II EL CAMINO DE GUADALAJARA
La del alba sería... No; no era aún la del alba: era más temprano.
El viajero, a los pocos días, se levanta a la última noche, la más negra, antes incluso que los grises, menudos pájaros de la ciudad. Se viste con luz eléctrica, en medio del silencio. Hacía años ya que no madrugaba tanto. Se siente una sensación extraña, como de sosiego, como de descubrir de nuevo algo injustamente olvidado, al afeitarse a estas horas, cuando todos los vecinos duermen todavía y el pulso de la ciudad, como el de un enfermo, late quedamente, como avergonzado de dejarse sentir.
El viajero está alegre. Silba, aproximadamente, la coplilla de una película y habla, poco más tarde, con su mujer, que se ha levantado a calentarle el desayuno. El viajero está casado. Los viajeros casados, cuando se echan a andar, tienen siempre, a última hora, una persona que les calienta el desayuno, que les da conversación mientras se afeitan a la estremecida luz eléctrica de la mañana.
El viajero, una hora antes de la salida del tren, baja las escaleras de su casa. Antes, se ha ido a despedir de su niño pequeño, que duerme, tumbado boca abajo, como un cachorro, porque tiene calor.
—Adiós. ¿Llevas todo?
—Adiós. Dame un beso. Creo que sí.
El viajero, al llegar a la calle, va cantando por lo bajo. Tiene mal oído y las canciones no sabe sino empezarlas. El metro está cerrado aún y los tranvías, lentos, distantes, desvencijados, parecen viejos burros abultados, amarillos y muertos.
El viajero tiene su filosofía de andar, piensa que siempre, todo lo que surge, es lo mejor que puede acontecer. Se va mejor a pie, andando por el medio de la calle, oyendo cómo rebota sobre las casas el sonar de la clavazón del calzado. Las casas tienen las ventanas cerradas y las persianas bajas. Detrás de los cristales —¡quién lo sabe!— duermen su maldición o su bienaventuranza los hombres y las mujeres de la ciudad. Hay casas que tienen todo el aire de alojar vecinos felices, y calles enteras de un mirar siniestro, con aspecto de cobijar hombres sin conciencia, comerciantes, prestamistas, alcahuetas, turbios jaques con el alma salpicada de sangre. A lo mejor, las casas de los vecinos venturosos no tienen ni una sola matita de yerbabuena o de mejorana en los balcones. A veces, las casas de los vecinos ahogados por la desdicha, señalados con el hierro cruel del odio y la desesperación, presumen de un balcón de geranios o de claveles rompedores, gordos como manzanas. Es algo muy misterioso la cara de las casas, daría qué pensar durante mucho tiempo.
El viajero, dándole vueltas a la cabeza, va por las tapias del Retiro, llegando a la Puerta de Alcalá. Ve muy claro todo lo que piensa, y un poco confuso, quizá, todo lo que ve. El día fuerza por levantarse, cauto, desconfiado, sobre los cables más altos, sobre las últimas azoteas de la ciudad, mientras los gorriones recién despiertos chillan, en los árboles del parque, como condenados. En el parque también, sobre la yerba, la república de los gatos cimarrones, dos docenas de gatos sin fortuna, sin amo, dos docenas de gatos grises, malditos, sarnosos; de gatos que, sin un sitio al lado de ningún hogar encendido, deambulan en silencio, como aburridos presos sin esperanza o enfermos incurables, dejados de la mano de Dios.
Los portales siguen cerrados, como las bolsas avaras y miserables, y los serenos de nuevos, relucientes galones de oro, miran, con cierta desconfianza, para el viajero que pasa, camino de la estación, con la mochila al hombro y el andar despreocupado, casi sin compostura incluso.
El viajero va lleno de buenos propósitos: piensa rascar el corazón del hombre del camino, mirar el alma de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo. Tiene buena memoria y quiere deshacerse de la mala intención, como de un lastre, al dejar la ciudad. De dentro de su pecho salen en voz alta, rodando sobre las baldosas de la acera, los versos de don Antonio —el hombre de cuerpo más sucio y alma más limpia que, según alguien dijo ya, jamás existió.
—Quisiera poder decir, al volver, las verdades de a puño que se explican, como el río que marcha, por sí solas. Rodeado de las gentes honestas que ahorran durante meses enteros, quién sabe si aun durante años enteros, para comprarse una alfombrita para los pies de la cama, quisiera poder repetir, con los ojos afables y el gesto como resignado, las sabias palabras de don Antonio:
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra
y pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Diciendo sus versos, el viajero llega hasta la Cibeles. Las últimas golfitas del cabaret de las llamas, a los primeros, inciertos clarores del día, venden su triste anís a los señoritos juerguistas que van de retirada. Son jóvenes estas muchachas, muy jóvenes; pero tienen ya en la mirada todo el único, santo dolor de las bestias al punto, llevadas y traídas por la mala suerte y por la mala sangre.
