Ep. 36 - Este mundo no es de las feas (1)
Introducción
Primera historia
1796: Caracas
Se compra piel blanca
La corona española ya no considera vil el linaje indio; la sangre negra, en cambio, oscurece los nacimientos por muchas generaciones. Los mulatos ricos pueden comprar certificados de blancura pagando quinientas monedas de plata.
Por quitarle el borrón que le aflige en extremo, el rey declara blanco a Diego Mejías Bejarano, mulato de Caracas, para que su calidad triste e inferior no le sea óbice (impedimento) al uso, trato, alternativa y vestido con los demás sujetos.
En Caracas, sólo los blancos pueden escuchar misa en la catedral y arrodillarse sobre alfombras en cualquier iglesia. Mantuanos se llaman los que mandan, porque la mantilla es privilegio de las blancas damas. Ningún mulato puede ser sacerdote ni doctor.
Mejías Bejarano ha pagado las quinientas monedas, pero las autoridades locales se niegan a obedecer. Un tío de Simón Bolívar y los demás mantuanos del Cabildo declaran que la cédula (el dictamen) real es espantosa a los vecinos y naturales de América. El Cabildo pregunta al rey: ¿Cómo es posible que los vecinos y naturales blancos de esta provincia admitan a su lado a un mulato descendiente de sus propios esclavos o de los esclavos de sus padres?
(Tomado de Memoria de Fuego, Volumen 2: Las Caras y las Máscaras. Eduardo Galeano. Siglo Veintiuno editores. Versión digital. México: 2014.)
Bienvenida
Que tal amigos y amigas de Tres Cuentos, el podcast dedicado a las narrativas literarias de América Latina. La anécdota anterior se puede encontrar en el libro Caras y Máscaras: Memoria del Fuego, del uruguayo Eduardo Galeano.
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En español, hay un viejo dicho, "La mona aunque se vista de seda, mona se queda". En otras palabras, nadie puede disimular sus orígenes humildes con ropa elegante. Por lo tanto, si usted no nació con el linaje incorrecto o sin sangre azul, sus modales (o algo en usted) hará que todos se den cuenta de quién usted no es.
Recuerdo que yo tenía cerca de 15 años, y mi mamá me había comprado un vestido de flores. Yo estaba feliz de estrenarlo, así que me lo puse para salir a hacer un mandado a la tienda. Cuando iba saliendo de la unidad residencial, se me acerca una mujer de unos 50 años y me pregunta si yo era una empleada del servicio que trabajaba en una de las casas. Me quedé tiesa, le dije que no y seguí mi camino.
Para aquella mujer yo debía ser de menor clase social, porque mi piel morena y mi vestido de flores era todo lo que ella necesitaba para inferir dicha observación. Para mí, fue el fin de ese vestido.
Durante la época colonial aquellos con poder vendían títulos nobiliarios a quienes pudieran comprarlos. Aquellos de menor posición pensaban que así podían ascender la escala social del sistema que los reprimía. El que había clasificado el mundo entre civilizado o bárbaro, hermoso versus feo, blanco o negro.
Hoy, continuamos nuestro viaje a través de la literatura afrodescendiente. Y con beneplácito abrimos nuestros corazones a las palabras honestas y dulces de la escritora ecuatoriana Luz Argentina Chiriboga.
Pueden encontrar el siguiente extracto en el libro Este mundo no es de las feas, publicado por la Editorial Libresa en Ecuador.
Chiriboga nos cuenta la historia de una mujer llamada Linda. Sin embargo, el nombre, en lugar de concederle a su portadora los atributos atractivos que sugiere el adjetivo linda, se convierte en una carga pesada. Una pesadilla que atormenta a su portadora, porque como sabemos, el mundo prefiere a las mujeres bellas.
Historia
Este mundo no es de las feas
(Fragmento)
Por Luz Argentina Chiriboga
Tomado con permiso deEste mundo no es de las feas. Luz Argentina Chiriboga Guerrero. 2006. Quito: Editorial Libresa, 103-11.
En casa todos decían que era necesario que yo fuera a visitar el psiquiatra, pues este facultativo estudia la organización de la personalidad humana. Que no tuviera temor, solo se trataba de interpretar unas manchas de tinta sin formas estructuradas, método utilizado por los griegos que daba buenos resultados.
