XI
Ignoro si fueron las conversaciones de aquel día u otras causas, las que enfriaron el entusiasmo de que yo estaba poseído por la mañana. ¡Cuánto he desvariado! -decía para mí- y lo más seguro será que Amaranta habrá visto solamente en mí un chico dispuesto a servirla mejor que otro.
Sin embargo, mi curiosidad era tan viva que no podía ocuparme en cosa alguna, ni estar con calma en ninguna parte. Aquel día ni aun pude visitar a Inés; y cuando cumplí las obligaciones de la casa me dispuse a acudir a la cita. Vestime con el mayor esmero, dedicando el conjunto de las fuerzas de mi inteligencia a conseguir que la persona de un servidor de ustedes fuese el dechado de todas las gracias, y el resumen de cuantas perfecciones concedió la Naturaleza a la juventud. El pedazo de espejo que limpié desde por la mañana aduló mi amor propio, confirmando ante mí la enfática presunción de que no escaseaban en el semblante del criado de la González ciertos agradables rasgos, dignos de hacer fijar la atención. Fue aquélla la primera vez que me sentí presumido: después, recordándolo, he sentido ganas de abofetearme.
Yo habría deseado tener entonces el vestido más rico, más lujoso, más elegante, más luciente que pudieran hacer los sastres del planeta que habitamos; pero tuve que contentarme con el mío humildísimo, sin más adorno que el del aseo, la pulcritud y esmero de mi peinado. Mi traje era modesto; pero a pesar de ello, yo conocía que estaba bien, y que mi persona y aire predisponían en favor mío. Con esto y con pensar durante un breve rato ciertas frases delicadas y elegantes que me parecían muy propias para contestar a los obsequios de la diosa, di por terminados los preparativos, y salí de la casa, sin dar cuenta a nadie de mi expedición.
Llegué a la casa de la calle de Cañizares, residencia de la señora marquesa, de quien era hermano el diplomático, pregunté por Dolores, apareció ésta, y sin decirme nada me condujo por largos y oscuros pasadizos, hasta que al fin dio conmigo en un camarín muy lujoso, donde me ordenó que esperase. Mientras así lo hacía, creí sentir en la pieza inmediata voces de señoras que hablaban y reían, y también creí escuchar la desentonada voz del diplomático. Amaranta no me hizo aguardar mucho tiempo. Cuando sentí el ruido de la puerta, cuando vi entrar a la hermosa dama, cuando se adelantó hacia mí sonriendo con bondad, pareciome que un ente sobrenatural se me acercaba, y temblé de emoción.
-Has sido puntual -me dijo-. ¿Estás dispuesto a entrar en mi servicio?
-Señora -contesté sin poder recordar ninguna de las frases que traía preparadas-, estoy con mucho gusto a las órdenes de usía para cuanto se digne mandarme.
-O yo me engaño mucho -dijo la dama sentándose junto a mí-, o tú eres un chico bien nacido, hijo de alguna noble familia, y te hallarás hoy en posición más baja de lo que te corresponde.
-Mi padre era pescador en Cádiz -respondí sintiendo por primera vez en mi vida no ser noble.
-¡Qué lástima! -exclamó Amaranta-: sin embargo, no importa. Pepa me ha dicho que cumples lo que se te encarga con mucha puntualidad, y sobre todo con gran reserva; que eres formal a toda prueba; me ha dicho también que tienes imaginación, y que podrías ser en otra esfera un hombre de provecho.
-Mi ama -dije disimulando mi orgullo-, me hace demasiado favor.
-Bueno -continuó la diosa-. Ya comprendes que entrar en mi servicio sin más recomendación que el propio mérito es más de lo que pudieras desear. Pero me parece que tú tienes disposición para más altos empleos, y... creo que no seras desfavorecido por la fortuna. ¿Quién sabe lo que llegarás a ser?
-¡Oh, sí señora, quién sabe! -dije sin contener el entusiasmo que en mí producían aquellas palabras.
Amaranta estaba sentada frente a mí, como he dicho: su mano derecha jugaba con un grueso medallón pendiente del cuello, y cuyos diamantes, despidiendo mil luces, deslumbraban mis ojos. Tanta era mi gratitud y admiración hacia aquella mujer, que no sé cómo no caí de rodillas a sus plantas.
-Por de pronto no te exijo sino una grande fidelidad en mi servicio. Yo acostumbro recompensar bien a los que bien me sirven, y a ti más que a nadie, porque me han cautivado tu orfandad, tu abandono y la modestia y circunspección que hallo en tu persona.
-Señora -exclamé en la efusión de mi gratitud-; ¿cómo podré pagar tantos beneficios?
-Siéndome fiel y haciendo puntualmente lo que te mande.
