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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (46)

Los desposeídos (46)

—¿Usted es él? ¿El hombre de ciencia? ¿Qué demonios hace aquí?

—¡Escapando de la policía! ¿Quiere avisarles que estoy aquí, o me va a ayudar?

—Maldición —dijo el hombre—. Maldición. Mire... —Vaciló, iba a decir algo, alguna otra cosa, y continuó—: Siga su camino —y en seguida, en el mismo tono, aunque evidentemente cambiando de idea—: Está bien. Cerraré. Lo llevaré allí. Espere. ¡Maldición!

Dio unas vueltas por la trastienda, apagó la luz, salió con Shevek, bajó las persianas metálicas, cerró la puerta, y echó a andar a paso vivo, diciendo:

—¡Vamos!

Caminaron a lo largo de veinte o treinta manzanas, internándose cada vez más en el laberinto de calles y callejones tortuosos, el corazón de la Ciudad Vieja. La lluvia neblinosa caía sin ruido en la oscuridad intermitente, trayendo olores á putrefacción, a piedra y metal mojados. Doblaron por una callejuela oscura sin letreros entre casas de vecindad altas y viejas, casi todas con tiendas en la planta baja. El guía de Shevek se detuvo y golpeó en la ventana tapiada de una de las tiendas: V. Maedda, Especies Finas. Al cabo de un buen rato abrieron la puerta. El prestamista conferenció con una persona adentro, luego le hizo una seña a Shevek, y entraron los dos. Una muchacha esperaba junto a la puerta.

—Adelante, Tuio está en el fondo —dijo, mirando a Shevek a la luz débil de un pasillo negro—. ¿Usted es él? —La voz de la chica era apagada y ansiosa; sonreía de una manera extraña—. ¿De verdad, usted es él?

Tuio Maedda era un hombre moreno de cuarenta y tantos años, de cara fatigada, intelectual. Cerró un libro en el que había estado escribiendo y se incorporó rápidamente cuando ellos entraron. Saludó al prestamista, pero sin apartar los ojos de Shevek.

—Vino a mi tienda a preguntar cómo podía llegar aquí, Tuio. Dice que es él, tú sabes, el de Anarres.

—Es usted, sí, ¿verdad? —dijo Maedda lentamente—. Shevek, ¿qué está haciendo aquí? —Miraba a Shevek con ojos alarmados, luminosos.

—Buscando ayuda.

—¿Quién lo mandó?

—El primer hombre a quien pregunté. Ignoro quién es usted. Le pregunté dónde podía ir, y me dijo que viniera a verlo.

—¿Alguien más sabe que está aquí?

—Ellos no lo saben. Me escapé. Lo sabrán mañana.

—Ve a buscar a Remeivi —dijo Maedda a la chica—. Tome asiento, doctor Shevek. Será mejor que me diga lo que pasa.

Shevek se sentó en una silla de madera pero no se desabrochó el gabán. Estaba tan cansado que tiritaba.

—Me escapé —dijo—. De la Universidad, de la cárcel. No sé a dónde ir. Tal vez todo es cárceles aquí. Vine porque ellos hablan de las clases bajas, las clases trabajadoras, y pensé: eso suena más como mi gente. Gente capaz de ayudar.

—¿Qué clase de ayuda busca?

Shevek trató de serenarse. Miró alrededor, la pequeña oficina atestada de cosas, y a Maedda.

—Yo tengo algo que ellos quieren —dijo—. Una idea. Una teoría científica. Dejé Anarres porque pensé que aquí podría hacer el trabajo y publicarlo. No comprendí que aquí una idea es propiedad del Estado. Yo no trabajo para un Estado. No puedo tomar el dinero y las cosas que ellos me dan. Quiero irme. Pero no puedo volver a Anarres. Por eso vine. Usted no quiere mi ciencia, y tal vez tampoco quiera el gobierno que tiene.

Maedda sonrió.

—No. Yo no lo quiero. Pero el gobierno tampoco me quiere a mí. No ha elegido el sitio más seguro, ni para usted ni para nosotros... No se preocupe. Esta noche es esta noche; ya decidiremos qué hacer.

Shevek sacó la nota que había encontrado en el bolsillo del gabán, y se la tendió a Maedda.

—Esto es lo que me trajo. ¿Es de gente que usted conoce?

—«Únete a nosotros tus hermanos...» No sé. Quizás.