El caso se presenta evidente. Los vecinos se reunían y empezaban a tejer los más variados comentarios. Cada uno sacaba conclusiones y motivos lógicos y luego aconsejaron a Luis, que desesperado no podía dormir, llevara a su heredera a donde el doctor Joaquín Robusto, un hijo de español que llegó invitado a sustentar conferencias en algunas provincias del país, quien al conocer a una colega mexicana que lucía con garbo su esbelta figura, se quedó y se casaron.
Mis padres, Luis Castañeda y Roxana Perea, me obligaron a seguir un tratamiento con dicho profesional, pues sentíame incorpórea, un ser abstracto, y advertía la sensación de estar siempre caminando por la cuerda floja o algo así, como si estuviera en lo alto de un precipicio. Estaba allí, en clase con mis libros y cuadernos, pero para los maestros y para mis condiscípulos era inexistente. Un punto amorfo, sin cuerpo, sin vida, la nadie. No estaba conforme con tener un nombre sugerente, válido para otro ser que no fuera yo, distinto a lo que era y representaba, no una Cleopatra con sus ojos de noche tierna o una Sofía Loren con aquella gracia divina, pero desde entonces comprendí la importancia del nombre.
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Había heredado de algún pariente, o tal vez el cruce de mis padres no fue apropiado, o quizás mi madre se asustó cuando estuvo embarazada, o vio un mico en noche de menguante, o atravesó el bosque y el Bambero la espantó, que sé yo, o posiblemente, algún pariente me jugó una mala pasada, pues heredé una fealdad desprotegida, fealdad con efe mayúscula, causa de mis angustias y de mis desvelos.
Aún más grande al recordar que por la refinada sensibilidad de mi madre me llamó Linda, qué contraste, para no afirmar, un absurdo. Qué falta de asidero, del fundamental equilibrio, sin analizar por un momento detalle por detalle la hija que había traído al mundo. Un mundo tan complejo, tan difícil, en el que solo tenían cabida los normales. Si me miraban de frente o de perfil, desde cualquier ángulo, resaltaba mi fealdad.
En casa están intrigados y gastaban horas, semanas y meses pensando de dónde había heredado este terrible defecto, pero tarde se dieron cuenta de la equivocación, del grave error de haberme puesto un nombre tan brillante, Linda. Qué aval les di yo al nacer para llamarme con ese nombre tan fragante, tan fresco, porque eso y más es lo que sugiere Linda.
Como sucede siempre, idealizando, fundamentándose, hay otros valores, hay que ser optimistas, y ahora dicen que los grandes maestros levitan y abandonan el cuerpo, sea éste hermoso o feo. Papá, en cambio, me aconseja conformidad, resignación.
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Cuando estaba en la cuna escuché las discusiones de mis padres al excogitar el nombre que llevaría de por vida y comencé a intrigarme. Mi padre dijo Rosa, entonces di un grito.
- Tranquila, mi pequeña.
Ya comenzaba a reconocer las modalidades, las normas, los resabios y las aberraciones del mundo. Para poder satisfacer las exigencias de la sociedad tendría que ser otra bebé, pues en este Planeta se rendía culto a la belleza y lo bello era blanco. Mi madre acudía a la creencia de que rociándome un poco de polvo y ocultando mi mancha del trasero, todo se solucionaría. No fue así.
La idea de escoger un nombre para mí se revitalizó y sentí un extraño miedo. Miedo que se fue agudizando al escuchar que llevaría el nombre de Bella, otra ingenuidad de mis padres. Lloré. ¡Qué iban a hacer! No pude precisar cuál de los dos dijo: se llamará Rosalinda.
Entonces pataleé con fuerza, arrojé los juguetes que estaban a mi alrededor. Mamá confundida, tuvo la sensación de que algo raro ocurría. Sentí la necesidad de refutarles, decirles que no cometieran tal error, pero no entendieron mis señales.
