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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (35)

Los desposeídos (35)

Era otra de aquellas reuniones en las que todo el mundo iba y venía con copas en las manos, sonriendo y hablando en alta voz. Pero al rato le pareció más entretenida. Se iniciaron discusiones y polémicas, la gente se sentaba para conversar, empezaba a recordarle una reunión en Anarres. Se pasaban fuentes de delicados pasteles, y trozos de carne y de pescado, un camarero atento llenaba incesantemente las copas. Shevek aceptó un trago. Hacía meses ya que veía cómo los urrasti engullían alcohol sin que nadie pareciera enfermarse. El brebaje sabía a medicamento, pero alguien le explicó que en su mayor parte era agua carbonatada, que a Shevek le gustaba. Tenía sed, y lo bebió de un sorbo.

Un par de hombres estaban decididos a hablar de física con él. Uno de ellos era bien educado, y Shevek logró esquivarlo durante un tiempo, pues le molestaba hablar de física con un lego. El otro era prepotente, y Shevek no pudo eludirlo; pero descubrió, irritado, que le era mucho más fácil conversar con él. El hombre lo sabía todo, aparentemente porque tenía montones de dinero.

—Tal como yo la veo —informó a Shevek— esa Teoría de la Simultaneidad de usted niega el hecho más obvio, el hecho de que el tiempo pasa.

—Bueno, en física somos cautelosos con lo que llamamos «hechos». No es lo mismo que en los negocios —dijo Shevek con mucha afabilidad y mansedumbre, pero había algo en aquella mansedumbre que hizo que Vea, que se encontraba cerca conversando con otro grupo, se volviera a escuchar—. Dentro de los términos estrictos de la Teoría de la Simultaneidad, la sucesión no sería un fenómeno físicamente objetivo, sino un fenómeno subjetivo.

—Deje de asustar a Dearri, y explíquenos en media lengua lo que eso significa —dijo Vea. La perspicacia de ella hizo sonreír a Shevek.

—Bien, nosotros pensamos que el tiempo «pasa», fluye y nos deja atrás, pero ¿y si somos nosotros los que nos adelantamos, del pasado al futuro, siempre descubriendo lo nuevo? Sería como leer un libro, se da cuenta. El libro está todo ahí, todo al mismo tiempo, entre la tapa y la contratapa. Pero si usted quiere leer la historia y comprenderla, ha de comenzar por la primera página, y seguir adelante, siempre en orden. El universo sería pues un libro inmenso, y nosotros lectores muy pequeños.

—Pero el hecho muestra —replicó Dearri— que experimentamos el universo como una sucesión, un transcurso. En cuyo caso, ¿para qué sirve esa teoría de que en un plano más alto todo puede ser eternamente coexistente? Divertido para ustedes los teóricos, tal vez, pero no tiene ninguna aplicación práctica, ninguna relación con la vida real. ¡A menos que haga posible construir una máquina del tiempo! —agregó con una suerte de tensa, fingida jovialidad.

—Pero no sólo experimentamos el universo como una sucesión —dijo Shevek—. ¿Usted nunca sueña, señor Dearri? —Se sintió orgulloso de haber llamado señor a alguien, por una vez.

—¿Qué relación tiene?

—Es sólo la conciencia, nuestra conciencia, parece, lo que experimenta el transcurso del tiempo. Para un bebé el tiempo no existe: él no puede separarse del pasado y comprender cómo ese pasado se relaciona con el presente, ni imaginar cómo el presente podría relacionarse con el futuro. No sabe que el tiempo pasa; no comprende la muerte. La mente inconsciente del adulto sigue siendo una mente infantil. En un sueño tampoco hay tiempo, y la sucesión es trastocada, y la causa y el efecto se confunden. En el mito y la leyenda no existe el tiempo. ¿A qué tiempo pasado se refiere el cuento cuando dice «Había una vez»? Y así, cuando la razón se funde con el inconsciente, el místico ve que todo se transforma en una existencia única, y comprende el eterno retorno.

—Si, los místicos —dijo con vehemencia el hombre más tímido—. Tebores, en el Octavo Milenio. Escribió: La mente inconsciente coexiste con el universo.

—Pero no somos bebés —lo interrumpió Dearri—, somos hombres racionales. ¿Es esa simultaneidad de usted una especie de regresividad mística?

