Los desposeídos (34)
Y durante toda la vida ustedes llevan el apellido del padre y el apellido del esposo. Los hombres van a la escuela y ustedes no; ellos son siempre los maestros, los jueces, la policía, el gobierno, ¿no es así? ¿Por qué permiten que lo dominen todo? ¿Por qué no hacen lo que se les antoja?
—Es que lo hacemos. Las mujeres hacen exactamente lo que se les antoja. Y no tienen que ensuciarse las manos, ni usar cascos de bronce, o pasarse las horas gritando en el Directorio.
—¿Pero qué es lo que hacen ustedes?
—¿Qué hacemos? Gobernar a los hombres, naturalmente. Y sabe una cosa, no corremos peligro diciéndolo, porque ellos no lo creen. Dicen: ¡Jua, jua, qué mujercita tan graciosa!, y te dan una palmadita en la cabeza, y se van con un tintineo de medallas, muy satisfechos.
—¿Y también ustedes se sienten satisfechas?
—En verdad yo sí.
—No lo creo.
—Porque no está de acuerdo con los principios de usted. Los hombres siempre tienen teorías, y las cosas han de acomodarse a esas teorías.
—No se trata de ninguna teoría; es porque veo que usted no está contenta. Que es una mujer inquieta, insatisfecha, peligrosa.
—¡Peligrosa! —Vea rió, radiante—. ¡Qué cumplido tan maravilloso! ¿Por qué soy peligrosa, Shev?
—Bueno, porque sabe que a los ojos de los hombres usted es una cosa, un objeto que se posee, que se compra y se vende. Y sólo piensa en engañar al propietario, en vengarse...
Ella le puso la manita sobre la boca.
—Calle —dijo—. Sé que no quiere ser grosero. Le perdono. Pero ya basta y sobra.
Esta hipocresía enfureció a Shevek, y también la idea de que quizá la había ofendido de veras. Aún sentía en los labios el roce fugaz de la mano de Vea.
—¡Lo siento! —dijo.
—No, no. ¿Cómo va a comprender, viniendo de la Luna? Y además, usted no es más que un hombre. Le diré una cosa, sin embargo. Si a una de esas «hermanas», allá en la Luna, le da usted la oportunidad de sacarse las botas, de tomar un baño de aceite y depilarse, de ponerse un par de sandalias bonitas, y una gema en el ombligo, y perfume, se sentirá encantada. ¡Y a usted también le encantaría! ¡Claro que le encantaría! Pero no lo harán, pobrecitos, con esas teorías que tienen. ¡Todos hermanos y hermanas y nada de diversión!
—Tiene razón —le dijo Shevek—. Nada de diversión. Nunca. En Anarres nos pasamos el día cavando para extraer el plomo de las entrañas de las minas, y cuando llega la noche, después de nuestra ración de tres granos de holum cocido en una cucharada de agua salobre, recitamos a coro las Máximas de Odo, hasta la hora de irnos a la cama. Lo que hacemos todos por separado y con las botas puestas.
Su fluidez en iótico no era suficiente para permitirle el vuelo verbal que este discurso hubiera tenido en su propia lengua, una de esas fantasías improvisadas que sólo Takver y Sadik habían escuchado con bastante frecuencia como para estar acostumbradas a ellas; no obstante, imperfecto y todo, asombró a Vea. La risa oscura estalló, densa y espontánea.
—¡Buen Dios, es usted un imaginativo, además! ¿Hay algo que no sea?
—Un vendedor —dijo él.
Ella lo estudió, sonriente. Había algo profesional, algo teatral en la actitud de Vea. No es común que las personas miren a otras intensamente de muy cerca, salvo las madres a sus hijos pequeños, los médicos a sus pacientes, o los amantes entre ellos.
Shevek se incorporó.
—Quiero caminar un rato más.
Ella le tendió la mano para que él la sostuviera y la ayudara a levantarse. El ademán era indolente e incitante, pero ella dijo con una ternura incierta en la voz:
—Es usted como un hermano realmente... Deme la mano. ¡Prometo que lo soltaré!