—¿Ustedes son odonianos?

—En parte. Sindicalistas, libertarios. Trabajamos con los thuvianistas, la Unión Socialista de Trabajadores, pero somos anticentralistas. Ha llegado en un momento bastante alborotado, sabe.

—¿La guerra?

Maedda asintió.

—Hay una manifestación anunciada para dentro de tres días. Contra la leva, los impuestos de guerra, el alza en el precio de los alimentos. Hay cuatrocientos mil desocupados en Nio Esseia, y ellos aumentan los precios y los impuestos. —No había dejado de observar a Shevek mientras conversaban; ahora, como si el examen le hubiera parecido satisfactorio, desvió la mirada y se reclinó en la silla—. La ciudad está casi preparada para cualquier cosa. Una huelga es lo que necesitamos, una huelga general, y demostraciones en masa. Como la Huelga del Noveno Mes que Odo encabezó —agregó con una sonrisa torcida y seca—. Podríamos recurrir a una nueva Odo ahora. Pero esta vez ellos no tienen una Luna para comprarnos y librarse de nosotros. Hacemos justicia aquí, o en ninguna parte. —Miró otra vez a Shevek y dijo, en un tono más tranquilo—: ¿Sabe lo que la sociedad de ustedes ha significado aquí para nosotros, en los últimos ciento cincuenta años? ¿Sabe que cuando alguien quiere desearle suerte a otro dice: Ojalá renazcas en Anarres? Saber que existe, que hay una sociedad sin gobierno, sin policía, sin explotación económica, ¡que nunca más me digan que es sólo un espejismo, el sueño de una idealista! Me pregunto si usted sabe realmente por qué lo retuvieron tan escondido allá en Ieu Eun, doctor Shevek. Por qué nunca lo llevaron a ninguna reunión pública. Saldrán detrás de usted como perros detrás de un conejo cuando descubran que se ha marchado. No sólo porque quieren de usted esa idea. Usted mismo es una idea. Una idea peligrosa. La idea del anarquismo, hecha carne. Caminando entre nosotros.

—Entonces ya tenéis a vuestro Odo —dijo la chica de la voz queda y ansiosa. Había vuelto a entrar mientras Maedda hablaba—. Al fin y al cabo, Odo era sólo una idea. El doctor Shevek es la prueba material.

Maedda no habló durante un rato.

—Una prueba indemostrable —dijo.

—¿Porqué?

—Si la gente sabe que está aquí, también la policía lo sabrá.

—Déjalos que vengan e intenten capturarlo —dijo la chica y sonrió.

—¡La manifestación será absolutamente no violenta! —dijo Maedda con súbita violencia—. ¡Hasta la UST lo ha aceptado!

—Yo no lo he aceptado, Tuio. No permitiré que los camisas negras me golpeen la cara o me vuelen los sesos. Si me atacan, atacaré.

—Únete a ellos, si te gustan esos métodos. ¡La justicia no se consigue por medio de la fuerza!

—Y el poder no se consigue por medio de la pasividad.

—No buscamos poder. ¡Lo que buscamos es acabar con el poder! ¿Qué dice usted? —Maedda apeló a Shevek—. Los medios son el fin. Odo lo dijo toda su vida. ¡Sólo la paz trae la paz, sólo los actos justos traen la justicia! ¡No podemos estar divididos en vísperas de la acción!

Shevek lo miró, miró a la muchacha, y al prestamista que estaba de píe escuchando, tenso, cerca de la puerta, y dijo en voz cansada, baja:

—Si puedo serles útil, utilícenme. Tal vez podría publicar una declaración en algún periódico de ustedes. No vine a Urras a esconderme. Si toda la población se entera de que estoy aquí, tal vez el gobierno no se atreva a arrestarme en público. No sé.

—Claro —dijo Maedda—. Por supuesto. —Los ojos oscuros le brillaban de entusiasmo—: ¿Dónde demonios está Remeivi? Ve y llama a su hermana, Siró, dile que lo busque bajo tierra y que lo mande aquí... Escriba por qué vino, escriba sobre Anarres, escriba por qué no quiere venderse al gobierno, escriba lo que quiera; nosotros haremos que lo impriman. ¡Siró! Llama a Meisthe también... Lo ocultaremos, pero por Dios conseguiremos que todo A-Io sepa que usted está aquí, que está con nosotros. —Las palabras lo desbordaban, las manos se le crispaban, e iba y venía de un lado a otro por el cuarto—. Y entonces, después de la manifestación, después de la huelga, ya veremos qué pasa. ¡Tal vez las cosas sean diferentes entonces! ¡Tal vez usted ya no necesite esconderse!

