estoy yo, que te haré justicia; cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte vengada. Dime si has habido algo con tu respecto; que si así es, y quieres venganza, no has menester más que boquear.
–¿Qué respecto? –respondió Juliana–. Respectada me vea yo en los infiernos, si más lo fuere de aquel león con las ovejas, y cordero con los hombres. ¡Con aquél había yo de comer más pan a manteles, ni yacer en uno! Primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la manera que a[h]ora veréis. –Y alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aún un poco más, las descubrió llenas de cardenales–. Desta manera –prosiguió– me ha parado aquel ingrato del repolido, debiéndome más que a la madre que le parió; y ¿por qué pensáis que lo ha hecho? ¿Montas que le di yo ocasión para ello? No, por cierto. No lo hizo más, sino porque estando jugando y perdiendo, me envió a pedir, con Cabrillas su trainel treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro ¡que el trabajo y afán con que yo los había ganado, ruego yo a los cielos, que vaya en descuento de mis pecados! Y en pago desta cortesía, y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta, que él allá en su imaginación había hecho, de lo que yo podía tener, esta mañana me sacó al campo detrás de la güerta del rey, y allí entre unos olivares me desnudó y con la petrina, sin excusar ni recoger los hierros, ¡que en malos grillos y hierros le vea yo! me dio tantos azotes que me dejó por muerta; de la cual verdadera historia son buenos testigos esos cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia; y aquí se la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores preseas que tenía, porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.
–Porque quiero –dijo– que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo que se quiere bien se castiga. Y cuando estos bellacones nos dan y azotan y acocean, entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad por tu vida, ¿después que te hubo Repolido castigado y brumado, no te hizo alguna caricia?
–¿Cómo, una? –respondió la llorosa– cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido.
–No hay [que] dudar en eso –replicó la Gananciosa–, y lloraría de pena de ver cuál te había puesto, que en estos tales hombres y en tales casos, no han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
–En verdad –respondió Monipodio– que no ha de entrar por estas puertas el cobarde envesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito; las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y gancia con la misma Gananciosa, que está delante, que no lo puedo más encarecer.
–Ay –dijo a esta sazón la Juliana–, no diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón; y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa; y en verdad que estoy por ir a buscarle.
–¡Eso no harás tú, por mi consejo! –replicó la Gananciosa– porque se extenderá y ensanchará, y hará tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que antes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho; y si no viniere, escribirémosle un papel en coplas, que le amargue.
–Eso sí –dijo la Cariharta–, que tengo mil cosas que escribirle.
–Yo seré el secretario, cuando sea menester –dijo Monipodio–; y aunque no soy nada poeta, toda vía si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares de coplas en "daca las pajas"; y cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo gran poeta, que nos hinchirá las medidas a todas horas, y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que después todo se andará. Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así todos volvieron a su gaudeamus y en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine, los mozos ad unia, las señoras los quiries. Los viejos pidieron licencia para irse; diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente a la comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado, y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio, que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad, avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la contratación o casa de la moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa, y diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpataros, que son agujeros, para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más, o de tanto provecho, que había en su hermandad, y que, de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como su majestad de los tesoros; y que con todo esto eran hombres de mucha verdad y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, y cada día oían misa con extraña devoción; y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros dos que hay son palaquines, los cuales como por momentos muden casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad y cuáles pueden ser de provecho, y cuáles no.
–Todo me parece de perlas –dijo Rinconete–, y querría ser de algún provecho a tan famosa cofradía.
–Siempre favorece el cielo a los buenos deseos –dijo Monipodio.
Estando en esta plática llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era, y preguntándolo, respondieron:
–Abra voace sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta, y alzando al cielo la suya, dijo:
–¡No le abra vuesa merced, señor Monipodio, no le abra a ese marinero de Tarpeya, a ese tigre de Ocaña!
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido, pero viendo la Cariharta que le abría, se levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y cerrando tras sí la puerta, desde dentro a grandes voces decía:
–Quítenmele de delante a ese gesto de pordemás, a ese verdugo de inocentes, asombrador de palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar donde la Cariharta estaba. Pero como no le dejaban, decía desde afuera:
–¡No haya más, enojada mía, por tu vida, que te sosiegues! ansí te veas casada.
