Los desposeídos (11)
Más allá del edificio el terreno descendía hacia un ancho valle, todo cultivado, pues las innumerables manchas de verdor que lo coloreaban eran rectangulares. Aun donde el verde se perdía en la lontananza azul eran todavía visibles las líneas oscuras de los senderos, los cercos o los árboles, una red tan sutil como el sistema nervioso de un cuerpo vivo. Y en el fondo, en sucesivos repliegues azules se alzaban las colinas, onduladas y oscuras bajo el gris pálido y uniforme del cielo.
Era el paisaje más hermoso que Shevek hubiera visto nunca. La tierna vivacidad de los colores, las rectilíneas construcciones humanas en contraste con la pujante, prolífera opulencia de la naturaleza, la diversidad y armonía de los elementos, todo daba una impresión de plenitud y complejidad que Shevek nunca había visto, excepto, quizá, en pequeña escala, en algunos rostros humanos serenos y pensativos.
Por comparación, cualquier paisaje de Anarres, aun los llanos de Abbenay y las gargantas del Ne Theras, parecía desolado, primario, árido, estéril. Los desiertos del Sudoeste eran de una grandiosa belleza, pero una belleza hostil, inmutable. Hasta en las regiones de Anarres más celosamente cultivadas por los hombres, el paisaje no era más que un tosco bosquejo en tiza amarilla comparado con esta magnificencia, esta plenitud de vida, rica en el sentido de historia y de futuro, inagotable.
Así tendrían que ser todos los mundos, pensó Shevek.
Y en algún lugar, allá afuera, en aquel esplendor azul y verde, algo cantaba: una vocecilla aguda, intermitente, de una dulzura indescriptible. ¿Qué era eso? Una voz pequeña, dulce, salvaje, una música en el aire.
Escuchaba, y la respiración se le ahogaba en la garganta.
Llamaron a la puerta. Desnudo y sorprendido se volvió y dijo, desde la ventana:
—¡Adelante!
Entró un hombre, cargado de paquetes. Traspuso la puerta y se detuvo. Shevek cruzó la habitación, presentándose, a la usanza urrasti y, a la usanza urrasti, le tendió la mano. El hombre, que parecía tener unos cincuenta años, con una cara arrugada, fatigada, dijo algo que Shevek no entendió, y no le estrechó la mano. Tal vez se lo impedían los paquetes pero no se molestó en tratar de pasarlos de una mano a otra y dejar libre la derecha. Tenía una expresión extraordinariamente seria. Tal vez se sintiera turbado.
Shevek, que creía conocer al menos los hábitos de salutación de los urrasti, estaba perplejo.
—Adelante, pase usted —repitió, y luego, recordando que los urrasti utilizaban constantemente tratamientos honoríficos, agregó—: ¡señor!
El hombre soltó otro discurso ininteligible y fue hacia la alcoba. Esta vez Shevek logró entender varias palabras en iótico, pero no le bastaron para comprender el resto. Y como lo que el hombre quería, al parecer, era entrar en la alcoba, lo dejó pasar. ¿Un compañero de cuarto, acaso? Pero había una sola cama. Renunciando a entender, volvió a la ventana, y el hombre entró en la alcoba y allí anduvo de un lado a otro durante unos minutos. En el momento en que Shevek llegaba a la conclusión de que era un trabajador nocturno que utilizaba la alcoba durante el día, una práctica común en Anarres en algunos domicilios temporalmente atestados, el hombre volvió a salir. Dijo algo:
—Ya está, señor ¿fue eso lo que dijo?, e inclinó la cabeza de un modo raro, como si temiera que Shevek, a cinco metros de distancia, fuese a darle una bofetada. Se retiró. De pie junto a la ventana Shevek comprendió lentamente que por primera vez en su vida alguien le había hecho una reverencia.
Fue a la alcoba y descubrió que el hombre había tendido la cama.
Se vistió sin prisa, pensativamente. Se estaba calzando los zapatos cuando llamaron otra vez a la puerta.
Esta vez entró un grupo, en una actitud muy diferente: una actitud normal, pensó Shevek, como si tuvieran derecho a estar allí, o donde quisieran. El hombre de los paquetes había titubeado, había entrado casi con sigilo. Y sin embargo el rostro, las manos, la vestimenta correspondían más a la noción que Shevek tenía de la apariencia de un ser humano que estos nuevos visitantes. El hombre sigiloso se había comportado de modo raro, pero hubiera podido ser un anarresti. Estos cuatro se comportaban como anarresti, pero con las caras afeitadas y las vestimentas llamativas parecían criaturas de alguna extraña especie.
