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Zurita - L. A. Clarín, 4.2

4.2

En otra ocasión Zurita no se hubiera atrevido a detener a don Cipriano, que pasaba fingiendo no verle, pero en aquel momento Aquiles tuvo el valor suficiente para estorbar el paso a la pareja rimbombante y saludar al filósofo con cierto aire triste y cargado de amarga ironía. Temblábale la voz al decir:

—Salud, mi querido maestro; ¡cuántos siglos que no nos vemos!

La filósofa, que le comía las sopas en la cabeza a Zurita, le miró con desprecio y sin ocultar el disgusto. Don Cipriano se puso muy colorado, pero disimuló y procuró estar cortés con su antigua víctima de trascendentalismo.

En pocas palabras enteró a Zurita de su nuevo estado y próspera fortuna.

Se había casado, su mujer era hija de un gran maragato de la calle de Segovia, tenían un hijo, a quien había bautizado porque había que vivir en el mundo; él ya no era krausista, ni los había desde que Salmerón estaba en París. El mismo don Nicolás, según cartas que don Cipriano decía tener, iba a hacerse médico positivista.

—Amigo mío —añadió el ex—filósofo poniendo una mano sobre el hombro de Zurita— estábamos equivocados; la investigación de la Esencia del Ser en nosotros mismos es un imposible, un absurdo, cosa inútil; el armonismo es pura inanidad (¡dale con la palabreja!, pensaba Zurita), no hay más que hechos. Aquello se acabó; fue bueno para su tiempo; ahora la experimentación... los hechos... Por lo demás, buena corrida la de esta tarde; los toros como del Duque; el Gallo superior con el trapo, desgraciado con el acero... Rafael, de azul y oro, como el ama, algo tumbón pero inteligente. Y ya sabe V., si de algo puedo servirle... Duque de Alba, 7, principal derecha...

La hija del maragato saludó a Zurita con una cabezada, sin soltar, es decir, sin sonreír ni hablar; y aquel matrimonio de mensajerías desapareció por la calle de Alcalá arriba, perdiéndose entre el polvo de un derribo...

—¡Estamos frescos! —se quedó pensando Zurita—. De manera que hasta ese Catón se ha pasado al moro; no hay más que hechos... don Cipriano es un hecho... y se ha casado con una acémila rica... y hasta tiene hijos... y diamantes en la pechera... Y yo ni soy doctor... ni puedo acaso aspirar a una cátedra de Instituto, porque no estoy al tanto de los conocimientos modernos. Sé pensar y procurar vivir con arreglo a lo que me dicta mi conciencia; pero esto ¿qué tiene que ver con los hechos? En unas oposiciones de Psicología, Lógica y Ética, por ejemplo, ¿me van a preguntar si soy hombre de bien? No, por cierto.

Y suspirando añadía:

—Me parece que he equivocado el camino.

En un acceso de ira, ciego por el desencanto, que también deslumbra con sus luces traidoras, quiso arrojarse al crimen... y corrió a casa de doña Engracia, dispuesto a pedirle su amor de rodillas, a declarar y confesar que se había portado como un beduino, porque no sabía entonces que todo eran hechos, y nada más que hechos...

Llegó a la casa de aquella señora. El corazón se le subió a la garganta cuando se vio frente a la portería, que en tanto tiempo no había vuelto a pisar...

—El señor Tal, ¿vive aquí todavía?

—Sí, señor; segundo de la izquierda...

Zurita subió. En el primer piso se detuvo, vaciló... y siguió subiendo.

Ya estaba frente a la puerta, el botón dorado del timbre brillaba en su cuadro de porcelana; Aquiles iba a poner el dedo encima...

¿Por qué no? No existía lo Absoluto, o por lo menos, no se sabía nada de ello; no había más que hechos; pues para hecho, Engracia, que era tan hermosa...

—Llamo —se dijo en voz alta para animarse.

Y no llamó.

—¿Quién me lo impide? —preguntó a la sombra de la escalera.

Y una voz que le sonó dentro de la cabeza respondió.

—Te lo impide... el imperativo categórico... Haz lo que debes, suceda lo que quiera.

Aquiles sacudió la cabeza en señal de duda.

—No me convenzo —dijo; pero dio media vuelta y a paso lento bajó las escaleras.

En el portal le preguntó la portera...

—¿Han salido? Pues yo creía que la señora estaba...

—Sí —contestó Zurita—, pero está ocupada... está... con el imperativo categórico... con un alemán... con el diablo, ¡señora... !, ¿a V. qué le importa?

Y salió a la calle medio loco, según se saca del contexto.