El viajero toma por el paseo del Prado. En los soportales de correos, la cochambre de la golfería duerme a pierna suelta sobre la dura piedra. Una mujer pasa, presurosa, el velo sobre la cabeza, camino de la primera misa, y una pareja de guardias fuma aburridamente, sentados en un banco, con el mosquetón entre las piernas. Los misteriosos tranvías negros de la noche portan de un lado para otro su andamiaje sobre ruedas; van guiados por hombres sin uniforme, por hombres de boina, callados como muertos, que se tapan la cara con una bufanda.
—También quisiera decir, que de todo hay en la viña del Señor, la otra verdad;
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan a dónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos
descansan bajo la tierra.
A las verjas del Jardín Botánico, el viajero siente —a veces le pasa— un repentino escalofrío. Enciende un pitillo y procura alejar de su cabeza los malos pensamientos. Dos tranviarios pasan con las manos en los bolsillos, la colilla entre los labios, sin decir ni palabra. Un niño harapiento hoza con un palito en un montón de basura. Al paso del viajero levanta la frente y se echa a un lado, como disimulando. El niño ignora que las apariencias engañan, que debajo de una mala capa puede esconderse un buen bebedor; que en el pecho del viajero, de extraño, quizá temeroso aspecto, encontraría un corazón de par en par abierto, como las puertas del campo. El niño, que mira receloso como un perro castigado, tampoco sabe hasta qué punto el viajero siente una ternura infinita hacia los niños abandonados, hacia los niños nómadas que, rompiendo ya el día, hurgan con un palito en los frescos, en los tibios, en los aromáticos montones de basura.
Camino del matadero pasan unas ovejas calvas, mugrientas, que llevan una B pintada en rojo sobre el lomo. Los dos hombres que las conducen les pegan bastonazos, de cuando en cuando, por entretenerse quizás, mientras ellas, con un gesto en la mirada entre ruin y estúpido, se obstinan en lamer, de pasada, el sucio, estéril asfalto.
Cae por la cuesta de Moyano un alegre carrito de hortalizas. Los puestos de libros de lance guardan, herméticamente, su botín inmenso de vanas ilusiones que fracasaron, ¡ay!, sin que nadie se enterase.
En la bajada de la estación, algunas mujeres ofrecen al viajero tabaco, plátanos, bocadillos de tortilla. Se ven soldados con su maleta de madera al hombro y campesinos de sombrero flexible que vuelven a su lugar. En los jardines, entre el alborotar de miles de gorriones, se escucha el silbo de un mirlo. En el patio está formada la larga, lenta cola de los billetes. Una familia duerme sobre un banco de hierro, debajo de un letrero que advierte: Cuidado con los rateros. Desde las paredes saludan al viajero los anuncios de los productos de hace treinta y cinco años, de los remedios que ya no existen, de los emplastos porosos, los calzoncillos contra catarros, los inefables, automáticos modos de combatir la calvicie.
El viajero, al pasar al andén, nota como un ahogo. Los trenes duermen, en silencio, sobre las negras vías, mientras la gente camina sin hablar, como sobrecogida, a hacerse un sitio a gusto entre las filas de vagones. Unas débiles bombillas mal iluminan la escena. El viajero, mientras busca su tercera, piensa que anda por un inmenso almacén de ataúdes, poblado de almas en pena, al hombro el doble bagaje de los pecados y las obras de misericordia.
El vagón está a oscuras. Sobre la dura tabla los viajeros fuman, adormilados. De cuando en cuando se ve brillar la punta de un cigarro, se oye el chasquido de una cerilla que ilumina, unos instantes, una faz rojiza y sin afeitar. Unos obreros se sientan, con la chaqueta al hombro, la fiambrera envuelta en un pañuelo sobre las rodillas. Sube al vagón un grupo de pescadores —el cestillo de mimbre en bandolera— que colocan, con todo cuidado, las largas cañas de pescar. Entran mujeres de grandes cestas al brazo, campesinas que han bajado a Madrid a vender huevos y chorizo y queso, a comprar una tela estampada para un traje de domingo, o una gorra de visera para el marido. Dos guardias civiles se acomodan, uno enfrente del otro, en un extremo del departamento, al lado de la puerta, debajo del timbre de alarma y de la placa de loza con el extracto de la legislación de ferrocarriles.