—Tal vez se abran de par en par las puertas de las cárceles —dijo Shevek—. Bueno, deme un poco de papel, voy a escribir.

La joven Siró se le acercó. Se inclinó sonriendo, como si fuera a hacerle una reverencia, tímida, decorosa, y le besó la mejilla; luego salió de la habitación. Siró tenía los labios fríos y Shevek sintió el roce en la mejilla durante mucho tiempo.

Pasó un día en la buhardilla de una vivienda del Callejón de la Broma, y dos noches y un día en el sótano de una tienda de muebles viejos, un lugar raro y oscuro, repleto de marcos de espejos y camas destartaladas. Escribía. Le llevaban lo que había escrito, ya impreso, al cabo de unas pocas horas: al principio en el periódico La Edad Moderna y más tarde, cuando el gobierno clausuró las prensas de La Edad Moderna y arrestó a los editores, en una imprenta clandestina, junto con los planes y exhortaciones para la manifestación y la huelga general. Shevek no releía lo que había escrito. No escuchaba con mucha atención a Maedda y los otros, que describían el entusiasmo con que se leían los periódicos, la aceptación creciente del plan de huelga, el efecto que la presencia de Shevek en la manifestación tendría a los ojos del mundo. Cuando lo dejaban solo, sacaba a veces una pequeña libreta del bolsillo de la camisa y miraba las notas en código y las ecuaciones de la Teoría Temporal General. Las miraba y no podía leerlas. No las comprendía. Guardaba otra vez la libreta, y se sentaba con la cabeza entre las manos.

Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol.

Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin.

Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás.

A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.

En las filas que lo rodeaban todos callaron para escucharlo, y él cantó en alta voz, sonriente, avanzando junto con ellos.

Podía haber cien mil seres humanos en la Plaza del Capitolio, o acaso el doble. Los individuos, como las partículas de la física atómica, son incontables, del mismo modo que es imposible determinar la posición que ocupan o predecir cómo se conducirán.


Los desposeídos (46)

—¿Usted es él? ¿El hombre de ciencia? ¿Qué demonios hace aquí?

—¡Escapando de la policía! ¿Quiere avisarles que estoy aquí, o me va a ayudar?

—Maldición —dijo el hombre—. Maldición. Mire... —Vaciló, iba a decir algo, alguna otra cosa, y continuó—: Siga su camino —y en seguida, en el mismo tono, aunque evidentemente cambiando de idea—: Está bien. Cerraré. Lo llevaré allí. Espere. ¡Maldición!

Dio unas vueltas por la trastienda, apagó la luz, salió con Shevek, bajó las persianas metálicas, cerró la puerta, y echó a andar a paso vivo, diciendo:

—¡Vamos!

Caminaron a lo largo de veinte o treinta manzanas, internándose cada vez más en el laberinto de calles y callejones tortuosos, el corazón de la Ciudad Vieja. La lluvia neblinosa caía sin ruido en la oscuridad intermitente, trayendo olores á putrefacción, a piedra y metal mojados. Doblaron por una callejuela oscura sin letreros entre casas de vecindad altas y viejas, casi todas con tiendas en la planta baja. El guía de Shevek se detuvo y golpeó en la ventana tapiada de una de las tiendas: V. Maedda, Especies Finas. Al cabo de un buen rato abrieron la puerta. El prestamista conferenció con una persona adentro, luego le hizo una seña a Shevek, y entraron los dos. Una muchacha esperaba junto a la puerta.

—Adelante, Tuio está en el fondo —dijo, mirando a Shevek a la luz débil de un pasillo negro—. ¿Usted es él? —La voz de la chica era apagada y ansiosa; sonreía de una manera extraña—. ¿De verdad, usted es él?

Tuio Maedda era un hombre moreno de cuarenta y tantos años, de cara fatigada, intelectual. Cerró un libro en el que había estado escribiendo y se incorporó rápidamente cuando ellos entraron. Saludó al prestamista, pero sin apartar los ojos de Shevek.

—Vino a mi tienda a preguntar cómo podía llegar aquí, Tuio. Dice que es él, tú sabes, el de Anarres.