Si hubiera nacido normal, sin esa notoria fealdad, me hubiera sentido feliz de llamarme Rosalinda, Selva, Verano, Primavera, estaría cantando siempre. No había nada que me preocupara más que llevar un nombre desacorde con mi figura, era como acostumbrarme a una nueva forma de morir. De joven mis facciones causarían vértigo, me vi monstruosamente fea y tenía temor de enfrentar así la vida.
Mañana cuando otros amaneceres se posarán en la ventana de mi dormitorio, sufriría una severa crisis de contradicciones, de negación, porque las gentes no aceptan las personas diferentes a ellas. Estaba perdida, no tendría tranquilidad para el resto de mis años.
- Sí, te llamarás Linda.
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Mamá se dio cuenta de mi cambio, repentinamente sufrí arrebatos, fiebre, grité tan fuerte, que se vino al suelo la lámpara del velador. Me llamaría Linda, esa fue la conclusión a la que llegaron, imaginaron heredaría la gracia de mi madre y la estatura de mi papá, pero se equivocaron. Heredé de un pariente, de un desconocido que venía marcándome los pasos y se había pasado la vida maldiciendo por no corresponder el equilibrio universal. Por ser raro, diferente, anatómicamente no armónico, intermedio no definido ni definitivo.
Era yo la que llevaría de por vida el nombre de Linda, arrastraba mi fealdad por los vericuetos de una lejana genealogía. Tal vez pacífico primate frugívoro y arborícola o de alguna sabandija.
Me quedo pensativa como si de repente me sumergiera en un submundo extraño, poblado de fantasmas, de formas desconocidas. ¿Cómo podré expresar mi libre albedrío si vengo marcada con esta herencia? ¿Cómo cambiar este código genético? ¿Existiría la posibilidad de salirme de los moldes?
Observaba a mi hermana con sus facciones delicadas, con sus mejillas rosadas y sus cabellos rubios. Ella debió, según los vecinos, llamarse Helena, por la de Troya o Dalila. ¿Qué diría ella al verme, así como soy: un renacuajo?
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Desesperada, siento mi fealdad a flor de piel, en todos mis poros, es como si un insecto recorriera mi rostro, subiera a mis ojos y se quedara en mi nariz. En vano luchaba por ahuyentarlo, pues forma parte de mí misma. Lo había traído consigo, tal vez estuve destinada a ser una lagartija, una rana, un conejo, en el proceso de formación del nuevo individuo hay una asombrosa similitud, pero posteriormente, en el desarrollo, casi en el último instante, me hizo humana.
Quizás en el vientre de mi madre se introdujo por equivocación otro cuerpo que vino del más allá, desde el gran estallido o de los póngidos, en ese misterioso itinerario genético y se quedó a vivir con los humanos. Ahora me preguntaba ¿qué hacer con ese deseo o trampa que natura ideó para coyundar, si soy tan fea?
Creí mejor regresar y fingí estar enferma. No me moví, no quise comer y cuando mis padres notaron mi rostro demacrado, llamaron al médico. Recuerdo que estuvo junto a mí, vestía un traje blanco, me tomó el pulso y acariciándome susurró: Quédate en este mundo, no te regreses.
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No es un sueño, pero me convertí en una experta en Sigmund Freud, en Rorschach, en Machover. El hijo del doctor Joaquín Robusto, Ricardo, un joven de ojos como la noche en menguante, me extendió unas láminas en negro y gris, con diferentes combinaciones de tonos y otras policromadas. El examinador satisfecho con mis respuestas fue mostrando su aceptación y confianza con mi forma de ser, y mientras repetía: soy linda, soy linda, él fue adaptándose a mi fealdad y yo fui llenando su soledad.
Comentarios
Esta historia me recuerda ese viejo dicho "La belleza está en los ojos del espectador". Para mí, el espectador es la cultura que usa una lente racial. Durante siglos, esa lente ha filtrado y dado forma a la idea de la belleza, suscribiéndola a lo que es puro, blanco y dócil.
Entonces, antes de sumergirnos en los cuentos y discursos que se hilaron y adaptaron para justificar la superioridad de la cultura blanca en Latinoamérica, les debo recordar que se subscriban al correo del podcast. Todo lo que deben hacer es ir a nuestro sitio web www.trescuentos.com.
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