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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (12)

Los desposeídos (12)

¿infectado? ¿Infeccioso?

—Nunca haga caso a los médicos, mi querido amigo.

—Tal vez en este caso, sin embargo, doctor Atro —sugirió Pae con su voz suave, conciliadora.

—Al fin y al cabo el médico lo manda el gobierno ¿no? —dijo Chifoilisk con visible malicia.

—El mejor que han podido encontrar, no lo dudo —dijo Atro sin sonreír; y sin presionar más a Shevek se despidió y se marchó. Chifoilisk salió con él. Los dos más jóvenes se quedaron con Shevek, y durante largo rato hablaron de física.

Con un placer inmenso, y con esa misma y profunda sensación de reencuentro, de que algo era al fin como tenía que ser, Shevek descubría por primera vez en su vida la conversación de sus iguales.

Mitis, aunque una maestra excepcional, nunca había podido seguirlo a través de los campos teóricos que estimulado por ella Shevek había comenzado a explorar. De todas las personas que conociera, sólo Gvarab tenía una mentalidad y una formación que podían compararse con las suyas propias, pero se habían encontrado demasiado tarde, en los años postreros de la vida de Gvarab. Desde entonces Shevek había trabajado con muchas personas de talento, pero como nunca llegó a ser un miembro estable del Instituto de Abbenay, no había tenido la posibilidad de mostrarles un nuevo camino; y allí seguían, empantanados en los viejos problemas, en la física de secuencias clásica. Nunca había tenido iguales. Aquí, en el reino de la desigualdad, los encontraba al fin.

Era toda una revelación, una liberación. Físicos, matemáticos, astrónomos, lógicos, biólogos, todos estaban allí, en la Universidad, y accedían a verlo, a que él los viese, y conversaban, y de aquellos coloquios nacían mundos nuevos. La idea, por su naturaleza misma, necesita ser comunicada: escrita, explicada, realizada. Como la hierba, la idea busca la luz, ama las multitudes, las cruzas la enriquecen, crece más vigorosa cuando se la pisa.

Aquella primera tarde en la Universidad, con Oiie y Pae, supo ya que acababa de encontrar lo que siempre había anhelado, desde los tiempos en que él y Tirin y Bedap, como adolescentes y en un nivel adolescente, solían conversar hasta la medianoche, bromeando y desafiándose uno a otro en vuelos mentales cada vez más osados. Recordaba vividamente algunas de esas noches. Veía a Tirin, diciendo:

—Si supiéramos cómo es Urras realmente, tal vez algunos de nosotros querríamos ir allá—. Y a él le había chocado tanto la idea que se había enfurecido contra Tirin, y Tir se había retractado en seguida; él se retractaba siempre, pobre alma desdichada, y siempre había tenido razón.

La conversación se había interrumpido. Pae y Oiie callaban.

—Discúlpenme —dijo Shevek—. Me pesa la cabeza.

—¿Cómo siente 1a gravedad? —preguntó Pae, con la sonrisa encantadora de un hombre que, como un niño talentoso, sabe que es capaz de seducir a cualquiera.

—No la siento —respondió Shevek—. Sólo en las... ¿qué es esto?

—Las rodillas, las articulaciones de las rodillas. —Sí, rodillas. La función está disminuida. Pero me acostumbraré. —Miró a Pae y luego a Oiie.— Hay una pregunta. Pero no quiero ser ofensivo.

—¡No tenga ningún miedo, señor! —dijo Pae.

—No estoy seguro de que sepa cómo —dijo Oiie. Oiie no era un hombre seductor, como Pae. Aun hablando de física tenía un estilo evasivo, solapado. Y sin embargo, por detrás del estilo, había algo, intuía Shevek, algo en lo que uno podía confiar; en cambio, detrás del encanto de Pae ¿qué había? Bueno, no era importante. Necesitaba confiar en todos ellos, y confiaría.

—¿Dónde están las mujeres?

Pae se echó a reír. Oiie sonrió y preguntó:

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. Anoche, en la reunión, conocí mujeres... cinco, diez, y centenares de hombres. Ninguna de ellas era una científica, creo. ¿Quiénes eran?

—Las esposas. A decir verdad una de ellas era la mía. —dijo Oiie con su sonrisa enigmática.

—¿Dónde están las otras mujeres?

—Oh, eso no es ningún problema, señor —dijo Pae, diligente—. Díganos qué prefiere, y nada puede ser más fácil de satisfacer.