—Es usted, sí, ¿verdad? —dijo Maedda lentamente—. Shevek, ¿qué está haciendo aquí? —Miraba a Shevek con ojos alarmados, luminosos.

—Buscando ayuda.

—¿Quién lo mandó?

—El primer hombre a quien pregunté. Ignoro quién es usted. Le pregunté dónde podía ir, y me dijo que viniera a verlo.

—¿Alguien más sabe que está aquí?

—Ellos no lo saben. Me escapé. Lo sabrán mañana.

—Ve a buscar a Remeivi —dijo Maedda a la chica—. Tome asiento, doctor Shevek. Será mejor que me diga lo que pasa.

Shevek se sentó en una silla de madera pero no se desabrochó el gabán. Estaba tan cansado que tiritaba.

—Me escapé —dijo—. De la Universidad, de la cárcel. No sé a dónde ir. Tal vez todo es cárceles aquí. Vine porque ellos hablan de las clases bajas, las clases trabajadoras, y pensé: eso suena más como mi gente. Gente capaz de ayudar.

—¿Qué clase de ayuda busca?

Shevek trató de serenarse. Miró alrededor, la pequeña oficina atestada de cosas, y a Maedda.

—Yo tengo algo que ellos quieren —dijo—. Una idea. Una teoría científica. Dejé Anarres porque pensé que aquí podría hacer el trabajo y publicarlo. No comprendí que aquí una idea es propiedad del Estado. Yo no trabajo para un Estado. No puedo tomar el dinero y las cosas que ellos me dan. Quiero irme. Pero no puedo volver a Anarres. Por eso vine. Usted no quiere mi ciencia, y tal vez tampoco quiera el gobierno que tiene.

Maedda sonrió.

—No. Yo no lo quiero. Pero el gobierno tampoco me quiere a mí. No ha elegido el sitio más seguro, ni para usted ni para nosotros... No se preocupe. Esta noche es esta noche; ya decidiremos qué hacer.

Shevek sacó la nota que había encontrado en el bolsillo del gabán, y se la tendió a Maedda.

—Esto es lo que me trajo. ¿Es de gente que usted conoce?

—«Únete a nosotros tus hermanos...» No sé. Quizás.

—¿Ustedes son odonianos?

—En parte. Sindicalistas, libertarios. Trabajamos con los thuvianistas, la Unión Socialista de Trabajadores, pero somos anticentralistas. Ha llegado en un momento bastante alborotado, sabe.

—¿La guerra?

Maedda asintió.

—Hay una manifestación anunciada para dentro de tres días. Contra la leva, los impuestos de guerra, el alza en el precio de los alimentos. Hay cuatrocientos mil desocupados en Nio Esseia, y ellos aumentan los precios y los impuestos. —No había dejado de observar a Shevek mientras conversaban; ahora, como si el examen le hubiera parecido satisfactorio, desvió la mirada y se reclinó en la silla—. La ciudad está casi preparada para cualquier cosa. Una huelga es lo que necesitamos, una huelga general, y demostraciones en masa. Como la Huelga del Noveno Mes que Odo encabezó —agregó con una sonrisa torcida y seca—. Podríamos recurrir a una nueva Odo ahora. Pero esta vez ellos no tienen una Luna para comprarnos y librarse de nosotros. Hacemos justicia aquí, o en ninguna parte. —Miró otra vez a Shevek y dijo, en un tono más tranquilo—: ¿Sabe lo que la sociedad de ustedes ha significado aquí para nosotros, en los últimos ciento cincuenta años? ¿Sabe que cuando alguien quiere desearle suerte a otro dice: Ojalá renazcas en Anarres? Saber que existe, que hay una sociedad sin gobierno, sin policía, sin explotación económica, ¡que nunca más me digan que es sólo un espejismo, el sueño de una idealista! Me pregunto si usted sabe realmente por qué lo retuvieron tan escondido allá en Ieu Eun, doctor Shevek. Por qué nunca lo llevaron a ninguna reunión pública. Saldrán detrás de usted como perros detrás de un conejo cuando descubran que se ha marchado. No sólo porque quieren de usted esa idea. Usted mismo es una idea. Una idea peligrosa. La idea del anarquismo, hecha carne. Caminando entre nosotros.

—Entonces ya tenéis a vuestro Odo —dijo la chica de la voz queda y ansiosa. Había vuelto a entrar mientras Maedda hablaba—. Al fin y al cabo, Odo era sólo una idea. El doctor Shevek es la prueba material.

