¿Cuál es el origen del odio?
Las más terribles tragedias de la historia han tenido un origen común: el odio. ¿De dónde viene
este sentimiento destructivo? ¿Es algo natural e inevitable, o es posible contrarrestarlo?
¿Cuál es el origen del odio?
Ahí donde haya dos o más personas, casi seguro que habrá conflicto, y ese conflicto puede
generar enojo. Pero el enojo no es lo mismo que el odio. El enojo es una emoción, y como tal,
es automático y transitorio, mientras que el odio es un sentimiento en el que ya interviene
la conciencia: al enojo, para convertirlo en odio, le agregamos experiencias, motivos (racionales o
no) y otras emociones, como el disgusto, y lo volvemos más duradero. Para Aristóteles,
además de la duración, el odio tiene una característica que lo diferencia del enojo:
quien odia desea la aniquilación del ser odiado. Así que no estamos hablando aquí de cuando decimos
“odio la pizza con piña”, que es sólo un modo enfático de decir que no te gusta ese alimento
tan delicioso. Tampoco nos referiremos al odio a cualidades negativas del que habla Thiebaut,
como decir “odio la impuntualidad”. Estamos hablando del deseo persistente de causarle un mal
a alguien más, especialmente a otros grupos humanos. Pero ¿cuándo empezamos a ser así?
El psicólogo social James Waller infiere que el odio es nuestra herencia evolutiva. Fue
hace muy poco que empezamos a vivir en esto que llamamos civilización: no más de 10 mil años,
comparados con los por lo menos 100 mil que tiene nuestra especie. En 90 mil años de ser
cazadores y recolectores desarrollamos la cultura, el lenguaje y la compasión, pero también aspectos
agresivos que nos ayudaron a sobrevivir. En ese entonces no éramos tantos ni teníamos
acceso a tantos recursos como ahora. Imagínate vivir en una tribu nómada… somos sólo unas 100
personas. Conoces a todos y todos te conocemos… pero no identificas a nadie que no sea miembro
de tu tribu. Viajamos en grupo buscando alimento y refugio. Sobrevivir ya es de por sí difícil,
y el asunto se pone peor cuando nos encontramos (AUMENTA LA SERIEDAD) con otros seres que están
buscando la misma comida y los mismos refugios que nosotros: no son animales salvajes ni monstruos,
sino simplemente... otra tribu. Una tribu extraña que provoca miedo.
Según Waller esta cruda competencia favoreció la evolución de sentimientos que permitieran
justificar el despojo a los demás e incluso su sometimiento o exterminio. Uno de ellos
es el etnocentrismo: la convicción de que nuestra tribu es mejor: la más inteligente,
la más fuerte o la más valiosa. Pero es imposible definir la identidad propia
sin diferenciarla de la ajena. Por eso también surgió la xenofobia, la aversión a aquellos que
no pertenecen a nuestra tribu. Los ajenos serían los tontos, los sucios o simplemente los malos.
Los !Kung San del Kalahari viven como en aquellas épocas. Son muy solidarios y
generosos entre ellos. Se llaman a sí mismos Zhun/twasi “la gente de verdad”... y en su
idioma la palabra para decir “extranjero” es la misma que usan para decir “malvado”. Un
pueblo de Nueva Guinea se llaman a sí mismos los “Asmat”, que simplemente significa “las personas,
los humanos”. Ahí, extranjero se dice “Manowe”, que se traduce como (PASA SALIVA)… “comestible”.
Si estos ejemplos te parecen muy extremos, piensa ¿cómo se refiere tu tío,
al que le gusta el fútbol, a quienes apoyan al equipo rival? Afortunadamente, tu tío es
civilizado y todo se queda en bromas ¿verdad? Y es que muchas veces la identidad de un grupo
incluye la aversión al otro: somos nosotros porque no nos parecemos a ellos. Esto genera
estereotipos que, al mismo tiempo que estrechan los vínculos internos, amplían la brecha con los
demás. Y aunque la enemistad puede ser por motivos étnicos, religiosos o ideológicos,
cualquier pretexto sirve. En un experimento se les dio a un grupo de niños gafetes con su nombre:
a unos rojos y a otros verdes. De inmediato los chicos comenzaron a identificarse con los
de su color y a mostrar aversión a los del color diferente. La verdad es que no todos odiamos, por
lo menos no siempre, pero es bueno reconocer que todos estamos dotados con la capacidad para odiar.
Los psicólogos dicen que el odio está basado en el miedo, especialmente si eso que tememos está
en nosotros mismos y lo vemos proyectado en los demás. Así es más fácil culpar a la
persona o grupo ajeno de todo lo que está mal en vez de responsabilizarse uno mismo.
A nivel neurológico, los experimentos han mostrado que con el odio se activan regiones
llamadas “circuito del odio”, que comparte partes con el circuito del peligro y del enojo,
pero no es el mismo patrón. Por ejemplo, con el odio también se activan algunas regiones que se
encienden con el amor romántico: podríamos decir que odiar es enamorarse del miedo y la agresión.