—En verdad, uno oye algunas especulaciones pintorescas acerca de las costumbres de los anarresti, pero yo creo que estamos en condiciones de proporcionarle casi cualquier cosa que a usted se le pueda antojar —dijo Oiie.

Shevek no tenía ninguna idea de qué era lo que le estaban diciendo. Se rascó la cabeza.

—¿Todos los científicos son hombres, entonces?

—¿Científicos? —preguntó Oiie, con incredulidad.

Pae tosió.

—Científicos. Ah, sí, desde luego, son todos hombres. Hay algunas profesoras en las escuelas de niñas, pero nunca pasan del nivel secundario.

—¿Porqué no?

—No pueden dedicarse a las matemáticas; no tienen cabeza para el pensamiento abstracto; no es un campo para ellas. Usted sabe lo que quiero decir, lo que las mujeres llaman pensar es, lo que nacen con el útero. Por supuesto, siempre hay algunas excepciones, mujeres espantosamente cerebrales con atrofia vaginal.

—¿Ustedes los odonianos permiten estudiar ciencias a las mujeres? — inquirió Oiie.

—Bueno, sí, trabajan en el campo de las ciencias.

—No muchas, espero.

—Bueno, alrededor de la mitad.

—Siempre he sostenido —dijo Pae— que si las manejáramos bien las mujeres técnicas podrían ahorrar trabajo a los hombres en cualquier problema de laboratorio. En realidad son más hábiles y rápidas que los hombres en las tareas mecánicas, y más dóciles... se aburren menos. Si empleáramos mujeres, los hombres tendríamos más tiempo libre para el trabajo creador.

—No en mi laboratorio, eso sí que no —dijo Oiie—. Déjelas en el sitio que les corresponde.

—¿Encontró usted alguna mujer capaz de un trabajo intelectual original, doctor Shevek?

—Bueno, diré más bien que ellas me encontraron a mí. Mitis, en Poniente del Norte, fue mi maestra. También Gvarab, de ella han oído hablar, supongo.

—¿Gvarab era una mujer? —dijo Pae con genuina sorpresa, y se echó a reír.

Oiie parecía escéptico y ofendido.

—Con los nombres de ustedes nunca se puede saber, por supuesto —dijo con frialdad—. Supongo que para ustedes es importante no hacer diferencias entre los sexos.

Shevek dijo con suavidad:

—Odo era una mujer.

—Ya lo ve —dijo Oiie. No se encogió de hombros con desdén, pero casi. Pae parecía respetuoso, y se limitaba a asentir con la cabeza, como cuando escuchaba los rezongos del viejo Atro.

Shevek comprendió que había tocado un punto vulnerable, una animosidad impersonal de raíces muy profundas. Parecía que en ellos, lo mismo que en las mesas de la nave, había una mujer, una mujer reprimida, silenciada, bestializada, una fiera enjaulada. Y él no tenía ningún derecho a burlarse de ellos. Aquellos hombres no conocían otra relación que la de posesión. Estaban poseídos.

—Una mujer hermosa, virtuosa —dijo Pae— es una fuente de inspiración para nosotros... el objeto más preciado de la tierra.

Shevek sentía un profundo malestar. Se levantó y fue hasta las ventanas.

—Este mundo es hermosísimo —dijo—. Me gustaría ver más. Mientras tenga que estar aquí dentro, ¿me darán libros?

—¡Por supuesto, señor! ¿De qué tipo?

—Historia, láminas, relatos, de todo. Tal vez tendrían que ser libros para niños. Es muy poco lo que sé, ya lo ven. En Anarres algo estudiamos sobre Urras, pero principalmente en cómo era en los tiempos de Odo. ¡Y antes de eso hubo ocho milenios y medio! Y luego, desde la Colonización de Anarres, ha transcurrido un siglo y medio; desde que la última nave transportó el último Contingente. .. ignorancia. Nosotros los ignoramos a ustedes, ustedes nos ignoran a nosotros. Ustedes son nuestra historia. Nosotros somos quizá el futuro de ustedes. Yo deseo aprender, no ignorar. Este es el motivo de mi venida. Tenemos que conocernos. Nosotros somos gente primitiva. Nuestra moral no es ya tribal, no puede serlo. Semejante ignorancia es un error, un error que sólo puede engendrar nuevos errores. A eso he venido, a aprender.

Hablaba con profunda seriedad. Pae asentía con entusiasmo.