Hubo una pausa, mientras Shevek se servía un pastelillo que no deseaba, y lo comía. Ese día ya había perdido una vez los estribos, y se había puesto en ridículo. Con una vez bastaba.

—Tal vez podría vérsela —dijo— como el intento de establecer cierto equilibrio. Vea usted, la secuencia explica eficazmente nuestro sentido lineal del tiempo, y la evidencia de la evolución. Incluye la creación, y la mortalidad. Pero allí se detiene. Explica todos los cambios, pero no puede explicar por qué las cosas perduran. Habla sólo de la flecha del tiempo...

nunca del círculo del tiempo.

—¿El círculo? —preguntó el inquisidor más educado, con un anhelo tan evidente de comprender que Shevek se olvidó por completo de Dearri, y se dejó llevar por el entusiasmo, moviendo las manos y los brazos como sí tratara de mostrar, materialmente, las flechas, los ciclos, las oscilaciones de que hablaba.

—El tiempo procede en ciclos, como también en una línea. Un planeta gira: ¿ve? Un ciclo, una órbita alrededor del sol, es un año ¿no? Y dos órbitas, dos años, y así sucesivamente. Uno puede contar las órbitas interminablemente... un observador puede hacerlo. En realidad con un sistema como ese medimos el tiempo. El contador de tiempo, el reloj. Pero dentro del sistema, del ciclo, ¿dónde está el tiempo? ¿Dónde comienza y dónde termina? La repetición infinita es un proceso atemporal. Es menester compararlo, referirlo a algún otro proceso cíclico o no cíclico, para poder verlo como temporal. Y bien, esto es muy curioso y muy interesante, ya lo ve. Los átomos, usted sabe, tienen un movimiento cíclico. Los compuestos estables están constituidos por partículas dotadas de un movimiento regular, periódico, un movimiento correlativo. En realidad, son los ciclos atómicos de tiempo reversible los que confieren a la materia la permanencia que hace posible la evolución. Las pequeñas intemporalidades sumadas constituyen el tiempo. Y luego, en la escala grande, el cosmos: bueno, usted sabe, nosotros pensamos que en el universo todo es un proceso cíclico, una oscilación de expansión y contracción, sin ningún antes, sin ningún después. Sólo dentro de cada uno de los grandes ciclos, en los que vivimos, sólo allí hay tiempo lineal, hay evolución, hay cambio. Por lo tanto el tiempo tiene dos aspectos. Está la flecha, el río eme fluye, sin lo cual no hay cambio, no hay progreso, ni dirección, ni creación. Y está el círculo o el ciclo, sin el cual todo es caos, la sucesión sin sentido de instantes, un mundo sin relojes, sin estaciones, sin promesas.

—Usted se contradice —dijo Dearri, con la tranquilidad del saber superior—. En otras palabras, uno de esos «aspectos» es real, el otro es simplemente una ilusión.

—Muchos físicos han dicho eso —admitió Shevek.

—Pero ¿qué dice usted? —le preguntó el que quería saber.

—Bueno, yo creo que es una manera fácil de salir del atolladero... ¿Se puede acaso desechar el ser, o el devenir, como una ilusión? El devenir sin el ser carece de sentido. El ser sin el devenir es el aburrimiento total... Si la mente es capaz de percibir el tiempo en estos dos aspectos, entonces una auténtica filosofía del tiempo incluiría un campo en el que la relación de los dos aspectos o procesos podría al fin comprenderse.

—Pero ¿para qué sirve esa clase de «comprensión» —dijo Dearri— si no resulta en aplicaciones prácticas, tecnológicas? Puro malabarismo verbal, ¿no?

—Sólo un propietario verdadero puede hacer esas preguntas —dijo Shevek, y nadie se dio cuenta de que había insultado a Dearri con la palabra más despectiva de su vocabulario; en realidad Dearri movió la cabeza afirmativamente, aceptando el cumplido con satisfacción. Vea, en cambio, advirtió la tensión, y estalló de pronto: —En realidad no entiendo una palabra de lo que dice, sabe, pero me parece que si entendí bien lo del libro, que realmente todo existe ahora... ¿no podríamos entonces predecir el futuro? ¿Si ya está aquí?