–¡Casada yo, malino! –respondió la Cariharta–, ¡mirá en qué tecla toca! ya quisieras tú que lo fuera contigo, y antes lo sería yo con una sotomía de muerte que contigo.
–Ea, boba –replicó Repolido–, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por verme hablar tan manso y venir tan rendido; porque ¡vive el dador! si se me sube la cólera al campanario, que sea peor la recaída, que la caída; humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.
–Y aun de cenar le daría yo –dijo la Cariharta–, porque te llevase donde nunca más mis ojos te viesen.
–¡No os digo yo! –dijo Repolido–, por Dios que voy oliendo, señora trinquete, que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda.
A esto dijo Monipodio:
–En mi presencia no ha de haber demasías; la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino por amor mío, y todo se hará bien, que las riñas entre los que bien se quieren son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah Juliana, ah niña, ah Cariharta mía! sal acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida perdón de rodillas.
–Como él eso haga –dijo la Escalanta–, todas seremos en su favor y en rogar a Juliana salga acá fuera.
–Si esto ha de ir por vía de rendimiento, que güela a menoscabo de la persona –dijo el Repolido–, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros; mas si es por vía de que la Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.
Riéronse desto Chiquiznaque y Maniferro; de lo cual se enojó tanto el Repolido, pensando que hacían burla dél, que dijo con muestra de infinita cólera:
–Cualquiera que se riere, o se pensare reír de lo que la Cariharta, o contra mí, o yo contra ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente, y mentirá todas las veces que se riere, o lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle que advirtió Monipodio que pararía en un gran mal si no lo remediaba. Y así, poniéndose luego en medio dellos, dijo:
–No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores y desháganse entre los dientes; y pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por sí.
–Bien seguros estamos –respondió Chiquiznaque– que no se dijeron, ni dirán semejantes monitorios por nosotros, que si se hubiera imaginado que se decían, en manos estaba el pandero que lo supiera bien tañer.
–También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque –replicó el Repolido–, y también, si fuere menester, sabremos tocar los cascabeles y ya he dicho, que el que se huelga, miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la Cariharta y cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
–¡[De]ténganle! no se vaya, que hará de las suyas; no ven que va enojado y es un Judas Macarelo en esto de la valentía. Vuelve acá valentón del mundo y de mis ojos. –Y cerrando con él, le asió fuertemente de la capa y, acudiendo también Monipodio, le detuvieron.
Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y estuviéronse quedos, esperando lo que Repolido haría; el cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
–Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos; y más cuando ven que se enojan los amigos.
–No hay aquí amigo –respondió Maniferro– que quiera enojar, ni hacer burla de otro amigo; y pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.
A esto, dijo Monipodio:
–Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las manos de amigos.
Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló a caso, y rascándola, hizo un son que aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato, e hizo dos tejoletas que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba. Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta entonces nunca la habían visto. Conociólo Maniferro, y díjoles:
–Admíranse de la escoba, pues bien hacen; pues música más presta y más sin pesadumbre, ni más barata no se ha inventado en el mundo; y en verdad que oí decir el otro día a un estudiante que ni el Negrofeo, que sacó a la Arauz del infierno; ni el Marión, que subió sobre el delfín y salió del mar como si viniera caballero sobre una mula de alquiler; ni el otro gran músico que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de música, tan fácil de deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas, ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun voto a tal que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la música.
–Eso creo yo muy bien –respondió Rinconete–; pero escuchemos lo que quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta, y con voz sutil y quebradiza, cantó lo siguiente:
Por un sevillano, rufo a lo valón,
Tengo socarrado todo el corazón.
Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde,
Cuál es la fogosa que no se pierde.
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz,
Si el enojo es grande, es el gusto más.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque tomando otro chapín, se metió en danza, y acompañó a las demás, diciendo:
Deténte enojado, no me azotes más,
Que si bien lo miras a tus carnes das.