—¡Así es, señor! Todos estamos por completo de acuerdo con las aspiraciones de usted.

Oiie lo observaba desde aquellos ojos renegridos, opacos, ovales.

—¿Entonces usted ha venido, esencialmente, como un emisario de la sociedad anarresti? —dijo.

Shevek volvió a sentarse en el banco de mármol junto al hogar, que ya sentía como suyo, su territorio. Quería tener un territorio. Sentía la necesidad de ser cauto. Pero sentía aún más la necesidad que lo había traído del otro mundo a través del abismo seco, la necesidad de comunicarse, el deseo de derribar muros.

—He venido —dijo con cautela— como síndico del Sindicato de Iniciativas, el grupo que habla con Urras por radio desde hace dos años. Pero no soy, sépanlo, embajador de una autoridad, de una institución. Espero que no me pidan eso. Espero que no me hayan invitado ustedes como tal.

—No —dijo Oiie—. Lo invitamos a usted, a Shevek el físico. Con el consentimiento de nuestro gobierno y del Consejo de Gobiernos Mundiales, desde luego. Pero usted está aquí como huésped particular de la Universidad de Ieu Eun.

—Bien.

—Pero no estábamos seguros de si venía usted con el consentimiento de... —vaciló.

Shevek sonrió.

—¿De mi gobierno?

—Sabemos que nominalmente no hay gobierno en Anarres. Sin embargo, hay sin duda un ente administrativo. Y tenemos entendido que el grupo que lo envió, ese sindicato de ustedes, es algo así como una facción, quizá una facción revolucionaria.

—Todo el mundo es revolucionario en Anarres, Oiie... La red administrativa y organizadora es la llamada CPD, Coordinadora de Producción y Distribución. Un sistema coordinado que abarca todos los sindicatos, federaciones e individuos que llevan a cabo el trabajo productivo. No gobierna a las personas; administra la producción. No tiene autoridad para respaldarme o para detenerme. Sólo puede decirnos qué opina la gente sobre nosotros: cómo nos ve la conciencia social. ¿Es esto lo que desean saber? Y bien, mis amigos y yo no contamos con la aprobación de todos. La mayoría de la gente de Anarres no desea saber cómo es la vida en Urras. Le temen y no quieren tener ninguna relación con el propietariado. ¡Lamento tener que decirlo con rudeza! Lo mismo ocurre aquí con alguna gente ¿no es así? El desprecio, el miedo, el tribalismo. Pues bien, he venido para empezar a cambiar este estado de cosas.

—Exclusivamente por propia iniciativa —dijo Oiie.

—Es la única iniciativa que admito —dijo Shevek, sonriendo, y mortalmente serio.

Pasó los dos o tres días siguientes conversando con los científicos que iban a verlo, leyendo los libros que le había llevado Pae, y a ratos al pie de las ventanas de doble arco, mirando cómo llegaba el verano al valle, y escuchando los coloquios dulces y breves de aquellos cantores aéreos. Pájaros: ahora sabía cómo se llamaban, y los había visto en las láminas de los libros, pero todavía, cada vez que cantaban, o alcanzaba a oír un rápido aleteo entre los árboles, se maravillaba como un niño.

Había imaginado que iba a sentirse tan extraño aquí, en Urras, perdido, tan ajeno a todo, y confundido... y no sentía nada semejante. Naturalmente, había una infinidad de cosas que no comprendía. Apenas empezaba ahora a darse cuenta: esta sociedad increíblemente complicada, con todas esas naciones, clases, castas, cultos y costumbres, con una historia magnífica, aterradora, interminable. Y cada individuo que conocía era una caja de sorpresas. No eran, sin embargo, los egoístas vulgares, fríos, que había esperado encontrar: eran tan complejos y diversos como la cultura, como el paisaje de ese mundo; y eran inteligentes; y eran bondadosos. Lo trataban como a un hermano. Hacían todo lo posible para que no se sintiese perdido, un extraño, para que se sintiese a gusto. Y se sentía a gusto. No podía evitarlo. El mundo entero, la levedad del aire, las puestas de sol allá entre las colinas, aun la mayor gravedad que parecía pesarle en el cuerpo, todo le confirmaba que éste era en verdad el hogar, el mundo de los de su raza; y toda aquella belleza era un patrimonio heredado.

El silencio, el silencio absoluto de Anarres: pensaba en él por las noches. Allí no había pájaros que cantaran. Las únicas voces eran las humanas. Silencio, y tierras yermas.