—No, no —dijo el hombre más tímido, sin ninguna timidez—. No está como un diván o como una casa. El tiempo no es el espacio. ¡Usted no puede dar un paseo alrededor del tiempo! —Vea asintió con vivacidad, como si en verdad estuviera contenta de que le hubiesen dado una lección. Como envalentonado por haber echado a la mujer fuera de los ámbitos del pensamiento elevado, el hombre tímido se volvió a Dearri y dijo: —A mí me parece que la física temporal tiene aplicación en el campo de la ética. ¿Está usted de acuerdo, doctor Shevek?

—¿Ética? Bueno, no sé. Yo hago fundamentalmente matemática, usted sabe. Usted no puede desarrollar ecuaciones del comportamiento ético.

—¿Por qué no? —dijo Dearri.

Shevek lo ignoró.

—Pero es verdad, la filosofía del tiempo implica una ética. Pues nuestro sentido del tiempo nos permite separar la causa y el efecto, los medios y los fines. El bebé, nuevamente, el animal, ellos no ven la diferencia entre lo que hacen ahora y lo que ocurrirá porque lo hacen. Ellos no pueden hacer una polea, o una promesa. Nosotros podemos. Adviniendo la diferencia entre el ahora y el no ahora, podemos relacionarlos. Y ahí entra la moral. La responsabilidad. Decir que por medios malos puedo obtener fines buenos equivale exactamente a decir que si tiro de la cuerda de esta polea levantaré el peso de aquella otra. Romper una promesa es negar la realidad del pasado; y negar por lo tanto la esperanza de un futuro real. Si tiempo y razón son funciones recíprocas, si nosotros somos criaturas temporales, entonces será mejor que lo sepamos, y tratemos de aprovecharlo lo mejor posible. De actuar de modo responsable.

—Pero mire una cosa —dijo Dearri, con la inefable satisfacción de su propia sagacidad—, ha dicho hace un momento que en el Sistema de la Simultaneidad de usted no hay pasado ni futuro, sólo una suerte de eterno presente. Si es así ¿cómo puede uno ser responsable por el libro que ya está escrito? Lo único que puede hacer es leerlo. No queda ninguna opción, ninguna libertad.

—Ese es el dilema del determinismo. Usted tiene toda la razón, está implícito en el pensamiento simultaneísta. Pero también el pensamiento secuencial tiene su dilema. Es así, para pintarle un cuadro un poco disparatado: usted le tira una piedra a un árbol, y si usted es un simultaneísta la piedra ya ha golpeado contra el árbol, y si usted es un secuencista nunca alcanzará el árbol. ¿Qué elige usted, entonces? Quizá prefiera tirar piedras sin pensarlo más, sin elegir. Yo prefiero el camino difícil, y elijo las dos interpretaciones.

—¿Cómo... cómo las reconcilia? —preguntó el hombre tímido con seriedad.

Shevek estuvo a punto de reírse de desesperación.

—No lo sé. ¡He estado trabajando mucho tiempo en eso! En última instancia la piedra golpea el árbol. Ni la pura secuencia ni la pura unidad podrán explicarlo. Nosotros no queremos pureza, sino complejidad, la relación de causa y efecto, cíe medio y fin. Nuestro modelo del cosmos tiene que ser tan inagotable como el cosmos mismo. Una complejidad que no sólo incluya la duración sino también la creación, no sólo el ser sino el devenir, no sólo la geometría sino la ética. No es una respuesta lo que buscamos, sino el modo de formular la pregunta...

—Todo está muy bien, pero son respuestas lo que la industria necesita—dijo Dearri.

Shevek se volvió lentamente, lo observó un rato, y no dijo nada.

Se hizo un silencio pesado, en el que Vea saltó, graciosa e inconsecuentemente, a su tema de la predicción del futuro. Había otros interesados, y pronto todos empezaron a narrar sus experiencias con adivinos y clarividentes.

Shevek resolvió no decir nada más, no importaba lo que le preguntasen. Estaba más sediento que nunca; permitió que el camarero le volviera a llenar la copa, y bebió aquella cosa efervescente de sabor agradable. Miró alrededor de la sala, tratando de tranquilizarse, observando a otra gente. Pero éstos también se comportaban de una manera muy emocional, para ser ioti: gritaban reían a carcajadas. Se interrumpían unos a otros. En un rincón una pareja se entretenía en las preliminares de un juego sexual.