Vagabundearon por los senderos del gran jardín. Entraron en el palacio, conservado como museo de la antigua realeza, porque Vea dijo que le encantaba ver las joyas que había allí. Retratos de señores y príncipes arrogantes los miraban desde las paredes tapizadas de brocado y los mantos tallados de las chimeneas. Los salones desbordaban de plata y oro, y cristal, y maderas raras, y tapices, y joyas. Los guardianes estaban en pie detrás de los cordones de terciopelo. Los uniformes de color negro y escarlata armonizaban con el esplendor, los cortinados de filigrana, de oro, los cobertores de plumas entrelazadas, pero las caras parecían fuera de lugar: eran caras aburridas, cansadas, cansadas de estar todo el día de pie entre gente extraña en una tarea inútil. Shevek y Vea se acercaron a una vitrina en la que se exhibía el manto de la Reina Teaea, confeccionado con la piel curtida de unos rebeldes desollados vivos, el manto que aquella mujer terrible y provocadora había llevado cuatrocientos años atrás, cuando en medio del pueblo castigado por la peste iba a orar a Dios para que pusiera fin a la plaga.
—Para mí se parece terriblemente a la cabritilla —dijo Vea, examinando el andrajo descolorido, deteriorado por el tiempo. Miró a Shevek.
—¿Se siente bien?
—Creo que me gustaría irme de este sitio.
Una vez afuera, ya en los jardines, Shevek recobró el color, pero miró con odio los muros del palacio.
—¿Por qué ese afán de preservar la ignominia?
—Pero no es más que historia. ¡Esas cosas ya no ocurren más! — replicó Vea.
Lo llevó a una función teatral vespertina, una comedia sobre matrimonios jóvenes y suegras, con muchos chistes sobre la copulación en los que nunca se mencionaba la copulación. Shevek trataba de reírse cuando Vea se reía. Luego fueron a un restaurante del centro, un lugar de inverosímil opulencia. La cena costó cien unidades. Shevek apenas comió, pues había comido al mediodía, pero cedió a la insistencia de Vea y bebió dos o tres copas de vino, que era más agradable de lo que había pensado, y parecía no tener ningún efecto mental deletéreo. No tenía dinero suficiente para pagar la cena, pero Vea no se inmutó, limitándose a sugerirle que extendiera un cheque, cosa que él hizo. Luego fueron en un coche de alquiler hasta el apartamento de Vea; también le permitió que pagara al conductor. ¿Sería posible, se preguntaba, que Vea fuese en realidad una prostituta, esa entidad misteriosa? Pero las prostitutas que Odo describía eran mujeres pobres, y Vea con seguridad no lo era; «su» fiesta, la fiesta de que le había hablado, la estaban preparando «su» cocinero, «su» doncella, y «su» despensero. Además los hombres en la Universidad hablaban de las prostitutas con menosprecio, como criaturas procaces, mientras que Vea, pese a las constantes insinuaciones, se mostraba tan sensitiva y reacia a hablar abiertamente de cualquier tema sexual que Shevek cuidaba de su lenguaje como si estuviera en Anarres conversando con una tímida niña de diez años. En suma, no sabía qué era exactamente Vea.
Las habitaciones de Vea eran amplias y suntuosas, con ventanales que daban a las luces centelleantes de Nio, y enteramente amuebladas en blanco, hasta las alfombras. Pero Shevek empezaba a ser insensible al lujo, y además tenía muchísimo sueño. Los invitados no llegarían hasta dentro de una hora. Mientras Vea se cambiaba de ropa, se quedó dormido en un enorme sillón blanco. La doncella movió algo sobre la mesa haciendo ruido, y Shevek despenó en el momento en que Vea reaparecía, ataviada ahora con un formal traje de noche, una larga falda ioti plegada desde las caderas, que le dejaba el torso desnudo. En el ombligo le resplandecía una joya pequeña, como en las películas que viera con Tirin y Bedap hacía un cuarto de siglo en el Instituto Regional de Ciencias de Poniente del Norte, exactamente igual. Despierto a medias, y totalmente excitado, le clavó Tos ojos.
Ella lo miró a su vez, insinuando una sonrisa.
