El Alquimista Episodio 12
Desde aquella mañana en el mercado no había vuelto a utilizar el Urim y el Tumim, porque Egipto pasó a ser un sueño tan distante para él como lo era la ciudad de La Meca para el Mercader.
Sin embargo, el muchacho estaba ahora contento con su trabajo y pensaba siempre en el momento en que desembarcaría en Tarifa como un triunfador.
«Acuérdate de saber siempre lo que quieres», le había dicho el viejo rey. El chico lo sabía, y trabajaba para lograrlo. Quizá su tesoro había sido llegar a esa tierra extraña, encontrar a un ladrón y doblar el número de su rebaño sin haber gastado siquiera un céntimo.
Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas importantes, como el comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales.
Una tarde vio a un hombre en lo alto de la colina quejándose de que era imposible encontrar un lugar decente para beber algo después de toda la subida. El muchacho ya conocía el lenguaje de las señales, y llamó al viejo para conversar.
-Vamos a vender té para las personas que suben la colina -le dijo.
-Ya hay muchos que venden té por aquí -replicó el Mercader.
-Podemos vender té en jarras de cristal. Así la gente degustará el té y también querrá comprar los recipientes de cristal. Porque lo que más seduce a los hombres es la belleza.
El mercader contempló al chico durante algún tiempo sin decir nada.
Pero aquella tarde, después de rezar sus oraciones y cerrar la tienda, se sentó en el borde de la acera con él y lo convidó a fumar narguile, aquella extraña pipa que usaban los árabes.
-¿Qué es lo que buscas? -preguntó el viejo Mercader de Cristales.
-Ya se lo dije. Tengo que volver a comprar las ovejas, y para eso necesito dinero.
El viejo colocó algunas brasas nuevas en el narguile y le dio una profunda calada.
-Hace treinta años que tengo esta tienda. Conozco el cristal bueno y el malo y todos los detalles de su funcionamiento. Estoy acostumbrado a su tamaño y a su movimiento. Si sirves té en los cristales, la tienda crecerá, y entonces tendré que cambiar mi forma de vida.
-¿Y eso no es bueno? -Estoy acostumbrado a mi vida. Antes de que llegaras, pensaba en todo el tiempo que había perdido en el mismo lugar mientras mis amigos cambiaban, se iban a la quiebra o progresaban. Esto me
provocaba una inmensa tristeza. Ahora yo sé que no era exactamente así: la tienda tiene el tamaño exacto que yo siempre quise que tuviera.
No quiero cambiar porque no sé cómo hacerlo. Ya estoy muy acostumbrado a mí mismo.
El muchacho no sabía qué decir.
-Tú fuiste una bendición para mí -continuó el viejo-. Y hoy estoy entendiendo una cosa: toda bendición no aceptada se transforma en maldición.
Yo no quiero nada más de la vida. Y tú me estás empujando a ver riquezas y horizontes que nunca conocí. Ahora que los conozco, y que conozco mis inmensas posibilidades, me sentiré aún peor de lo que me sentía antes. Porque sé que puedo tenerlo todo, y no lo quiero.
«Menos mal que no le dije nada al vendedor de palomitas de maíz», pensó el muchacho.
Continuaron fumando el narguile durante algún tiempo, mientras el sol se escondía. Estaban conversando en árabe, y el muchacho se sentía muy satisfecho por haber logrado hablar el idioma. Hubo una época en la que creyó que las ovejas podían enseñarle todo lo que hay que saber sobre el mundo. Pero las ovejas no podían enseñar árabe.
«Debe de haber otras cosas en el mundo que las ovejas no pueden enseñar -pensó el chico mirando al Mercader en silencio-. Porque ellas sólo se preocupan de buscar agua y comida.
Creo que no son ellas las que enseñan: soy yo quien aprendo.» -Maktub -dijo finalmente el Mercader.
-¿Qué significa eso? -Tendrías que haber nacido árabe para entenderlo -repuso él-. Pero la traducción sería algo así como «está escrito».
Y mientras apagaba las brasas del narguile, le dijo al muchacho que podía empezar a vender el té en las jarras.
A veces es imposible detener el río de la vida.
Los hombres llegaban cansados después de subir la ladera. Y allí encontraban una tienda de bellos cristales con refrescante té de menta.
Los hombres entraban para beber el té, que era servido en preciosas jarras de cristal.
«A mi mujer nunca se le ocurrió esto», pensaba uno, y compraba algunas piezas porque iba a tener visitas por la noche, y quería impresionar a sus invitados con la riqueza de aquellas jarras. Otro hombre afirmó que el té tiene siempre mejor sabor cuando se sirve en recipientes de cristal, pues conservaban mejor su aroma. Un tercero
añadió que era tradición en Oriente utilizar jarras de cristal para el té, pues tenían poderes mágicos.
En poco tiempo la noticia se difundió y muchas personas empezaron a subir hasta lo alto de la ladera para conocer la tienda que estaba haciendo algo nuevo con un comercio tan antiguo. Se abrieron otras tiendas que servían el té en vasos de cristal, pero no estaban en la cima de una colina, y por eso siempre estaban desiertas.
El Mercader en seguida tuvo que contratar a dos empleados más.
Pasó a importar, junto con los cristales, cantidades enormes de té que diariamente consumían los hombres y mujeres con sed de cosas nuevas.
Y así transcurrieron seis meses.
El muchacho se despertó antes de que saliera el sol. Habían pasado once meses y nueve días desde que pisó por primera vez el continente africano.
Se vistió con su ropa árabe, de lino blanco, comprada especialmente para aquel día. Se colocó el pañuelo en la cabeza, fijado por un anillo hecho de piel de camello. Se calzó las sandalias nuevas y bajó sin hacer ruido.
La ciudad aún dormía. Se hizo un sándwich de sésamo y bebió té caliente en una jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la puerta, fumando solo el narguile.
Fumó en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido siempre constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto.
Cuando acabó de fumar, metió la mano en uno de los bolsillos del traje y se quedó algunos instantes contemplando lo que había extraído de allí.
Era un gran mazo de billetes. El dinero suficiente para comprar ciento veinte ovejas, un pasaje de regreso y una licencia de comercio entre su país y el país donde estaba.
Esperó pacientemente a que el viejo se levantara y abriera la tienda.
Entonces los dos fueron juntos a tomar más té.
-Me voy hoy -dijo el muchacho-. Tengo dinero para comprar mis ovejas. Usted tiene dinero para ir a La Meca.