Shevek logró reconocer a uno como Pae, y a los otros como los hombres que habían estado con él la noche anterior. Explicó que no había entendido bien los nombres, y ellos volvieron a presentarse, sonriendo: el doctor Chifoilisk, el doctor Oiie, y el doctor Atro.
—¡Oh, caramba! —dijo Shevek—. ¡Atro! ¡Qué alegría conocerle! —Puso las manos sobre los hombros del anciano y le besó la mejilla, antes de ocurrírsele que este saludo fraterno, natural en Anarres, podía no ser aceptable aquí.
Sin embargo Atro lo besó a su vez calurosamente, y lo miró a la cara con los ojos de un gris velado. Shevek se dio cuenta de que era casi ciego.
—¡Mi querido Shevek —dijo—, bienvenido a A-Io... bienvenido a Urras... bienvenido a casa!
—Tantísimos años escribiéndonos cartas, destruyendo cada uno las teorías del otro.
—Usted siempre era el mejor destructor. Un momento, espere. Tengo algo para usted. —El anciano se tanteó los bolsillos. Bajo la toga universitaria de terciopelo llevaba una chaqueta, debajo de la chaqueta un chaleco, debajo del chaleco una camisa, y debajo probablemente alguna prenda más. Todas aquellas prendas, y también los pantalones, tenían bolsillos. Shevek miraba fascinado como el hombre registraba uno tras otro seis o siete bolsillos, todos repletos, hasta dar con un pequeño cubo de metal amarillo montado sobre un trozo de madera pulida—. Aquí lo tiene— dijo—. El premio de usted. El premio Seo Oen, ya sabe. El dinero ha sido depositado en la cuenta de usted. Aquí. Con nueve años de retraso, pero más vale tarde que nunca. —Le temblaban las manos mientras le tendía el cubo amarillo a Shevek.
Pesaba mucho; era de oro macizo. Shevek lo sostenía, inmóvil.
—No sé ustedes, jóvenes —dijo Atro—, pero yo me voy a sentar. —Se sentaron todos en los sillones profundos, mullidos, que ya Shevek había examinado, intrigado por el material que los recubría, de color castaño oscuro. No era una tela tejida, y al tacto parecía una piel—. ¿Qué edad tenía usted hace nueve años, Shevek?
Atro era el más conspicuo de los físicos vivientes de Urras. No sólo había en él esa aura de dignidad que dan los años sino también el aplomo seco de alguien acostumbrado a que lo respeten. Esto no era nada nuevo para Shevek. La autoridad que emanaba de Atro era precisamente la única que Shevek reconocía. Además, le complacía que por fin alguien lo llamara simplemente por el nombre.
—Tenía veintinueve años cuando terminé los Principios, Atro.
—¿Veintinueve? ¡Buen Dios! Eso hace de usted el ganador más joven del Seo Oen en un siglo o algo así... No conseguí el mío hasta cerca de los sesenta...¿Qué edad tenía, entonces, cuando me escribió por primera vez?
—Alrededor de los veinte.
Atro resopló:
—¡En aquel entonces lo tomé por un hombre de cuarenta!
—¿Qué hay de Sabul? —inquirió Oiie. Oiie era más bajo que la mayoría de los urrasti, aunque a Shevek todos le parecían bajos; tenía una cara chata, blanda y ovalada, y ojos de un negro azabache—. Hubo un período de seis u ocho años en el que usted dejó de escribir, y era Sabul quien se mantenía en contacto con nosotros; pero nunca recurrió a la radio. Nos preguntábamos cómo serían las relaciones entre ustedes.
—Sabul es el miembro más antiguo del Instituto de Abbenay —dijo Shevek—. Yo trabajaba con él.
—Un rival más viejo, celoso; copiaba los libros de usted; era evidente. No necesitamos mayores explicaciones, Oiie —dijo el cuarto, Chifoilisk, un hombre cetrino y robusto con delicadas manos de burócrata. Era el único de los cuatro que no tenía la cara totalmente afeitada: se había dejado crecer una barbita áspera de color gris acerado que hacía juego con los cabellos cortos—. No es necesario pretender que todos ustedes, los hermanos odonianos, rebosan de amor fraterno —añadió—. La naturaleza humana es la naturaleza humana.