Se apagan las luces del andén y la oscuridad es ya absoluta. A última hora aparecen, subiéndose al tren de un salto, soldados de caballería que van a Alcalá de Henares, que hacen todos los días el mismo viaje.
El tren sale; son ya las siete. De repente, al escapar de la marquesina, el viajero descubre que ya es de día. Dos trenes salen a la misma hora y corren, paralelos, hasta que el otro tira para abajo, camino de Getafe. Es gracioso verlos correr, uno al lado del otro, mientras los viajeros se agolpan en las ventanillas para mirarse. Algunos se saludan con la mano y dan gritos como animando al tren a correr más. En el fondo —no se sabe por qué—, los viajeros de un tren envidian siempre un poco a los viajeros de otro tren; es algo que es así, pero que resulta difícil explicar. Quizá sea, aunque no lo vean muy claro, porque un viajero de tercera se cambiaría siempre por otro viajero, aunque fuera de tercera también.
Sobre la ciudad brilla un violento cielo sonrosado, terso como un espejo, un cielo que parece de cristal de color. Durante mucho tiempo el tren corre entre vías y entre montones de carbón. Se ven máquinas fuera de uso, viejas locomotoras ya jubiladas, que semejan caballos muertos en la batalla y puestos a secar al sol. En un vagón sin enganchar, en un vagón solitario, se agolpan docena y media de vacas negras, de largos cuernos y ubre peluda y escasa, que esperan estoicamente la hora de la puntilla y del ancho cuchillo de sangrar. El viajero piensa que los animales estarán muertos de sed, sin saber demasiado a ciencia cierta qué es lo que les pasa.
El sol aparece sobre el horizonte al cruzar el último cambio de vías de la estación, la última señal, el último disco. Aún no hay niños jugando por los barrios extremos. A lo lejos, al sur, se ve, aislado, el cerro de los Ángeles. El campo está verde y crecido; no parecen los alrededores de Madrid. Entre dos sembrados, un campo sin cuidar, un campo de amapolas meciéndose, suaves, a la ligera brisa de la mañana. El tren marcha ya por la vía libre cuando el viajero se aparta de la ventanilla, se sienta, enciende un cigarro y echa la cabeza atrás.
Al pasar por el apeadero de Vallecas se rompe violentamente el silencioso aire del vagón. Un hombre, con una americana color lila, un pañuelo al cuello y un diente de oro, ofrece a voz en grito unas tiras de cartas de baraja que llevan un numerito por detrás.
—¡A probar la suerte, señoras y caballeros, un paquete especial de caramelos finos o una bolsita de almendras, a elegir! ¡A perra chica, la carta! ¡Después rifaré, en honor del respetable, la muñeca Manolita, el juguete sensación!
El viajero quiere tentar fortuna. Compra una tira y se queda con ella en la mano, un sí es no es indeciso. El viajero tiene poca práctica en el juego. Levanta la cabeza y mira por la ventanilla. Hacia el norte, en el horizonte, se ve la sierra de Guadarrama con algunas crestas — la Maliciosa, Valdemartín, las Cabezas de Hierro— todavía cubiertas de nieve.
El hombre del diente de oro ha dicho lo de la mano inocente y ha descubierto una carta.
—¡El dos de espadas! ¿Dónde está el dos de espadas? ¡A ver el agraciado!
Al viajero no le tocó; sus dos reales los tenía en sotas, en caballos y en reyes. El dos de espadas lo tiene un hombre que ni sonríe siquiera. Coge el paquete especial de caramelos finos sin mirar a nadie, casi con displicencia, como para dar a entender que está acostumbrado a recibir noticias importantes sin inmutarse. Todos le miran, y es posible que alguien le admire también. ¡Vaya manera de encajar!
El viajero siente un poco de obligación de quedar bien. Nota algo así como una súbita iluminación, y levanta la voz:
—Déme los treses; ahora tocan treses.
Por Vicálvaro pasó el revisor picando los billetes.
—¡Así se habla! ¡Este caballero se va a llevar el premio por dos gordas! ¡Ahí van los treses!
El viajero entorna los ojos y espera. Confía en oír, dentro de poco: “¡El tres de...!” El viajero piensa responder, cortándole: “No siga, tengo los cuatro”. Se ven, a la derecha, unas colinas verdes con hendiduras rojas, de arcilla. Un compañero de viaje lee un semanario taurino. Una avispa vuela sobre el cristal, para arriba y para abajo. La voz del hombre de la chaqueta color lila retumba por todo el vagón:
—¡El siete de copas! ¿Quién tiene el siete de copas?