Maedda no habló durante un rato.

—Una prueba indemostrable —dijo.

—¿Porqué?

—Si la gente sabe que está aquí, también la policía lo sabrá.

—Déjalos que vengan e intenten capturarlo —dijo la chica y sonrió.

—¡La manifestación será absolutamente no violenta! —dijo Maedda con súbita violencia—. ¡Hasta la UST lo ha aceptado!

—Yo no lo he aceptado, Tuio. No permitiré que los camisas negras me golpeen la cara o me vuelen los sesos. Si me atacan, atacaré.

—Únete a ellos, si te gustan esos métodos. ¡La justicia no se consigue por medio de la fuerza!

—Y el poder no se consigue por medio de la pasividad.

—No buscamos poder. ¡Lo que buscamos es acabar con el poder! ¿Qué dice usted? —Maedda apeló a Shevek—. Los medios son el fin. Odo lo dijo toda su vida. ¡Sólo la paz trae la paz, sólo los actos justos traen la justicia! ¡No podemos estar divididos en vísperas de la acción!

Shevek lo miró, miró a la muchacha, y al prestamista que estaba de píe escuchando, tenso, cerca de la puerta, y dijo en voz cansada, baja:

—Si puedo serles útil, utilícenme. Tal vez podría publicar una declaración en algún periódico de ustedes. No vine a Urras a esconderme. Si toda la población se entera de que estoy aquí, tal vez el gobierno no se atreva a arrestarme en público. No sé.

—Claro —dijo Maedda—. Por supuesto. —Los ojos oscuros le brillaban de entusiasmo—: ¿Dónde demonios está Remeivi? Ve y llama a su hermana, Siró, dile que lo busque bajo tierra y que lo mande aquí... Escriba por qué vino, escriba sobre Anarres, escriba por qué no quiere venderse al gobierno, escriba lo que quiera; nosotros haremos que lo impriman. ¡Siró! Llama a Meisthe también... Lo ocultaremos, pero por Dios conseguiremos que todo A-Io sepa que usted está aquí, que está con nosotros. —Las palabras lo desbordaban, las manos se le crispaban, e iba y venía de un lado a otro por el cuarto—. Y entonces, después de la manifestación, después de la huelga, ya veremos qué pasa. ¡Tal vez las cosas sean diferentes entonces! ¡Tal vez usted ya no necesite esconderse!

—Tal vez se abran de par en par las puertas de las cárceles —dijo Shevek—. Bueno, deme un poco de papel, voy a escribir.

La joven Siró se le acercó. Se inclinó sonriendo, como si fuera a hacerle una reverencia, tímida, decorosa, y le besó la mejilla; luego salió de la habitación. Siró tenía los labios fríos y Shevek sintió el roce en la mejilla durante mucho tiempo.

Pasó un día en la buhardilla de una vivienda del Callejón de la Broma, y dos noches y un día en el sótano de una tienda de muebles viejos, un lugar raro y oscuro, repleto de marcos de espejos y camas destartaladas. Escribía. Le llevaban lo que había escrito, ya impreso, al cabo de unas pocas horas: al principio en el periódico La Edad Moderna y más tarde, cuando el gobierno clausuró las prensas de La Edad Moderna y arrestó a los editores, en una imprenta clandestina, junto con los planes y exhortaciones para la manifestación y la huelga general. Shevek no releía lo que había escrito. No escuchaba con mucha atención a Maedda y los otros, que describían el entusiasmo con que se leían los periódicos, la aceptación creciente del plan de huelga, el efecto que la presencia de Shevek en la manifestación tendría a los ojos del mundo. Cuando lo dejaban solo, sacaba a veces una pequeña libreta del bolsillo de la camisa y miraba las notas en código y las ecuaciones de la Teoría Temporal General. Las miraba y no podía leerlas. No las comprendía. Guardaba otra vez la libreta, y se sentaba con la cabeza entre las manos.

Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol.

Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin.

Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás.

A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.

En las filas que lo rodeaban todos callaron para escucharlo, y él cantó en alta voz, sonriente, avanzando junto con ellos.

Podía haber cien mil seres humanos en la Plaza del Capitolio, o acaso el doble. Los individuos, como las partículas de la física atómica, son incontables, del mismo modo que es imposible determinar la posición que ocupan o predecir cómo se conducirán.