Los desposeídos (12)

¿infectado? ¿Infeccioso?

—Nunca haga caso a los médicos, mi querido amigo.

—Tal vez en este caso, sin embargo, doctor Atro —sugirió Pae con su voz suave, conciliadora.

—Al fin y al cabo el médico lo manda el gobierno ¿no? —dijo Chifoilisk con visible malicia.

—El mejor que han podido encontrar, no lo dudo —dijo Atro sin sonreír; y sin presionar más a Shevek se despidió y se marchó. Chifoilisk salió con él. Los dos más jóvenes se quedaron con Shevek, y durante largo rato hablaron de física.

Con un placer inmenso, y con esa misma y profunda sensación de reencuentro, de que algo era al fin como tenía que ser, Shevek descubría por primera vez en su vida la conversación de sus iguales.

Mitis, aunque una maestra excepcional, nunca había podido seguirlo a través de los campos teóricos que estimulado por ella Shevek había comenzado a explorar. De todas las personas que conociera, sólo Gvarab tenía una mentalidad y una formación que podían compararse con las suyas propias, pero se habían encontrado demasiado tarde, en los años postreros de la vida de Gvarab. Desde entonces Shevek había trabajado con muchas personas de talento, pero como nunca llegó a ser un miembro estable del Instituto de Abbenay, no había tenido la posibilidad de mostrarles un nuevo camino; y allí seguían, empantanados en los viejos problemas, en la física de secuencias clásica. Nunca había tenido iguales. Aquí, en el reino de la desigualdad, los encontraba al fin.

Era toda una revelación, una liberación. Físicos, matemáticos, astrónomos, lógicos, biólogos, todos estaban allí, en la Universidad, y accedían a verlo, a que él los viese, y conversaban, y de aquellos coloquios nacían mundos nuevos. La idea, por su naturaleza misma, necesita ser comunicada: escrita, explicada, realizada. Como la hierba, la idea busca la luz, ama las multitudes, las cruzas la enriquecen, crece más vigorosa cuando se la pisa.

Aquella primera tarde en la Universidad, con Oiie y Pae, supo ya que acababa de encontrar lo que siempre había anhelado, desde los tiempos en que él y Tirin y Bedap, como adolescentes y en un nivel adolescente, solían conversar hasta la medianoche, bromeando y desafiándose uno a otro en vuelos mentales cada vez más osados. Recordaba vividamente algunas de esas noches. Veía a Tirin, diciendo:

—Si supiéramos cómo es Urras realmente, tal vez algunos de nosotros querríamos ir allá—. Y a él le había chocado tanto la idea que se había enfurecido contra Tirin, y Tir se había retractado en seguida; él se retractaba siempre, pobre alma desdichada, y siempre había tenido razón.

La conversación se había interrumpido. Pae y Oiie callaban.

—Discúlpenme —dijo Shevek—. Me pesa la cabeza.

—¿Cómo siente 1a gravedad? —preguntó Pae, con la sonrisa encantadora de un hombre que, como un niño talentoso, sabe que es capaz de seducir a cualquiera.

—No la siento —respondió Shevek—. Sólo en las... ¿qué es esto?

—Las rodillas, las articulaciones de las rodillas. —Sí, rodillas. La función está disminuida. Pero me acostumbraré. —Miró a Pae y luego a Oiie.— Hay una pregunta. Pero no quiero ser ofensivo.

—¡No tenga ningún miedo, señor! —dijo Pae.

—No estoy seguro de que sepa cómo —dijo Oiie. Oiie no era un hombre seductor, como Pae. Aun hablando de física tenía un estilo evasivo, solapado. Y sin embargo, por detrás del estilo, había algo, intuía Shevek, algo en lo que uno podía confiar; en cambio, detrás del encanto de Pae ¿qué había? Bueno, no era importante. Necesitaba confiar en todos ellos, y confiaría.

—¿Dónde están las mujeres?

Pae se echó a reír. Oiie sonrió y preguntó:

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. Anoche, en la reunión, conocí mujeres... cinco, diez, y centenares de hombres. Ninguna de ellas era una científica, creo. ¿Quiénes eran?

—Las esposas. A decir verdad una de ellas era la mía. —dijo Oiie con su sonrisa enigmática.

—¿Dónde están las otras mujeres?

—Oh, eso no es ningún problema, señor —dijo Pae, diligente—. Díganos qué prefiere, y nada puede ser más fácil de satisfacer.