El viajero tiembla de pies a cabeza, nota latir el corazón con violencia, siente la boca seca, aprieta los ojos. El viajero teme que todas las miradas estén fijas en él, clavadas como dardos, sonriendo con malicia, como diciendo: ¿Dónde echó usted sus treses? El viajero piensa, no sabe por qué, quizá para distraerse, en el agua de un río pasando por debajo de un puente. Cuando abre los ojos, poco a poco, ve que nadie le mira.
En San Fernando de Jarama se apean los pescadores. Se cuelgan la caña al hombro, como si fuera un fusil, y tiran, uno detrás de otro, por un sendero que les acerca hasta el río. Al otro lado del río pastan unos toros de lidia, negros, solitarios, silenciosos, gordos, relucientes, llenos de majestad. El día está diáfano y el campo luce como una postal, con su trigo verde, sus flores rojas y amarillas y azules.
En Torrejón de Ardoz hay un factor de estación que usa gafas para el sol; es un hombre moderno. El viajero se da cuenta de que “Ardoz”, “estación” y “sol”, son asonantes. Entonces piensa un ratito y dice, entre dientes:
Está el vagón de tercera
enfrente del W. C.
En un letrero se lee
esto: “Torrejón de Ardoz”;
y por el andén pasea,
con sus gafas para el sol
y su gorra de visera,
el factor de la estación.
El viajero se ríe por lo bajo. Se suben al tren unos obreros que parecen indios pieles rojas. Tienen la cara llena de surcos, hondos como navajazos, y el pelo negro, pegado a la frente. Se sube también un hombre gordo, con aire de feriante, que va fumando un puro. Son las siete y media de la mañana. El viajero hace un sitio a su lado al hombre del puro.
—Agradecido.
—No hay de qué.
El hombre se quita el sombrero y se pasa el pañuelo por la cabeza.
—Va a hacer calor.
—Sí.
—¡Como no tengamos tronera!
El hombre resopla mientras se acomoda. Se saca el puro de la boca y lo mira. Tiene los dientes de color tierra y grandes como los de los burros.
—Y lo que yo digo, ¡como no acabe viniendo la piedra!
—¡Ya, ya!
El hombre saca el librillo de papel de fumar, aparta dos o tres papeles y se los pega al puro con saliva.
—Así, con camiseta, queda mejor.
—Claro.
—Es que si no, no tira, ¿sabe usted? Estos puritos suelen salir un poco duros.
Al viajero le vienen doliendo los pies desde que salió de Madrid. Las botas nuevas es lo que tienen, que a veces hacen daño y crían ampollitas. Revuelve en el morral y saca otro par de botas, un par de botas de lona con suela de cáñamo.
—Parece que lleva malos los pies.
—Sí, algo.
—Es natural: las botas nuevas.
—Claro; ya lo dice el refrán.
El hombre del puro mira para el viajero. Parece que va a preguntar: “¿Qué refrán?” Pero al final no dice nada.
Con un maletín en la mano va por el pasillo otro hombre fumando otro puro. Éste tiene aire de practicante; es un chico fino que lleva una camisa a rayas, salmón y blancas.
Por Alcalá de Henares pasa el tren a las tapias del cementerio. Sobre el río flota, como siempre, una tenue neblina. En Alcalá de Henares se apea mucha gente, queda el tren casi vacío: los pescadores que no se echaron abajo en San Fernando, los soldados de caballería, los hombres de la negra visera; las gruesas, tremendas, bigotudas mujeres de las cestas. Una señorita rubia, con aire de llamarse Raquel, o Esperancita, o algo por el estilo, con un peinado lleno de ricitos y de fijador, y un jersey de franjas verdes y coloradas, coquetea con un guardia civil joven que lleva el bigote recortado en forma, como dicen los peluqueros. El viajero piensa en el amor. El viajero tiene, en su casa de Madrid, un grabado francés que se titula: L'amour et le printemps. Por el andén pasa un mendigo barbudo recogiendo colillas. Se llama León y lleva unas alpargatas color azul celeste. Un hombre le dice: “Ven, León, que te tengo mucho cariño. ¿Quieres un pitillo?” Cuando León se le acerca, le da una bofetada que suena como un trallazo. Todos se ríen mientras León, que no ha dicho ni una palabra y que lleva los ojos llenos de lágrimas, como un niño, se marcha silencioso, mirando para el suelo, agachándose de trecho en trecho para recoger una colilla. Desde el final del andén, León vuelve la cabeza. En sus ojos no hay ni cariño ni odio; parecen los ojos de un ciervo disecado, de un buey viejo y sin ilusión. Va sangrando por la nariz.