-Seré fiel hasta la muerte, señora.
-Ya ves que exijo poco. En cambio Gabriel, yo puedo hacer por ti lo que no has soñado ni podrías soñar. Otros con menos méritos que tú, se han elevado a alturas inconcebibles. ¿No te ha ocurrido que podrías tú subir lo mismo, encontrando una mano que te impulsara?
-¡Sí, señora! Sí me ha ocurrido, y ese pensamiento me ha vuelto loco -contesté-. Viendo que usía se dignaba fijar en mí sus ojos, llegué a creer que Dios había tocado su buen corazón, y que todo lo que hasta ahora me ha faltado en el mundo, iba a recibirlo de una sola vez.
-Has pensado bien -dijo Amaranta sonriendo-. Tu adhesión a mi persona y tu obediencia a mis órdenes te harán merecedor de lo que deseas. Ahora escucha. Mañana voy al Escorial, y es preciso que vengas conmigo. Nada digas a tu ama; yo me encargo de arreglarlo todo, de manera que consienta en el cambio de servidumbre. No digas tampoco a nadie que me has hablado, ¿entiendes? Pasado mañana irás a mi casa, desde donde puedes hacer el viaje en los coches que saldrán al mediodía. Estaremos en el Escorial pocos días, porque regresaremos para ver la representación que ha de darse en esta casa, y entonces, quizás vuelvas por unos días al servicio de Pepa.
-¡Otra vez allá! -dije admirado.
-Sí: ya sabrás más adelante todo lo que tienes que hacer. Con que retírate ya: no faltes mañana.
Prometí ser puntual y me despedí de ella. Diome a besar su mano con tan dulce complacencia, que me sentí electrizado al poner mis labios en su blanca y fina piel. Ni sus modales, ni sus miradas, ni ninguno de los accidentes de su comportamiento para conmigo eran los de una ama para con su criado. Más bien parecía tratarme como de igual a igual, y en cambio yo, ciego ya para todo lo que no fuera la protección de Amaranta, me lancé en la esfera de atracción de aquel astro que inundaba mi alma de luz y calor.
Salí a la calle... ¿a quién comunicar mi alegría? Al punto me acordé de Inés, y subí la escalerilla que conducía a su sotabanco, pues no sé si he dicho que la habitación de mis amigos estaba en la misma casa. Encontré a Inés muy triste, y habiendo preguntado la causa, supe que doña Juana, cuya naturaleza se desmejoraba con el continuo trabajar, había caído enferma.
-¡Inés, Inesilla! -exclamé al encontrarme solo en la sala con la muchacha-. Quiero hablarte. ¿Sabes que me voy?
-¿A dónde? -me preguntó con viveza.
-¡A palacio, a la corte, a correr fortuna! ¡Ah, picarona; ahora no te reirás de mí; ahora va de veras!
-¿Qué va de veras?
-Que se me ha entrado por las puertas la fortuna, chiquilla. ¿Te acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bien te lo decía yo, y tú no me hacías caso. ¿Pero no ves, reinita, que eso se cae de su peso?
-Que así como otros han llegado a su mayor altura sin mérito propio, y sólo porque a alguna gran persona se le antojó protegerles, nada tendría de extraño que a mí me aconteciera dos cuartos de lo mismo, sí, señorita.
-Eso es muy claro: avisa cuando llegues arriba. De modo que mañana te tendremos de general o ministro cuando menos.
-No te burles, ¿estamos? Tanto como mañana, no; pero ¿quién sabe?
Inés empezó a reír, dejándome bastante confuso.
-Pero ven acá, tonta -dije con una seriedad, cuyo recuerdo me hace morir de risa-; tú no estás oyendo hablar todos los días de un hombre que no era nada, y hoy lo es todo; de un hombre que entró a servir en la guardia española, y de la noche a la mañana...
-¡Hola, hola! -dijo Inés burlándose de mí con más crueldad-. Esas tenemos, Sr. D. Gabriel. ¡Qué callado lo tenía Vd.! ¿Se puede saber quién es la dama que se ha enamorado de Vd. -Tanto como enamorarse, no, tonta -respondí, cortado-; pero... ya ves. Como uno no es saco de paja... qué quieres. Todo el mundo, aunque no valga nada, encuentra una persona a quien le gusta...
Inés continuó riendo; pero yo conocí que después de mis últimas palabras, la pobre necesitaba muchos esfuerzos para aparentar alegría. Como su carácter no era apto para el disimulo, luego cesó de reír y se puso muy seria.
-Bien, excelentísimo señor -dijo haciéndome una grave cortesía-; ya sabemos a qué atenernos.