—En verdad, uno oye algunas especulaciones pintorescas acerca de las costumbres de los anarresti, pero yo creo que estamos en condiciones de proporcionarle casi cualquier cosa que a usted se le pueda antojar —dijo Oiie.

Shevek no tenía ninguna idea de qué era lo que le estaban diciendo. Se rascó la cabeza.

—¿Todos los científicos son hombres, entonces?

—¿Científicos? —preguntó Oiie, con incredulidad.

Pae tosió.

—Científicos. Ah, sí, desde luego, son todos hombres. Hay algunas profesoras en las escuelas de niñas, pero nunca pasan del nivel secundario.

—¿Porqué no?

—No pueden dedicarse a las matemáticas; no tienen cabeza para el pensamiento abstracto; no es un campo para ellas. Usted sabe lo que quiero decir, lo que las mujeres llaman pensar es, lo que nacen con el útero. Por supuesto, siempre hay algunas excepciones, mujeres espantosamente cerebrales con atrofia vaginal.

—¿Ustedes los odonianos permiten estudiar ciencias a las mujeres? — inquirió Oiie.

—Bueno, sí, trabajan en el campo de las ciencias.

—No muchas, espero.

—Bueno, alrededor de la mitad.

—Siempre he sostenido —dijo Pae— que si las manejáramos bien las mujeres técnicas podrían ahorrar trabajo a los hombres en cualquier problema de laboratorio. En realidad son más hábiles y rápidas que los hombres en las tareas mecánicas, y más dóciles... se aburren menos. Si empleáramos mujeres, los hombres tendríamos más tiempo libre para el trabajo creador.

—No en mi laboratorio, eso sí que no —dijo Oiie—. Déjelas en el sitio que les corresponde.

—¿Encontró usted alguna mujer capaz de un trabajo intelectual original, doctor Shevek?

—Bueno, diré más bien que ellas me encontraron a mí. Mitis, en Poniente del Norte, fue mi maestra. También Gvarab, de ella han oído hablar, supongo.

—¿Gvarab era una mujer? —dijo Pae con genuina sorpresa, y se echó a reír.

Oiie parecía escéptico y ofendido.

—Con los nombres de ustedes nunca se puede saber, por supuesto —dijo con frialdad—. Supongo que para ustedes es importante no hacer diferencias entre los sexos.

Shevek dijo con suavidad:

—Odo era una mujer.

—Ya lo ve —dijo Oiie. No se encogió de hombros con desdén, pero casi. Pae parecía respetuoso, y se limitaba a asentir con la cabeza, como cuando escuchaba los rezongos del viejo Atro.

Shevek comprendió que había tocado un punto vulnerable, una animosidad impersonal de raíces muy profundas. Parecía que en ellos, lo mismo que en las mesas de la nave, había una mujer, una mujer reprimida, silenciada, bestializada, una fiera enjaulada. Y él no tenía ningún derecho a burlarse de ellos. Aquellos hombres no conocían otra relación que la de posesión. Estaban poseídos.

—Una mujer hermosa, virtuosa —dijo Pae— es una fuente de inspiración para nosotros... el objeto más preciado de la tierra.

Shevek sentía un profundo malestar. Se levantó y fue hasta las ventanas.

—Este mundo es hermosísimo —dijo—. Me gustaría ver más. Mientras tenga que estar aquí dentro, ¿me darán libros?

—¡Por supuesto, señor! ¿De qué tipo?

—Historia, láminas, relatos, de todo. Tal vez tendrían que ser libros para niños. Es muy poco lo que sé, ya lo ven. En Anarres algo estudiamos sobre Urras, pero principalmente en cómo era en los tiempos de Odo. ¡Y antes de eso hubo ocho milenios y medio! Y luego, desde la Colonización de Anarres, ha transcurrido un siglo y medio; desde que la última nave transportó el último Contingente. .. ignorancia. Nosotros los ignoramos a ustedes, ustedes nos ignoran a nosotros. Ustedes son nuestra historia. Nosotros somos quizá el futuro de ustedes. Yo deseo aprender, no ignorar. Este es el motivo de mi venida. Tenemos que conocernos. Nosotros somos gente primitiva. Nuestra moral no es ya tribal, no puede serlo. Semejante ignorancia es un error, un error que sólo puede engendrar nuevos errores. A eso he venido, a aprender.

Hablaba con profunda seriedad. Pae asentía con entusiasmo.