4.2 4.2

En otra ocasión Zurita no se hubiera atrevido a detener a don Cipriano, que pasaba fingiendo no verle, pero en aquel momento Aquiles tuvo el valor suficiente para estorbar el paso a la pareja rimbombante y saludar al filósofo con cierto aire triste y cargado de amarga ironía. Temblábale la voz al decir:

—Salud, mi querido maestro; ¡cuántos siglos que no nos vemos!

La filósofa, que le comía las sopas en la cabeza a Zurita, le miró con desprecio y sin ocultar el disgusto. Don Cipriano se puso muy colorado, pero disimuló y procuró estar cortés con su antigua víctima de trascendentalismo.

En pocas palabras enteró a Zurita de su nuevo estado y próspera fortuna.

Se había casado, su mujer era hija de un gran maragato de la calle de Segovia, tenían un hijo, a quien había bautizado porque había que vivir en el mundo; él ya no era krausista, ni los había desde que Salmerón estaba en París. El mismo don Nicolás, según cartas que don Cipriano decía tener, iba a hacerse médico positivista.

—Amigo mío —añadió el ex—filósofo poniendo una mano sobre el hombro de Zurita— estábamos equivocados; la investigación de la Esencia del Ser en nosotros mismos es un imposible, un absurdo, cosa inútil; el armonismo es pura inanidad (¡dale con la palabreja!, pensaba Zurita), no hay más que hechos. Aquello se acabó; fue bueno para su tiempo; ahora la experimentación... los hechos... Por lo demás, buena corrida la de esta tarde; los toros como del Duque; el Gallo superior con el trapo, desgraciado con el acero... Rafael, de azul y oro, como el ama, algo tumbón pero inteligente. Y ya sabe V., si de algo puedo servirle... Duque de Alba, 7, principal derecha...

La hija del maragato saludó a Zurita con una cabezada, sin soltar, es decir, sin sonreír ni hablar; y aquel matrimonio de mensajerías desapareció por la calle de Alcalá arriba, perdiéndose entre el polvo de un derribo...

—¡Estamos frescos! —se quedó pensando Zurita—. De manera que hasta ese Catón se ha pasado al moro; no hay más que hechos... don Cipriano es un hecho... y se ha casado con una acémila rica... y hasta tiene hijos... y diamantes en la pechera... Y yo ni soy doctor... ni puedo acaso aspirar a una cátedra de Instituto, porque no estoy al tanto de los conocimientos modernos. Sé pensar y procurar vivir con arreglo a lo que me dicta mi conciencia; pero esto ¿qué tiene que ver con los hechos? En unas oposiciones de Psicología, Lógica y Ética, por ejemplo, ¿me van a preguntar si soy hombre de bien? No, por cierto.

Y suspirando añadía:

—Me parece que he equivocado el camino.

En un acceso de ira, ciego por el desencanto, que también deslumbra con sus luces traidoras, quiso arrojarse al crimen... y corrió a casa de doña Engracia, dispuesto a pedirle su amor de rodillas, a declarar y confesar que se había portado como un beduino, porque no sabía entonces que todo eran hechos, y nada más que hechos...

Llegó a la casa de aquella señora. El corazón se le subió a la garganta cuando se vio frente a la portería, que en tanto tiempo no había vuelto a pisar...

—El señor Tal, ¿vive aquí todavía?

—Sí, señor; segundo de la izquierda...

Zurita subió. En el primer piso se detuvo, vaciló... y siguió subiendo.

Ya estaba frente a la puerta, el botón dorado del timbre brillaba en su cuadro de porcelana; Aquiles iba a poner el dedo encima...

¿Por qué no? No existía lo Absoluto, o por lo menos, no se sabía nada de ello; no había más que hechos; pues para hecho, Engracia, que era tan hermosa...

—Llamo —se dijo en voz alta para animarse.

Y no llamó.

—¿Quién me lo impide? —preguntó a la sombra de la escalera.

Y una voz que le sonó dentro de la cabeza respondió.

—Te lo impide... el imperativo categórico... Haz lo que debes, suceda lo que quiera.

Aquiles sacudió la cabeza en señal de duda.

—No me convenzo —dijo; pero dio media vuelta y a paso lento bajó las escaleras.

En el portal le preguntó la portera...

—¿Han salido? Pues yo creía que la señora estaba...

—Sí —contestó Zurita—, pero está ocupada... está... con el imperativo categórico... con un alemán... con el diablo, ¡señora... !, ¿a V. qué le importa?

Y salió a la calle medio loco, según se saca del contexto.