Se sentó en una banqueta almohadillada cerca de Shevek, para poder mirarlo a la cara. Se arregló los pliegues de la falda blanca sobre los tobillos, y dijo:
—Ahora, cuénteme cómo son realmente las cosas entre hombres y mujeres en Anarres.
Era inverosímil. La doncella y el empleado de la despensa estaban en la sala; ella sabía que él tenía una compañera, él sabía que ella lo sabía; y no habían cambiado entre ellos una sola palabra sobre la copulación. Sin embargo, el vestido, los movimientos, el tono de voz de Vea, ¿qué eran sino una invitación declarada?
—Entre un hombre y una mujer hay lo que ellos quieren que haya —dijo, con cierta brusquedad—. Cada uno, y ambos.
—¿Entonces es cierto que ustedes no tienen moral? —preguntó ella, como escandalizada y encantada a la vez.
—No sé lo que quiere decir. Ofender a una persona allí significa lo mismo que ofenderla aquí.
—¿Quiere decir que se atienen a las mismas normas anticuadas? Yo creo que la moral no es más que otra superstición, lo mismo que la religión.
Hay que tirarla por la borda.
—Pero mi sociedad —dijo Shevek, completamente desorientado— es un intento de alcanzarla. Tirar por la borda la moralina, sí: las normas, las leyes, los castigos, para que el hombre pueda ver el bien y el mal y decidir entre ellos.
—Así que ustedes tiran por la borda todos los haz y no hagas. Pero ¿sabe una cosa? Yo creo que ustedes los odonianos se equivocaron de medio a medio. Tiraron por la borda a los sacerdotes y los jueces y las leyes de divorcio y todo eso, pero conservaron en el fondo el problema real. Lo arrinconaron muy adentro, en la conciencia de todos ustedes. Pero todavía sigue allí. ¡Son tan esclavos como siempre! No son verdaderamente libres.
—¿Cómo lo sabe?
—Leí un artículo en una revista sobre el odonianismo —dijo ella—. Y hemos estado juntos todo el día. No lo conozco a usted, pero sé algunas cosas. Sé que hay una... una Reina Teaea dentro de usted, dentro de esa cabeza peluda que tiene. Y le da órdenes, como antes a sus siervos, la vieja tirana. Le dice: «¡Haz esto!», y usted lo hace, y «¡No hagas eso!» y usted no lo hace.
—Está donde tiene que estar —dijo Shevek, sonriendo—. En mi cabeza.
—No. Mejor sería tenerla en un palacio. Así usted podría rebelarse contra ella. ¡Tendría que rebelarse! El tatarabuelo de usted lo hizo; al menos huyó a la Luna, escapó. Pero llevó consigo a la Reina Teaea, ¡y allí la tienen todavía!
—Puede ser. Pero he aprendido, en Anarres, que si me ordenan que haga daño a otra persona, me hago daño a mí mismo.
—La misma hipocresía de siempre. La vida es una lucha, y el más fuerte gana. ¡Todo lo que hace la civilización es ocultar la sangre y disfrazar el odio con palabras bonitas!
—La civilización de ustedes, tal vez. La nuestra no oculta nada. Todo está a la luz. Allí, la Reina Teaea no se pone la piel de otro. Hay una sola ley que respetamos, sólo una, la ley de la evolución humana.
—¡La ley de la evolución es la supervivencia del más fuerte!
—Sí, y los más fuertes, en cualquier especie social, son más sociales. En términos humanos, más éticos. Ya ve, nosotros no tenemos en Anarres ni víctimas ni enemigos, Sólo nos tenemos los unos a los otros. No es fuerza lo que se gana haciendo daño. Sólo debilidad.
—A mí no me importa herir y no herir. No me importa la otra gente, que a nadie le importa, por lo demás. Los que dicen lo contrario fingen. Yo no quiero fingir. ¡Yo quiero ser libre!
—Pero Vea —empezó a decir Shevek, con ternura porque el vehemente alegato lo había conmovido, pero en ese momento sonó la campanilla de la puerta. Vea se levantó, se alisó la falda, y avanzó sonriendo a recibir a los invitados.
En el transcurso de la hora siguiente llegaron treinta o cuarenta personas. Al principio Shevek se sentía malhumorado, descontento y aburrido.