Los desposeídos (35)

Era otra de aquellas reuniones en las que todo el mundo iba y venía con copas en las manos, sonriendo y hablando en alta voz. Pero al rato le pareció más entretenida. Se iniciaron discusiones y polémicas, la gente se sentaba para conversar, empezaba a recordarle una reunión en Anarres. Se pasaban fuentes de delicados pasteles, y trozos de carne y de pescado, un camarero atento llenaba incesantemente las copas. Shevek aceptó un trago. Hacía meses ya que veía cómo los urrasti engullían alcohol sin que nadie pareciera enfermarse. El brebaje sabía a medicamento, pero alguien le explicó que en su mayor parte era agua carbonatada, que a Shevek le gustaba. Tenía sed, y lo bebió de un sorbo.

Un par de hombres estaban decididos a hablar de física con él. Uno de ellos era bien educado, y Shevek logró esquivarlo durante un tiempo, pues le molestaba hablar de física con un lego. El otro era prepotente, y Shevek no pudo eludirlo; pero descubrió, irritado, que le era mucho más fácil conversar con él. El hombre lo sabía todo, aparentemente porque tenía montones de dinero.

—Tal como yo la veo —informó a Shevek— esa Teoría de la Simultaneidad de usted niega el hecho más obvio, el hecho de que el tiempo pasa.

—Bueno, en física somos cautelosos con lo que llamamos «hechos». No es lo mismo que en los negocios —dijo Shevek con mucha afabilidad y mansedumbre, pero había algo en aquella mansedumbre que hizo que Vea, que se encontraba cerca conversando con otro grupo, se volviera a escuchar—. Dentro de los términos estrictos de la Teoría de la Simultaneidad, la sucesión no sería un fenómeno físicamente objetivo, sino un fenómeno subjetivo.

—Deje de asustar a Dearri, y explíquenos en media lengua lo que eso significa —dijo Vea. La perspicacia de ella hizo sonreír a Shevek.

—Bien, nosotros pensamos que el tiempo «pasa», fluye y nos deja atrás, pero ¿y si somos nosotros los que nos adelantamos, del pasado al futuro, siempre descubriendo lo nuevo? Sería como leer un libro, se da cuenta. El libro está todo ahí, todo al mismo tiempo, entre la tapa y la contratapa. Pero si usted quiere leer la historia y comprenderla, ha de comenzar por la primera página, y seguir adelante, siempre en orden. El universo sería pues un libro inmenso, y nosotros lectores muy pequeños.

—Pero el hecho muestra —replicó Dearri— que experimentamos el universo como una sucesión, un transcurso. En cuyo caso, ¿para qué sirve esa teoría de que en un plano más alto todo puede ser eternamente coexistente? Divertido para ustedes los teóricos, tal vez, pero no tiene ninguna aplicación práctica, ninguna relación con la vida real. ¡A menos que haga posible construir una máquina del tiempo! —agregó con una suerte de tensa, fingida jovialidad.

—Pero no sólo experimentamos el universo como una sucesión —dijo Shevek—. ¿Usted nunca sueña, señor Dearri? —Se sintió orgulloso de haber llamado señor a alguien, por una vez.

—¿Qué relación tiene?

—Es sólo la conciencia, nuestra conciencia, parece, lo que experimenta el transcurso del tiempo. Para un bebé el tiempo no existe: él no puede separarse del pasado y comprender cómo ese pasado se relaciona con el presente, ni imaginar cómo el presente podría relacionarse con el futuro. No sabe que el tiempo pasa; no comprende la muerte. La mente inconsciente del adulto sigue siendo una mente infantil. En un sueño tampoco hay tiempo, y la sucesión es trastocada, y la causa y el efecto se confunden. En el mito y la leyenda no existe el tiempo. ¿A qué tiempo pasado se refiere el cuento cuando dice «Había una vez»? Y así, cuando la razón se funde con el inconsciente, el místico ve que todo se transforma en una existencia única, y comprende el eterno retorno.

—Si, los místicos —dijo con vehemencia el hombre más tímido—. Tebores, en el Octavo Milenio. Escribió: La mente inconsciente coexiste con el universo.

—Pero no somos bebés —lo interrumpió Dearri—, somos hombres racionales. ¿Es esa simultaneidad de usted una especie de regresividad mística?