-La cosa no es para enfadarse -dije yo sintiéndome repuesto de mi turbación-; lo que hay es, que si una persona me quiere proteger, no he de hacerle ascos. ¡Y si tú la conocieras, Inesilla; si tú vieras qué mujer, qué señora!... Todo lo que te diga es poco; así es que no te digo nada.
-¿Y esa señora se ha enamorado de ti?
-Dale con el enamoramiento; no es eso, mujer. Es que entro a servirla; aunque quién sabe lo que podrá pasar... Si vieras cómo me trata... Como de igual a igual, y se interesa mucho por mí... y es muy rica... y vive en un palacio muy grande cerca de aquí... y tiene muchos criados... y lleva en el cuello un medallón con un diamante como un huevo... y cuando le mira a uno, se queda uno atortolado... y es muy guapa... y en palacio puede tanto como el Rey... y se llama...
Recordé de pronto que Amaranta me había prohibido revelar su entrevista con ella, y callé.
-Bueno -dijo Inés-. Ya veo que dentro de poco le tendremos a usía hecho un archipámpano, con muchos galones y cintajos, dando que hablar a la gente, y teniendo el gusto de oírse llamar ladrón, enredador, tramposo y cuanto malo hay.
-Mira tú lo que es no entender las cosas -dije algo incomodado-. ¿De dónde sacas tú que todos los hombres célebres y poderosos, sean ladrones y pícaros? No señor, también pueden ser buenos; y lo que es yo... supón, chiquilla, que por arte del demonio llegara yo a ser... no te rías, que de menos hizo Dios a Cañete; y todos somos hijos de Adam; y tan de carne y hueso es Napoleón Bonaparte como yo. Pues suponte que llego a ser... no te rías. Si te ríes me callo.
-Si no me río -dijo Inés, conteniendo la hilaridad que de nuevo la acometía-. Lo que dices está muy en razón, chiquillo. Si no hay más que ponerse a ello. ¿Qué cuesta ser generalísimo, ministro, príncipe o duque? Nada. Ni ¿a qué viene el romperse los ojos estudiando por aprender todas las cosas que se deben saber para gobernar? Si los aguadores y los mozos de cuerda, y los horteras, y los monaguillos, son unos tontos de camisón, cuando no se van todos a palacio, sabiendo que tienen seguro el sueldo de consejeros con sólo guiñarle el ojo a una dama. Y si todas las damas no son tiernas de corazón, con tocarle el codo a alguna de las cocineras de palacio, está hecho todo.
-No es eso: veo que tú no entiendes -dije no sabiendo cómo hacerme comprender de Inés-. Eso que dices de aprender y saber gobernar, y lo demás, no viene al caso. Verdad es que antes se necesitaba ser hombre de ciencia para medrar; pero hoy, chiquilla, ya ves lo que pasa. No es sólo Godoy, son cientos de miles los que ocupan altos puestos sin valer maldita de Dios la cosa. Con un poco de despejo basta. Si sabré yo lo que me digo.
-Ven acá, Gabriel -me dijo Inés dejando su costura-. Las cosas del mundo pasan siempre como deben pasar. Esto lo sé yo sin que nadie me lo haya dicho. Los hombres que mandan a los demás, están en aquel puesto por su nacimiento, pues... porque así está arreglado, de modo que los reyes nacen de los reyes... Cuando algún hombre que no ha nacido en cuna real llega a gobernar el mundo, debe ser por que Dios le ha dado un talento, una cosa celestial que no tienen los demás. Y si no, ahí me tienes a Napoleón, que es emperador de todo el mundo, y manda no sé cuántos millones de soldados; pero es porque él se lo ha ganado, y porque desde chiquito aprendía cuanto hay que saber, y los maestros se quedaban lelos, viendo que sabía más que ellos... El que sube tanto sin tener mérito es por casualidad, o por mil picardías, o porque los reyes lo quieren así; ¿y qué hacen para tenerse arriba? Engañan a la gente, oprimen al pobre, se enriquecen, venden los destinos y hacen mil trampas. Pero buen pago les dan, porque todo el mundo les aborrece y lo que se desean es verles por los suelos. ¡Ah, chiquillo! Yo no sé como no entiendes esto, esto que es tan claro como el agua...