–Cántese a lo llano –dijo a esta sazón Repolido–, y no se toquen estorias pasadas, que no hay para qué; lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban a la puerta apriesa; y con ella salió Monipodio a ver quién era; y la centinela le dijo, cómo al cabo de la calle había asomado el alcalde de la justicia y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al revés. Dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la música. Enmudeció Chiquiznaque, pasmóse el Repolido, y suspendióse Maniferro, y todos, cual por una y cual por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y tejados, para escaparse y pasar por ellos a otra calle.
Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y estuviéronse quedos esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en más de volver la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo sin dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y estando diciendo esto, a Monipodio llegó un caballero mozo a la puerta, vestido como se suele decir de barrio; Monipodio le entró consigo y mandó llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al Repolido, y que de los demás no bajase alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y Cortadillo pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido; el cual dijo a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había encomendado? Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho; pero que allí estaba el oficial, a cuyo cargo estaba su negocio, y que él daría muy buena cuenta de sí. Bajó en esto Chiquiznaque y preguntóle Monipodio si había cumplido con la obra que se le encomendó de la cuchillada de a catorce.
–¿Cuál? –respondió Chiquiznaque–, ¿es la de aquel mercader de la encrucijada?
–Ésa es –dijo el caballero.
–Pues lo que en eso pasa –respondió Chiquiznaque– es que yo le aguardé anoche a la puerta de su casa y él vino antes de la oración; lleguéme cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le tenía tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos, y hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que llevaba en mi destruición...
–"Instrucción" querrá vuesa merced decir –dijo el caballero–, que no "destruición". –Eso quise decir –respondió Chiquiznaque–; digo, que viendo que en la estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la pueden poner por mayor de marca.
–Más quisiera –dijo el caballero–, que se la hubiera dado al amo una de a siete, que al criado la de a catorce; en efe[c]to, conmigo no se ha cumplido como era razón; pero no importa, poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a vs.ms. las manos.
Y diciendo esto se quitó el sombrero, y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le asió de la capa de mezcla, que traía puesta, diciéndole:
–Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con mucha honra y con mucha ventaja, veinte ducados faltan y no ha de salir de aquí voacé, sin darlos, o prendas que lo valgan.
–Pues ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra –respondió el caballero– dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
–¡Qué bien está en la cuenta el señor! –dijo Chiquiznaque–. Bien parece que no se acuerda de aquel refrán que dice: Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can.
–Pues ¿en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? –replicó el caballero.
–Pues ¿no es lo mismo –prosiguió Chiquiznaque– decir: Quien mal quiere a Beltrán, mal quiere a su can? y así Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can; y dando al can, se da a Beltrán, y la deuda quede líquida y trae aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar luego sin apercibimiento de remate.
–Eso juro yo bien –añadió Monipodio–, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se meta en puntillos con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado; y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.
–Como eso sea –respondió el galán–, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la otra por entero.
–No dude en esto –dijo Monipodio– más que en ser christiano, que Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
–Pues con esa seguridad y promesa –respondió el caballero–, recíbase esta cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera cuchillada; pesa mil reales y podría ser, que se quedase rematada, porque traigo entre ojos, que serán menester otros catorce puntos antes de mucho.
Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello, y diósela a Monipodio, que al colar y al peso bien vio que no era de alquimia.
Monipodio la recibió con mucho contento y cortesía, porque era en extremo bien criado; la ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que sólo tomó término de aquella noche; fuese muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y azorados; bajaron todos, y poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que traía en la capilla de la capa y diósele a Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle Rinconete y en la primera hoja vio que decía:
Memoria de las cuchilladas que se han de dar esta semana.
La primera al mercader de la encrucijada; vale cincuenta escudos, están recebidos treinta a buena cuenta. Secutor Chiquiznaque.
–No creo que hay otra, hijo –dijo Monipodio–, pasa adelante y mira donde dice: "Memoria de palos." Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
Memoria de palos.
Y más abajo decía:
Al bodegonero de la alfafa, doce palos de mayor cuantía, a escudo cada uno. Están dados a buena cuenta ocho. El término seis días. Secutor, Maniferro.
–Bien podía borrarse esa partida –dijo Maniferro– porque esta noche traeré finiquito della.
–¿Hay más, hijo? –dijo Monipodio.
–Sí, otra –respondió Rinconete– que dice así:
Al sastre corcovado, que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.