Hubo una pausa, mientras Shevek se servía un pastelillo que no deseaba, y lo comía. Ese día ya había perdido una vez los estribos, y se había puesto en ridículo. Con una vez bastaba.

—Tal vez podría vérsela —dijo— como el intento de establecer cierto equilibrio. Vea usted, la secuencia explica eficazmente nuestro sentido lineal del tiempo, y la evidencia de la evolución. Incluye la creación, y la mortalidad. Pero allí se detiene. Explica todos los cambios, pero no puede explicar por qué las cosas perduran. Habla sólo de la flecha del tiempo...

nunca del círculo del tiempo.

—¿El círculo? —preguntó el inquisidor más educado, con un anhelo tan evidente de comprender que Shevek se olvidó por completo de Dearri, y se dejó llevar por el entusiasmo, moviendo las manos y los brazos como sí tratara de mostrar, materialmente, las flechas, los ciclos, las oscilaciones de que hablaba.

—El tiempo procede en ciclos, como también en una línea. Un planeta gira: ¿ve? Un ciclo, una órbita alrededor del sol, es un año ¿no? Y dos órbitas, dos años, y así sucesivamente. Uno puede contar las órbitas interminablemente... un observador puede hacerlo. En realidad con un sistema como ese medimos el tiempo. El contador de tiempo, el reloj. Pero dentro del sistema, del ciclo, ¿dónde está el tiempo? ¿Dónde comienza y dónde termina? La repetición infinita es un proceso atemporal. Es menester compararlo, referirlo a algún otro proceso cíclico o no cíclico, para poder verlo como temporal. Y bien, esto es muy curioso y muy interesante, ya lo ve. Los átomos, usted sabe, tienen un movimiento cíclico. Los compuestos estables están constituidos por partículas dotadas de un movimiento regular, periódico, un movimiento correlativo. En realidad, son los ciclos atómicos de tiempo reversible los que confieren a la materia la permanencia que hace posible la evolución. Las pequeñas intemporalidades sumadas constituyen el tiempo. Y luego, en la escala grande, el cosmos: bueno, usted sabe, nosotros pensamos que en el universo todo es un proceso cíclico, una oscilación de expansión y contracción, sin ningún antes, sin ningún después. Sólo dentro de cada uno de los grandes ciclos, en los que vivimos, sólo allí hay tiempo lineal, hay evolución, hay cambio. Por lo tanto el tiempo tiene dos aspectos. Está la flecha, el río eme fluye, sin lo cual no hay cambio, no hay progreso, ni dirección, ni creación. Y está el círculo o el ciclo, sin el cual todo es caos, la sucesión sin sentido de instantes, un mundo sin relojes, sin estaciones, sin promesas.

—Usted se contradice —dijo Dearri, con la tranquilidad del saber superior—. En otras palabras, uno de esos «aspectos» es real, el otro es simplemente una ilusión.

—Muchos físicos han dicho eso —admitió Shevek.

—Pero ¿qué dice usted? —le preguntó el que quería saber.

—Bueno, yo creo que es una manera fácil de salir del atolladero... ¿Se puede acaso desechar el ser, o el devenir, como una ilusión? El devenir sin el ser carece de sentido. El ser sin el devenir es el aburrimiento total... Si la mente es capaz de percibir el tiempo en estos dos aspectos, entonces una auténtica filosofía del tiempo incluiría un campo en el que la relación de los dos aspectos o procesos podría al fin comprenderse.

—Pero ¿para qué sirve esa clase de «comprensión» —dijo Dearri— si no resulta en aplicaciones prácticas, tecnológicas? Puro malabarismo verbal, ¿no?

—Sólo un propietario verdadero puede hacer esas preguntas —dijo Shevek, y nadie se dio cuenta de que había insultado a Dearri con la palabra más despectiva de su vocabulario; en realidad Dearri movió la cabeza afirmativamente, aceptando el cumplido con satisfacción. Vea, en cambio, advirtió la tensión, y estalló de pronto: —En realidad no entiendo una palabra de lo que dice, sabe, pero me parece que si entendí bien lo del libro, que realmente todo existe ahora... ¿no podríamos entonces predecir el futuro? ¿Si ya está aquí?