Una andanada de estornudos salvó a Shevek de que su silencio pareciera significativo.
—No tengo pañuelo —se disculpó, mientras se secaba los ojos.
—Use el mío —dijo Atro, sacando de uno de sus múltiples bolsillos un pañuelo níveo. Shevek lo tomó, y en ese momento un recuerdo inoportuno le oprimió el corazón. Oyó a su hija Sadik, una niñita de ojos oscuros que le decía: «Podemos compartir el pañuelo». Aquel recuerdo, tan entrañable, le parecía ahora intolerablemente penoso. Tratando de ahuyentarlo sonrió y dijo: —Soy alérgico al planeta de ustedes. Así ha dicho el doctor.
—Buen Dios, ¡no va usted a estornudar así todo el tiempo! —dijo el viejo Atro mirándolo con insistencia.
—¿No ha venido aún su hombre?
—¿Mi hombre?
—El sirviente. Tenía que traerle algunas cosas. Inclusive pañuelos. Lo necesario para que se arregle hasta que usted mismo pueda salir de compras. Nada demasiado selecto... ¡Me temo que hay a poco que elegir en ropas de confección para un hombre de la estatura de usted!
Cuando Shevek hubo sorteado esta explicación (Pae hablaba con un canturreo rápido que armonizaba de algún modo con el rostro blando y agraciado), les dijo:
—Ustedes son muy amables. Me siento... —Miró a Atro.— Usted me entiende, yo soy el Mendigo —le dijo al anciano, como le había explicado el doctor Kimoe en el Alerta. No pude traer dinero, nosotros no lo utilizamos. No pude traer regalos, no tenemos nada que a ustedes pueda faltarles. He venido pues, como buen odoniano, con las manos vacías.
Atro y Pae se apresuraron a asegurarle que era un invitado, que no había ni que pensar en pago, que era un privilegio para ellos.
—Además —dijo Chifoilisk con su voz ácida— el gobierno ioti paga la cuenta.
Pae le clavó una mirada fulminante, pero Chifoilisk, en lugar de devolvérsela, miró directamente a Shevek. El rostro cetrino de aquel hombre tenía una expresión que no trataba de disimular, pero que Shevek no acertó a interpretar. ¿Advertencia? ¿Complicidad?
—Es el thuviano pérfido el que habla —dijo el viejo Atro con su resoplido de costumbre—. ¿Pero quiere usted decir, Shevek, que no ha traído absolutamente nada...? ¿Ningún estudio, ningún trabajo nuevo? Yo estaba esperando un libro. Una nueva revolución en el campo de la física. Mire a estos jóvenes pujantes, todos trastornados, como me dejó usted a mí con los Principios. ¿En qué ha estado trabajando?
—Bueno, estuve leyendo a Pae... el trabajo del doctor Pae sobre el universo unificado, sobre la paradoja y la relatividad.
—Todo muy bien. Saio es hoy nuestra estrella máxima, no cabe duda. Y menos aún a criterio de él mismo ¿eh, Saio? ¿Pero qué tiene que ver con el precio del queso? ¿Dónde ha quedado la Teoría Temporal General?
—En mi cabeza —respondió Shevek, con una sonrisa ancha, complaciente.
Hubo una breve pausa.
Oiie le preguntó si había visto el trabajo sobre la Teoría de la Relatividad de un físico extramundano, un tal Ainsetain de Terra. Shevek no lo había leído. Ellos la encontraban apasionadamente interesante, excepto Atro quien ya había dejado atrás la edad de las pasiones. Pae corrió a buscar una copia de la traducción.
—Tiene varios centenares de años, pero hay algunas ideas nuevas para nosotros —dijo cuando estuvo de vuelta.
—Tal vez —dijo Atro—, pero ninguno de esos extra-mundanos puede estar a la altura de nuestra física. Los hainianos hablan de materialismo, y los terranos de misticismo, y de ahí no salen, unos y otros. No se deje despistar por ese terrano loco de remate, Shevek. No tiene nada que enseñarnos a nosotros. Desenreda tu propia madeja, como solía decir mi padre. —Dejó escapar su habitual resoplido senil, y se izó pesadamente desde las profundidades del sillón.— Venga conmigo a dar un paseo por el bosque. No me extraña que se sienta ahogado en este encierro.
—El médico dice que he de permanecer tres días en esta habitación. Que podría ser...