La doctrina de pertenencia D. Todd. Cristofferson (1)
Por el élder D. Todd Christofferson
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
La doctrina de pertenencia se reduce a esto para cada uno de nosotros: soy uno con Cristo en el convenio del Evangelio.
Me gustaría hablarles de lo que llamo la doctrina de pertenencia en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Esta doctrina tiene tres partes: (1) la función de la pertenencia en el recogimiento del pueblo del Señor, (2) la importancia del servicio y el sacrificio en la pertenencia, y (3) el papel central de Jesucristo para nuestro sentido de pertenencia.
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en sus inicios, estaba formada principalmente por santos de raza blanca norteamericanos y del norte de Europa, con apenas un puñado de indígenas norteamericanos, afroamericanos e isleños del Pacífico. Ahora, a ocho años del bicentenario de su fundación, la Iglesia ha aumentado mucho en número y diversidad en Norteamérica y aún más en el resto del mundo.
A medida que cobre impulso el largamente profetizado recogimiento del pueblo del convenio del Señor en los últimos días, la Iglesia estará compuesta verdaderamente por miembros de toda nación, tribu, lengua y pueblo1. No se trata de una diversidad premeditada o forzada, sino de un fenómeno natural que cabe esperar, reconociendo que la red del Evangelio reúne a personas de todas las naciones y pueblos.
Qué bendecidos somos de ver el día en que Sion se establece simultáneamente en cada continente y en nuestros propios vecindarios. Como dijo el profeta José Smith, el pueblo de Dios de todas las épocas ha esperado con gozosa anticipación este día, y “nosotros somos el pueblo favorecido que Dios ha elegido para llevar a cabo la gloria de los últimos días”2.
Habiendo recibido tal privilegio, no podemos permitir que exista ningún racismo, prejuicio tribal ni otras divisiones en la Iglesia de Cristo de los últimos días. El Señor nos manda: “Sed uno; y si no sois uno, no sois míos”3. Debemos ser diligentes en desarraigar los prejuicios y la discriminación de la Iglesia, de nuestros hogares y, sobre todo, de nuestro corazón. A medida que la población de nuestra Iglesia se hace cada vez más diversa, nuestro recibimiento debe volverse cada vez más espontáneo y cálido. Nos necesitamos unos a otros4.
En su primera epístola a los corintios, Pablo declara que todos los que están bautizados en la Iglesia son uno en el cuerpo de Cristo:
“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo.
“Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, ya judíos o griegos, ya esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu […].
“Que no haya división en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen por igual los unos por los otros.
“De manera que, si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan”5.
El sentido de pertenencia es importante para nuestro bienestar físico, mental y espiritual. Sin embargo, es muy posible que haya ocasiones en que cada uno de nosotros pueda sentir que no encaja. En momentos de desánimo, podríamos sentir que nunca estaremos a la altura de las normas elevadas del Señor o de las expectativas de los demás6. Inconscientemente puede que impongamos expectativas a los demás, o incluso a nosotros mismos, que no son las expectativas del Señor. Podríamos comunicar de maneras sutiles que el valor de un alma se basa en ciertos logros o llamamientos, pero estos no son la medida de nuestra condición ante los ojos del Señor. “Jehová mira el corazón”7. A Él le importan nuestros deseos y anhelos y lo que estamos llegando a ser8.
La hermana Jodi King escribió acerca de su propia experiencia en los últimos años:
“Nunca había sentido que no pertenecía a la Iglesia hasta que mi esposo, Cameron, y yo empezamos a luchar con la infertilidad. Los niños y las familias que hasta entonces me había encantado ver en la capilla comenzaron a causarme pesar y dolor.
“Sentía un vacío al no tener un niño en mis brazos o una bolsa de pañales en la mano […].
“El peor domingo fue nuestro primer domingo en un barrio nuevo. Como no teníamos hijos, con frecuencia nos preguntaban si éramos recién casados y cuándo pensábamos empezar nuestra familia. Ya me había acostumbrado bastante a contestar esas preguntas sin dejar que me afectaran y sabía que no las hacían con mala intención.
“Sin embargo, ese domingo en particular, el responderlas me resultó especialmente difícil. Acabábamos de enterarnos, después de haber tenido esperanzas, de que, una vez más, no estaba embarazada.
“Entré a la reunión sacramental muy deprimida y me resultó difícil contestar esas preguntas típicas que hacen ‘para conocerte mejor' […].
“Pero fue en la Escuela Dominical donde realmente se me partió el corazón. La lección —que tenía el objeto de tratar la función divina de las madres— se convirtió rápidamente en una sesión de quejas. Mi corazón se entristeció y en silencio comencé a llorar al escuchar a mujeres quejarse de una bendición por la que yo daría cualquier cosa.
“Salí corriendo de la capilla. Al principio, no quería volver; no quería volver a tener aquel sentimiento de aislamiento. Sin embargo, esa noche, después de hablar con mi esposo, supimos que seguiríamos asistiendo a la Iglesia, no solo porque el Señor nos lo ha pedido, sino también porque ambos sabíamos que el gozo que se recibe al renovar los convenios y sentir el Espíritu en la Iglesia supera la tristeza que me invadió aquel día […].
“En la Iglesia hay miembros viudos, divorciados y solteros; hay quienes tienen familiares que se han apartado del Evangelio; hay personas con enfermedades crónicas o problemas económicos; miembros que sienten atracción hacia personas del mismo sexo; miembros que se esfuerzan por vencer adicciones o dudas; conversos nuevos; miembros que acaban de mudarse; matrimonios cuyos hijos ya no están en casa, y la lista no tiene fin […].