–Maravillado estoy –dijo Monipodio– cómo todavía está esa partida en ser, sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.
–Yo le topé ayer –dijo Maniferro– y me dijo que por haber estado retirado por enfermo, el corcovado, no había cumplido con su débito.
–Eso creo yo bien –dijo Monipodio–, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado que si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
–No, señor –respondió Rinconete.
–Pues pasad adelante –dijo Monipodio– y mirad donde dice: "Memorial de agravios comunes." Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
Memorial de agravios comunes, conviene a saber, redomazos, untos de miera, clavazón de sambenitos y cuernos, matracas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas, publicación de nibelos, etc.
–¿Qué dice más abajo? –dijo Monipodio.
–Dice –dijo Rinconete–: "Unto de miera en la casa..." –¡No se lea la casa! que ya yo sé dónde es –respondió Monipodio– y yo soy el tuautem y ejecutor desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.
–Así es la verdad –dijo Rinconete–, que todo eso está aquí escrito; y aún más abajo dice: "Clavazón de cuernos." –Tampoco se lea –dijo Monipodio– la casa, ni adónde, que basta que se les haga el agravio sin que se diga en público, que es gran cargo de conciencia. Alomenos más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.
–El esecutor desto es –dijo Rinconete– el Narigueta.
–Ya está eso hecho y pagado –dijo Monipodio–. Mirad si hay más, que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos. Y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro mancebo, que yo sé que no hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y habrá que hacer más de lo que quisiéremos, que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más, que cada uno en su causa suele ser valiente, y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.
–Así es –dijo a esto el Repolido–. Pero mire v. m., señor Monipodio, lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que de paso.
–Lo que se ha de hacer –respondió Monipodio– es que todos se vayan a sus puestos y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les da por distrito, hasta el domingo, desde la torre del Oro, por de fuera de la ciudad, hasta el postigo del alcázar, donde se puede trabajar a sentadillas con sus flores; que yo he visto a otros de menos habilidad que ellos salir cada día con más de veinte reales en menudos, amén de la plata, con una baraja sola y ésa con cuatro naipes menos. Este distrito os enseñará Ganchoso; y aunque os extendáis hasta san Sebastián y Santelmo, importa poco; puesto que es justicia mera, mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos, por la merced que se les hacía y ofreciéronse a hacer su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó en esto Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo. Mas porque no había tintero, le dio el papel para que lo llevase y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades; noviciado ninguno; Rinconete floreo, Cortadillo bajón; y el día, mes y año, callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones, y dijo:
–Vengo a decir a vuesas mercedes, cómo agora agora topé en Gradas a Lobillo, el de Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte, de tal manera que con naipe limpio quitará el dinero al mismo sathanás; y que por venir maltratado no viene luego a registarse, y a dar la sólita obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.
–Siempre se me asentó a mí –dijo Monipodio– que este Lobillo había de ser único en su arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se pueden desear; que para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.
–También topé –dijo el viejo–, en una casa de posadas de la calle de Tintores, al judío en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir a mucha. Dice también que el domingo no faltará a la junta y dará cuenta de su persona.
–Ese judío también –dijo Monipodio– es gran sacre y tiene gran conocimiento. Días ha[ce] que no le he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si no se enmienda que yo le deshaga la corona, que no tiene más órdenes el ladrón que las tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?
–No –dijo el viejo–, alomenos que yo sepa.
–Pues sea en buen[h]ora –dijo Monipodio–. Voacedes tomen esta miseria –y repartió entre todos hasta cuarenta reales– y el domingo no falte nadie, que no faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias; tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta; la Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque concertando que aquella noche, después de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio al registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir, y borrar la partida de la miera.
Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta, ni de asiento; porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo porque, a lo que creía y pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su arte. Con esto se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento y tenía un buen natural, y como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad; y más, cuando por decir per modum sufragii, había dicho "per modo de naufragio", y que sacaban el "estupendo", por decir "estipendio" de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya, y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias. Especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados. A estas y a otras peores semejantes, y sobre todo le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada guardada en su casa y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria, y los ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero, no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta y tan libre y disoluta.
Pero con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca experiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura, y así se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquellos de la infame academia; que todos serán de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.