A pesar de ser tan claro como el agua, yo no lo comprendía. Muy lejos de eso, estaba tan obcecado, tan dominado por la vanidad, que no vi sino impertinencias y majaderías en las juiciosas razones de la costurerilla. Aún fue más lejos mi soberbia, porque mi amor propio se resintió; me sentí pavo real, erguí mi cuello, levanté la cola tornasolada, y con mis feas patas de pájaro vanidoso pisoteé la discreta paloma, diciéndole estas palabras:
-Inés, hablemos claro. Veo que tú no comprendes ciertas cosas... Tú eres muy buena, y por eso te quiero y te estimo. No dudes por lo tanto que de aquí en adelante haré en bien tuyo cuanto me sea posible. Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances. Al fin eres mujer, y las mujeres... como no sea hacer calceta, y de poner el puchero a la lumbre, de nada entienden una higa. Este negocio que tratamos no es para tu pobre cabecita. Los hombres son los que lo entendemos bien, porque tenemos un modo de ver las cosas más por lo alto, porque en fin, tenemos más talento. No extraño lo que me has dicho porque... ¿tú qué puedes entender?... Pero eres una chica muy buena: te quiero, te quiero mucho, no te enfades. Puedes estar segura de que jamás me olvidaré de ti.
Lector: cuando leas esto te suplico que te despojes de toda benevolencia para conmigo. Sé justiciero e implacable, y ya que no me tienes, por ventaja mía, al alcance de tus honradas manos, descarga en el libro tu ira, arrójalo lejos de ti, pisotéalo, escúpelo... ¡ay!, pero no: él es inocente, déjalo, no lo maltrates, él no tiene culpa de nada; su único crimen es haber recibido en sus irresponsables hojas lo que yo he querido poner en él, lo bueno y lo malo, lo plausible y lo irrisorio, lo patético y lo tonto que al escribir esta historia he ido sacando, escarbador infatigable, de los escombros de mi vida. Si algo encuentras que me desfavorezca, tan mío es como lo que te parezca laudable. Ya habrás conocido que no quiero ser héroe de novela: si hubiera querido idealizarme, fácil me habría sido conseguirlo, cuidando de encerrar con cien llaves todas mis flaquezas y necedades, para que sólo quedasen a la vista del público los hechos lisonjeros, adicionados con lindísimas invenciones, que en caso de apuro no me habrían de faltar. Pero repito que no quiero idealizarme: bien sé que a los ojos de muchos, mi personalidad estaría cien codos más alta, si yo representase en mí a un mozuelo desvergonzado, pendenciero y atrevido, que en los diez y seis años de su edad hubiese tenido tiempo y fortuna para matar en duelo a dos docenas de semejantes, y quitar la honra a igual número de doncellas, casadas o viudas, esquivando la persecución de la justicia y la venganza de celosos padres o maridos. Todo esto sería muy bonito; pero diré con el latino: sed nunc non erat hic locus .
Como prueba de mi modestia, no he vacilado en copiar el diálogo con Inés, que me favorece tan poco, atreviéndome a esperar que si el lector no me adorase romántico, podrá apreciarme sincero. Hagamos, pues, las paces y continuaré la narración en el mismo punto en que la dejé; y es que habiendo espetado las palabras referidas y aun algunas más, hijas de mi estólida vanidad, dejé a Inés, creyendo que debía buscar interlocutor más conforme a la alteza y sublimidad de mis pensamientos. Inés no me dijo una palabra más, y yo, atraído por los alegres sones de la flauta tocada por D. Celestino, fui a buscarle a su cuarto, y con las manos juntas atrás, y el aire de persona protectora, le hablé así:
-¿Cómo van esos asuntos, señor mío?
-¡Oh, divinamente! -contestó con su optimismo de siempre-. Al fin se me hará justicia, y según me ha dicho esta mañana el oficial de la secretaría, no puede pasar de la semana que viene.
-Me parece que a Vd. no le vendría mal un arciprestazgo de buena renta o cosa así... Dígolo, porque aunque a Vd. le sorprenda, tal vez exista alguna persona que se lo pueda conseguir.
-¿Quién, hijo mío, quién, a no ser mi paisano y amigo el Serenísimo Príncipe de la Paz?
-En donde menos se piensa salta una liebre... Ya veremos, ya veremos -dije yo haciendo todo lo posible para que la expresión de mi semblante fuera la más misteriosa y grave.
Quedóse aturdido con mis palabras, y volví al lado de Inés, de quien no quería despedirme dejándola enojada. Con gran sorpresa mía, la muchacha no conservaba enfado alguno, y me habló con aquella incomparable ecuanimidad que siempre fue su principal atractivo. Despedime prometiendo que la recordaría siempre, y ella se mostró tan afable, tan cariñosa como si nada hubiera pasado. Su espíritu, cuya elevación y superioridad desconocía yo entonces, confiaba firmemente sin duda en mi pronta vuelta.
A los dos días mi ama me dijo que había convenido con Amaranta en que yo pasara a servir a ésta. Arreglé mi pequeño ajuar, y fui a la casa de mi nueva dueña. Allí me pusieron una librea, y subiendo al coche de la servidumbre, el cual seguía a otro ocupado por la marquesa y su hermano el diplomático, emprendí el camino del Escorial, a donde llegamos por la noche.