“El Salvador nos invita a venir a Él, sin importar nuestras circunstancias. Vamos a la Iglesia a renovar nuestros convenios, a aumentar nuestra fe, a encontrar paz y a hacer lo que Él hizo a la perfección en Su vida: ministrar a otras personas que sienten que no pertenecen”9.
Pablo explicó que Dios nos da la Iglesia y sus oficiales “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo,
“hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”10.
Es entonces una triste ironía cuando alguien, sintiendo que él o ella no cumple con el ideal en todos los aspectos de la vida, concluye que no pertenece a la organización que Dios diseñó justamente para ayudarnos a progresar hacia tal ideal.
Dejemos el juicio en las manos del Señor y de quienes Él ha comisionado, y contentémonos con amarnos unos a otros y tratarnos lo mejor que podamos. Pidámosle a Él que nos muestre el camino, día a día, para “trae[r] […] a los pobres, a los mancos y a los cojos y a los ciegos”11 —es decir, a todos— al gran banquete del Señor.
Una segunda faceta de la doctrina de pertenencia tiene que ver con nuestras propias contribuciones. Aunque rara vez pensamos en ello, gran parte de nuestro sentido de pertenencia proviene de nuestro servicio y de los sacrificios que hacemos por los demás y por el Señor. Centrarnos excesivamente en nuestras necesidades personales o en nuestra propia comodidad puede frustrar ese sentido de pertenencia.
Nos esforzamos por seguir la doctrina del Salvador:
“El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor […].
“Porque el Hijo del Hombre tampoco vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”12.
El sentido de pertenencia no llega mientras lo estamos esperando, sino cuando tendemos una mano para ayudarnos unos a otros.
Hoy en día, desafortunadamente, consagrarse a una causa o sacrificar cualquier cosa por otra persona se está convirtiendo en algo contracultural. En un artículo para la revista Deseret Magazine el año pasado, el autor Rod Dreher relató una conversación con una joven madre en Budapest:
“Estoy en un tranvía de Budapest con una […] amiga de poco más de treinta años —llamémosla Kristina—, mientras nos dirigimos a entrevistar a una anciana [cristiana] que, junto con su difunto esposo, resistió la persecución del estado comunista. Mientras avanzamos dando tumbos por las calles de la ciudad, Kristina habla de lo difícil que es ser sincera con amigos de su edad sobre las dificultades que afronta como esposa y madre de niños pequeños.
“Las dificultades de Kristina son completamente normales para una mujer joven que está aprendiendo a ser madre y esposa, pero la actitud predominante entre su generación es que las dificultades de la vida son una amenaza para el bienestar personal y deben ser rechazadas. ¿Discuten a veces ella y su esposo? Entonces ella debería dejarlo a él, le dicen. ¿Le causan molestias sus hijos? Entonces debería enviarlos a la guardería.
“A Kristina le preocupa que sus amigos no comprendan que las pruebas, e incluso el sufrimiento, son una parte normal de la vida, y quizá incluso formen parte de una buena vida, si es que ese sufrimiento nos enseña a ser pacientes, amables y a tener amor […].
“El sociólogo de religión de la Universidad de Notre Dame, Christian Smith, descubrió en su estudio entre adultos de dieciocho a veintitrés [años] que la mayoría de ellos cree que la sociedad no es más que ‘un conjunto de individuos autónomos cuyo propósito es disfrutar de la vida'”13.
Según esta filosofía, cualquier cosa que a uno le resulte difícil “es una forma de opresión”14.
Por el contrario, nuestros antepasados pioneros obtuvieron un profundo sentido de pertenencia, unidad y esperanza en Cristo por los sacrificios que hicieron para servir en misiones, construir templos, abandonar hogares confortables bajo coacción y comenzar de nuevo, y consagrarse de muchas maneras, a sí mismos y a sus medios, a la causa de Sion. Estaban dispuestos a sacrificar incluso sus vidas si era necesario, y todos nosotros somos los beneficiarios de su perseverancia. Lo mismo es cierto para muchos hoy en día que podrían perder su relación con la familia y los amigos, perder oportunidades de empleo o sufrir cualquier otro tipo de discriminación o intolerancia como consecuencia de su bautismo. Su recompensa, sin embargo, es un poderoso sentido de pertenencia entre el pueblo del convenio. Cualquier sacrificio que hagamos por la causa del Señor ayuda a confirmar nuestro lugar con Él, quien dio Su vida en rescate por muchos.
El último elemento de la doctrina de pertenencia, y el más importante, es el papel central de Jesucristo. No nos unimos a la Iglesia solo para hermanarnos, por muy importante que esto sea. Nos unimos para ser redimidos mediante el amor y la gracia de Jesucristo. Nos unimos para asegurar las ordenanzas de salvación y exaltación para nosotros mismos y para aquellos a quienes amamos a ambos lados del velo. Nos unimos para participar en el gran proyecto de establecer Sion en preparación para el regreso del Señor.
La Iglesia es la guardiana de los convenios de salvación y exaltación que Dios nos ofrece mediante las ordenanzas del Santo Sacerdocio15. Es al guardar estos convenios que obtenemos el más elevado y profundo sentido de pertenencia. Hace poco, el presidente Russell M. Nelson escribió:
“Una vez que ustedes y yo hemos hecho un convenio con Dios, nuestra relación con Él se vuelve mucho más cercana que antes del convenio. Ahora estamos unidos. Debido a nuestro convenio con Dios, Él nunca se cansará en Sus esfuerzos por ayudarnos y nunca agotaremos Su misericordiosa paciencia para con nosotros. Cada uno de nosotros tiene un lugar especial en el corazón de Dios […].