—No, no —dijo el hombre más tímido, sin ninguna timidez—. No está como un diván o como una casa. El tiempo no es el espacio. ¡Usted no puede dar un paseo alrededor del tiempo! —Vea asintió con vivacidad, como si en verdad estuviera contenta de que le hubiesen dado una lección. Como envalentonado por haber echado a la mujer fuera de los ámbitos del pensamiento elevado, el hombre tímido se volvió a Dearri y dijo: —A mí me parece que la física temporal tiene aplicación en el campo de la ética. ¿Está usted de acuerdo, doctor Shevek?

—¿Ética? Bueno, no sé. Yo hago fundamentalmente matemática, usted sabe. Usted no puede desarrollar ecuaciones del comportamiento ético.

—¿Por qué no? —dijo Dearri.

Shevek lo ignoró.

—Pero es verdad, la filosofía del tiempo implica una ética. Pues nuestro sentido del tiempo nos permite separar la causa y el efecto, los medios y los fines. El bebé, nuevamente, el animal, ellos no ven la diferencia entre lo que hacen ahora y lo que ocurrirá porque lo hacen. Ellos no pueden hacer una polea, o una promesa. Nosotros podemos. Adviniendo la diferencia entre el ahora y el no ahora, podemos relacionarlos. Y ahí entra la moral. La responsabilidad. Decir que por medios malos puedo obtener fines buenos equivale exactamente a decir que si tiro de la cuerda de esta polea levantaré el peso de aquella otra. Romper una promesa es negar la realidad del pasado; y negar por lo tanto la esperanza de un futuro real. Si tiempo y razón son funciones recíprocas, si nosotros somos criaturas temporales, entonces será mejor que lo sepamos, y tratemos de aprovecharlo lo mejor posible. De actuar de modo responsable.

—Pero mire una cosa —dijo Dearri, con la inefable satisfacción de su propia sagacidad—, ha dicho hace un momento que en el Sistema de la Simultaneidad de usted no hay pasado ni futuro, sólo una suerte de eterno presente. Si es así ¿cómo puede uno ser responsable por el libro que ya está escrito? Lo único que puede hacer es leerlo. No queda ninguna opción, ninguna libertad.

—Ese es el dilema del determinismo. Usted tiene toda la razón, está implícito en el pensamiento simultaneísta. Pero también el pensamiento secuencial tiene su dilema. Es así, para pintarle un cuadro un poco disparatado: usted le tira una piedra a un árbol, y si usted es un simultaneísta la piedra ya ha golpeado contra el árbol, y si usted es un secuencista nunca alcanzará el árbol. ¿Qué elige usted, entonces? Quizá prefiera tirar piedras sin pensarlo más, sin elegir. Yo prefiero el camino difícil, y elijo las dos interpretaciones.

—¿Cómo... cómo las reconcilia? —preguntó el hombre tímido con seriedad.

Shevek estuvo a punto de reírse de desesperación.

—No lo sé. ¡He estado trabajando mucho tiempo en eso! En última instancia la piedra golpea el árbol. Ni la pura secuencia ni la pura unidad podrán explicarlo. Nosotros no queremos pureza, sino complejidad, la relación de causa y efecto, cíe medio y fin. Nuestro modelo del cosmos tiene que ser tan inagotable como el cosmos mismo. Una complejidad que no sólo incluya la duración sino también la creación, no sólo el ser sino el devenir, no sólo la geometría sino la ética. No es una respuesta lo que buscamos, sino el modo de formular la pregunta...

—Todo está muy bien, pero son respuestas lo que la industria necesita—dijo Dearri.

Shevek se volvió lentamente, lo observó un rato, y no dijo nada.

Se hizo un silencio pesado, en el que Vea saltó, graciosa e inconsecuentemente, a su tema de la predicción del futuro. Había otros interesados, y pronto todos empezaron a narrar sus experiencias con adivinos y clarividentes.

Shevek resolvió no decir nada más, no importaba lo que le preguntasen. Estaba más sediento que nunca; permitió que el camarero le volviera a llenar la copa, y bebió aquella cosa efervescente de sabor agradable. Miró alrededor de la sala, tratando de tranquilizarse, observando a otra gente. Pero éstos también se comportaban de una manera muy emocional, para ser ioti: gritaban reían a carcajadas. Se interrumpían unos a otros. En un rincón una pareja se entretenía en las preliminares de un juego sexual.