VI
«Tengo que tomar alguna determinación —se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la avenida de la Alameda—; esto no puede seguir así.»
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.
—¡Oh, gracias, gracias, caballero!
—Las gracias a usted, señora.
- ¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?
—Con mucho gusto, señora.
Y entró Augusto.
Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.
En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:
—(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)
Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.
Augusto se decidió por fin.
—No le entiendo a usted una palabra, caballero.
—De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto —dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido—: Fermín, este señor es el del canario.
—Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto —le contestó su marido.
—Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted —añadió volviéndose a Augusto— ¿quién es?
—Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.
—¿De doña Soledad?
—Exacto; de doña Soledad.
—Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.
—Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
—¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
—Para mí, sí.
—Gracias, caballero —dijo don Fermín, agregando—: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...
—Cállate con tu estribillo, hombre —exclamó la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?
—Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
—¿Esta casa?
—Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
—Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
—¿Quién conoce los caminos de la Providencia? —dijo don Fermín.
—Yo los conozco, hombre, yo —exclamó su señora; y volviéndose a Augusto—: tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza...
—¿Y la libertad? —insinuó don Fermín.
—Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.
—¿Anarquismo? —exclamó Augusto.
Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:
—Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo —y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla—, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...
—Y usted, ¿no es anarquista también? —preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
—¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?
—Hombres de poca fe, que llamáis imposible... —empezó don Fermín.
Y la tía, interrumpiéndole:
—Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
—Tanto honor, señora...
—Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa... Luego, ¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...
—¿Catástrofe? —preguntó Augusto.
—Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con qué levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
—La chica no es mala —prosiguió la tía—, pero no hay modo de entenderla.
—Si aprendierais esperanto —empezó don Fermín.
—Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?
—Pero ¿usted no cree, señora —le preguntó Augusto—, que sería bueno que no hubiese sino una sola lengua?
—¡Eso, eso! —exclamó alborozado don Fermín.
—Sí, señor —dijo con firmeza la tía—; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar con las criadas que no son racionales.
La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable.
—Ahora, si es en teoría —añadió—, no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio...
—Señores —dijo Augusto levantándose—, estoy acaso molestando...
—Usted no molesta nunca, caballero —le respondió la tía—, y queda comprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué no?», le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos...»
Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.»
Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
—¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
—Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
—Pichín, mi canario.
—Y ¿a qué ha venido?
—¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
—¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.
—Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico.
—Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
—Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
—Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
—Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas.
—Lo que es eso...
—Nadie puede decir de esta agua no beberé.
—¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! —exclamó don Fermín—. Dios...
—Pero, hombre —le arguyó su mujer—, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
—Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino...
—Obedece, ¿no es eso?
—Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos y añadió:
—Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece.
—Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
—También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
—¡Bueno, se verá! —terminó la tía.