XII
—Señorito —entró un día después a decir a Augusto Liduvina—, ahí está la del planchado.
—¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase!
Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como allí entró. Parecía antes como si el señorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse, habíala tenido inquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otros hombres! ¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara toda!
—¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no?
—Sí, así me llamo.
—Y ¿qué te pasa?
—¿Por qué, señorito Augusto?
—Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra.
—El que me parece que es otro es usted...
—Puede ser... puede ser... Pero ven, acércate.
—¡Vamos, déjese de bromas y despachemos!
—¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? —le dijo con voz más seria—. Acércate, así, que te vea bien.
—Pero ¿es que no me ha visto otras veces?
—Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa como eres...
—Vamos, vamos, señorito, no se burle... —y le ardía la cara.
—Y ahora, con esos colores, talmente el sol...
—Vamos...
—Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no! Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego... No hace sino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces como has entrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, tonto... Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa?
Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos y rompió a llorar. Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo:
—Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso?
—Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto...
—¡Angel de Dios!
—No diga usted esas cosas, don Augusto.
—¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta que llegó una mujer, ¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todo he aprendido a veros a vosotras, a las mujeres...
—Y esa mujer... sería alguna mala mujer...
—¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere... no me quiere... no me quiere... —y al decirlo se le quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.
—¡Pobre don Augusto!
—¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!
—Pero, señorito...
—Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!
—Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!
Augusto se sentó.
—¡Ven acá! —la dijo.
Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo:
—¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?
Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto.
—Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala...
—Es que yo, don Augusto...
—Augusto, Augusto...
—Es que yo, Augusto...
—Bueno, cállate, basta —y cerraba él los ojos—, no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo. Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Y no he sabido lo que es dormir juntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si durmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño?
—Y esa mujer... —empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augusto y con lágrimas en la voz.
—Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere... Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres... y alguna podrá quererme... ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? —y la apretaba como loco contra su pecho.
—Creo que sí... que le querré...
—¡Que te querré, Rosario, que te querré!
—Que te querré...
—¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!
En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo:
—Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta?
—Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás.
—Sí, volveré.
—¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas?
—¿Perdonarle... qué?
—Esto, esto... Ha sido una locura. ¿Me lo perdonas?
—Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y lo que debe hacer es no pensar en esa mujer.
—Y tú, ¿pensarás en mí?
—Vaya, que tengo que irme.
Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas se había ido entró Liduvina:
—¿No me preguntaba usted el otro día, señorito, en qué se conoce si un hombre está o no enamorado?
—En efecto.
—Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, ahora puedo asegurarle que usted está enamorado.
—Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?
—¿De Rosario...? ¡Quiá! ¡De la otra!
—Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?
—¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a esta lo que no pudo decir ni hacer a la otra.
—Pero ¿tú te crees...?
—No, no, si ya me supongo que no ha pasado a mayores; pero...
—¡Liduvina, Liduvina!
—Como usted quiera, señorito.
El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y al echarse en la cama, a cuyos pies dormía Orfeo, se decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de dormir solo, solo, solo, de dormir un solo sueño! El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?»
Y cayó en el sueño.