En Meco, el carro de un lechero espera, en el paso a nivel, que termine de pasar el tren. Unas mujeres de luto llevan cubos de agua. El campo sigue verde, florecido. El viajero va comiendo albaricoques, que saca del morral.
—¿Usted gusta?
—Que aproveche.
El hombre del puro no tiene, efectivamente, aire de comer albaricoques.
En Azuqueca, cuatro muleros aran la tierra. A los de Azuqueca, según le explica al viajero el tío del puro, les llaman cluecos, de mote, porque se cuenta que acostaron una gallina clueca con doce huevos y, por más esfuerzos que hicieron, no consiguieron sacar trece pollos.
El tren marcha, a orillas del Henares, ya hasta Guadalajara. Al final va rápido; parece como si llevara prisa.
Poco antes de llegar a Guadalajara, la gente carga con sus bultos y se agolpa en las plataformas y en los pasillos. El viajero baja el último; lo que tiene que hacer, se hace lo mismo un cuarto de hora antes que después. También se puede dejar sin hacer; no pasa nada.
El viajero se echa el morral a la espalda, se cuelga la cantimplora de la hebilla del cinturón y tira cuesta arriba, camino de la ciudad. Cruza el río Henares, que baja turbio y embarrado, y pasa por delante de un cuartel. Algunos soldados, sentados a la puerta, lo miran al pasar. Ya en el caserío, a mano izquierda según se sube, el viajero entra a refrescar en una taberna que tiene un hermoso nombre. La taberna se llama: “Lo mejor de la uva”.
El viajero deja su impedimenta en un café que hay al lado del lugar de salida de los autobuses de la estación, y va a telégrafos a poner un telegrama a su mujer. El Electrique Brillié, que cuelga de unas cadenas doradas en el centro de la nave, marca las nueve y diez.
De vuelta al café, el viajero compra los periódicos a un niño pequeño, listo como un ratón de sacristía.
—¿Cuántos años tienes?
—Tengo cinco y medio.
—¿Cómo te llamas?
—Paco, para servir a Dios y a usted.
—¿Vendes muchos periódicos?
—Sí, señor; todos. A las doce ya he vendido siempre todos. El año pasado, ¿sabe usted?, no. ¡Como era más pequeño y corría menos!
El viajero lee los periódicos mientras desayuna otra vez. Después se va a dar una vueltecita por la ciudad; tiene que cambiar algún dinero en el banco. El palacio del duque del Infantado está en el suelo. Es una pena. Debía ser un edificio hermoso. Es grande como un convento o como un cuartel. Por el centro de la calle pasa un tonto con una gorra de visera amarilla y la cara plagada de granos. Va apresurado, jovial, optimista. Va muerto de risa, frotándose las manos con regocijo; es un tonto feliz, un tonto lleno de alegría.
El viajero entra en una tienda donde hay de todo.
—¿Tienen ustedes algo típico de aquí, algo que me pueda llevar como recuerdo de Guadalajara?
—¿Algo típico, dice?
—Pues, sí... Eso digo.
—No sé... ¡Como no busque usted bizcochos borrachos!
El viajero, en una talabartería pequeñita, que huele a cuero y a grasa, y que tiene un amo orondo y bien nutrido, que casi no cabe dentro, compra una testera de cuero.
—¿Es para mula?
El viajero duda un momento.
—Sí, señor, para mula; un muleto portugués que es una alhaja. Lo quiero enjaezar de primera. Ya volveré por aquí. Se lo voy a regalar a un tío de mi señora, que es cura. En mi país los curas montan en mula, ¿sabe usted?, no es como aquí, que se suben a los coches de línea. El tío de mi mujer se llama don Rosendo y es canónigo ya. Al muleto le puse Capitán; el otro día me daban el doble de lo que di por él.
El viajero, cuando termina su discurso, se da cuenta de que no hubiera hecho falta mentir tanto. El talabartero ni le escuchó.
—Ésta es buena; es la mejor.
—Muy bien; pues ésa... Oiga: ¿me quiere poner por detrás la firma y la fecha? Es para que el tío de mi señora vea que no le engaño, que es verdad que la compré en Guadalajara.
—Sí, señor. ¡Luisito! ¡Luisito!
De la negra trastienda llega una voz infantil, quebrada.
—¡Va!
—Oye, hijo, firma aquí esto; es para este señor.
El niño mira para el viajero, saca del cajón la pluma y la tinta, y, con una hermosa caligrafía de pendolista bisoño, pone detrás de la testera, sobre el crudo cuero: “Casa Montes. Guadalajara, 6 de junio de 1946”.