Y este sentimiento no se sostiene solo, para seguir existiendo, debe ser alimentado con
lo que se llama “discurso de odio”, lo que ha tenido nefastas consecuencias en la historia.
En la Alemania de los años 30 y principios de los 40 los líderes nazis convencieron a buena parte
de su pueblo de que la culpa de todos sus males la tenían los judíos, los gitanos y los homosexuales,
y que debían ser destruidos, lo que llevó a los campos de exterminio y a la muerte de
11 millones de personas, incluyendo niños. En Ruanda vivía el pueblo bantú. Este tenía
dos tribus principales: la mayoría Hutu y la minoría Tutsi. Cuando los belgas invadieron
Ruanda establecieron un sistema de castas: dijeron que los Tutsi eran superiores y les
dieron mayores privilegios que a los Hutu. Esto exacerbó el odio entre las dos tribus,
que por otro lado son étnicamente iguales. En 1961 los ruandeses se independizaron y
los Hutu tomaron el poder, sometiendo a la minoría Tutsi a la que le tenían tanto resentimiento. Los
medios de comunicación promovieron discursos de odio. La crisis económica hizo estallar un
conflicto que culminó con el genocidio de los Tutsi donde murieron el 70% de ellos.
Como estos también está el ejemplo de la masacre armenia por parte de los turcos; el exterminio de
indígenas en Guatemala en los años 80 por parte de la dictadura militar; incluso actualmente,
en Myanmar, los militares y algunos budistas extremistas, persiguen y matan a los musulmanes
rohingya. (SOMBRÍO) Y es que el odio no resuelve conflictos. El vencedor en una agresión nunca ha
demostrado ser quien tiene la razón. (PAUSA) Pero la historia también tiene ejemplos de
convivencia y tolerancia. En España, ya en en el Siglo Trece, el rey Alfonso Décimo “El Sabio”,
siendo un católico devoto, promovió la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos,
intercambio cultural que llevó al florecimiento de las ciencias y las artes. Fundó la Escuela de
Traductores de Toledo, que fue responsable de la difusión de importantes obras de medicina,
física, matemáticas y astronomía. En el Siglo Dieciocho filósofos de la Ilustración
señalaron la relación que hay entre una actitud de tolerancia y el progreso de los pueblos. El
avance de las ciencias, la tecnología, las leyes y las costumbres sólo puede desarrollarse en un
marco de respeto y proliferación de ideas divergentes. Y es que, diría Levi–Strauss,
el progreso no es patrimonio de una raza o una cultura. Las sociedades solitarias están
condenadas a estancarse, sólo la convivencia entre las sociedades puede hacerlas crecer.
Aquí la palabra clave es “tolerancia”: la capacidad de aceptar a otros aunque
sean diferentes en sus ideas, sus creencias o su físico. ¿Cómo la alcanzamos? La activista Hellen
Keller ya lo dijo: “La mejor consecuencia de la educación es la tolerancia”. Cuando conocemos de
los demás su pensamiento, sus tribulaciones y su historia, se desarrolla la empatía.
Te contamos una historia de esperanza: un día el músico afroamericando Daryl Davis tocaba en un bar
cuando un hombre blanco le dijo: “No sabía que los negros podían tocar tan bien a Jerry Lee Lewis”.
Resulta que el cliente era un miembro del Ku Klux Klan, un grupo de odio de recalcitrante racismo.
Daryl le dijo “Bueno, Lewis lo aprendió de algún lado” y le contó de los orígenes del rock en el
blues y el woogie boogie negros. El conocimiento agrietó las certezas del hombre racista y surgió
una amistad. Desde entonces, Daryl se ha dado a la tarea de buscar a miembros del Klan,
platicar con ellos, invitarlos a cenar… y ha logrado que más de 200 “cuelguen la toga”.
Hizo suya la frase de Abraham Lincoln: “¿Acaso no destruyo a mis enemigos al hacerlos mis amigos?”
Pero ¿qué tan grande debe ser la tolerancia? ¿Se deben tolerar toda clase de costumbres e ideas…
incluso las que dañan y son intolerantes? Esta pregunta todavía suscita discusiones,
pero Karl Popper ofrece una solución: se debe tolerar todo, menos la intolerancia misma. ¿Por
qué? Porque la intolerancia puede destruirlo todo, incluyendo a la misma sociedad que le dio cobijo.
Cuando encontremos acciones o discursos de odio, no los dejemos pasar: hagamos saber
que no estamos de acuerdo y digamos por qué: el conocimiento puede transformar a la sociedad.
En palabras del gran Nelson Mandela: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel,
por su origen o su religión. La gente aprende a odiar, y si puede aprender a odiar, se le puede
enseñar a amar, porque el amor surge de forma más natural en el corazón humano” ¡Curiosamente!
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