—¡Así es, señor! Todos estamos por completo de acuerdo con las aspiraciones de usted.

Oiie lo observaba desde aquellos ojos renegridos, opacos, ovales.

—¿Entonces usted ha venido, esencialmente, como un emisario de la sociedad anarresti? —dijo.

Shevek volvió a sentarse en el banco de mármol junto al hogar, que ya sentía como suyo, su territorio. Quería tener un territorio. Sentía la necesidad de ser cauto. Pero sentía aún más la necesidad que lo había traído del otro mundo a través del abismo seco, la necesidad de comunicarse, el deseo de derribar muros.

—He venido —dijo con cautela— como síndico del Sindicato de Iniciativas, el grupo que habla con Urras por radio desde hace dos años. Pero no soy, sépanlo, embajador de una autoridad, de una institución. Espero que no me pidan eso. Espero que no me hayan invitado ustedes como tal.

—No —dijo Oiie—. Lo invitamos a usted, a Shevek el físico. Con el consentimiento de nuestro gobierno y del Consejo de Gobiernos Mundiales, desde luego. Pero usted está aquí como huésped particular de la Universidad de Ieu Eun.

—Bien.

—Pero no estábamos seguros de si venía usted con el consentimiento de... —vaciló.

Shevek sonrió.

—¿De mi gobierno?

—Sabemos que nominalmente no hay gobierno en Anarres. Sin embargo, hay sin duda un ente administrativo. Y tenemos entendido que el grupo que lo envió, ese sindicato de ustedes, es algo así como una facción, quizá una facción revolucionaria.

—Todo el mundo es revolucionario en Anarres, Oiie... La red administrativa y organizadora es la llamada CPD, Coordinadora de Producción y Distribución. Un sistema coordinado que abarca todos los sindicatos, federaciones e individuos que llevan a cabo el trabajo productivo. No gobierna a las personas; administra la producción. No tiene autoridad para respaldarme o para detenerme. Sólo puede decirnos qué opina la gente sobre nosotros: cómo nos ve la conciencia social. ¿Es esto lo que desean saber? Y bien, mis amigos y yo no contamos con la aprobación de todos. La mayoría de la gente de Anarres no desea saber cómo es la vida en Urras. Le temen y no quieren tener ninguna relación con el propietariado. ¡Lamento tener que decirlo con rudeza! Lo mismo ocurre aquí con alguna gente ¿no es así? El desprecio, el miedo, el tribalismo. Pues bien, he venido para empezar a cambiar este estado de cosas.

—Exclusivamente por propia iniciativa —dijo Oiie.

—Es la única iniciativa que admito —dijo Shevek, sonriendo, y mortalmente serio.

Pasó los dos o tres días siguientes conversando con los científicos que iban a verlo, leyendo los libros que le había llevado Pae, y a ratos al pie de las ventanas de doble arco, mirando cómo llegaba el verano al valle, y escuchando los coloquios dulces y breves de aquellos cantores aéreos. Pájaros: ahora sabía cómo se llamaban, y los había visto en las láminas de los libros, pero todavía, cada vez que cantaban, o alcanzaba a oír un rápido aleteo entre los árboles, se maravillaba como un niño.

Había imaginado que iba a sentirse tan extraño aquí, en Urras, perdido, tan ajeno a todo, y confundido... y no sentía nada semejante. Naturalmente, había una infinidad de cosas que no comprendía. Apenas empezaba ahora a darse cuenta: esta sociedad increíblemente complicada, con todas esas naciones, clases, castas, cultos y costumbres, con una historia magnífica, aterradora, interminable. Y cada individuo que conocía era una caja de sorpresas. No eran, sin embargo, los egoístas vulgares, fríos, que había esperado encontrar: eran tan complejos y diversos como la cultura, como el paisaje de ese mundo; y eran inteligentes; y eran bondadosos. Lo trataban como a un hermano. Hacían todo lo posible para que no se sintiese perdido, un extraño, para que se sintiese a gusto. Y se sentía a gusto. No podía evitarlo. El mundo entero, la levedad del aire, las puestas de sol allá entre las colinas, aun la mayor gravedad que parecía pesarle en el cuerpo, todo le confirmaba que éste era en verdad el hogar, el mundo de los de su raza; y toda aquella belleza era un patrimonio heredado.

El silencio, el silencio absoluto de Anarres: pensaba en él por las noches. Allí no había pájaros que cantaran. Las únicas voces eran las humanas. Silencio, y tierras yermas.