Los desposeídos (47)
Y sin embargo esta masa, esta masa enorme se conducía tal como lo habían previsto los organizadores de la huelga: se había congregado, había marchado en orden, había cantado, había ocupado la Plaza del Capitolio y las calles circundantes, y ahora se había detenido, innumerable y turbulenta pero a la vez paciente, en el luminoso mediodía, para escuchar a los oradores, cuyas voces solitarias, amplificadas aquí y allá, golpeaban y reverberaban contra tos soleados frontispicios del Senado y del Directorio, retintineaban y zumbaban por encima del vasto murmullo incesante de la muchedumbre.
Había aquí, en la plaza, más gente que la que vivía en Abbenay, reflexionó Shevek, pero el pensamiento no tenía ningún propósito, sólo cuantificar la experiencia directa. Estaba junto con Maedda y los otros en las gradas del Directorio, frente a las encolumnadas y altas puertas de bronce, contemplando el trémulo y sombrío campo de rostros, y escuchando como escuchaban ellos a los oradores: no oyendo y comprendiendo como la mente racional percibe y comprende, sino como quien contempla o escucha sus propios pensamientos, o como el pensamiento percibe y comprende el ser. Cuando habló, no hubo para él diferencia entre hablar y escuchar. No lo movió un impulso consciente; no se dio cuenta de que él mismo estaba hablando. Los ecos multiplicados de su voz desde los altavoces distantes y las fachadas de piedra de los soberbios edificios, lo distraían un poco, y por momentos titubeaba y hablaba muy lentamente. Pero no titubeaba buscando palabras. Expresaba de viva voz el pensamiento de ellos, el sentir de todos ellos, en el idioma de ellos, y sin embargo no decía nada más que lo que había dicho muchos años antes, lo que había brotado de su propia soledad, del centro de su ser.
—Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No el amor. El amor no obedece a la mente, y cuando se lo violenta se transforma en odio. El vínculo que nos une está más allá de toda posible elección. Somos hermanos. Somos hermanos en aquello que compartimos. En el dolor, en ese dolor que todos nosotros hemos de sufrir a solas, en la pobreza y en la esperanza reconocemos nuestra hermandad. La reconocemos porque hemos tenido que vivir sin ella. Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no tendemos la mano. Y la mano que vosotros tendéis está vacía, como lo está la mía. No tenéis nada. No poseéis nada. No sois dueños de nada. Sois libres. Todo cuanto tenéis es lo que sois, y lo quedáis.
»Estoy aquí porque vosotros veis en mí la promesa, la promesa que hicimos hace doscientos años en esta ciudad: la promesa cumplida. Nosotros la hemos cumplido. En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte.
Terminaba de hablar cuando el zumbido de los helicópteros de la policía empezó a ahogar la voz de Shevek.
Se apartó de los micrófonos y miró hacia arriba, entornando los ojos al resplandor del sol. Muchos en la multitud hicieron lo mismo, y aquel movimiento de las cabezas y las manos fue como un viento que agitara un luminoso campo de espigas.
Las palas giratorias chasqueaban y rechinaban en la enorme caja de piedra de la Plaza del Capitolio, como la voz de un monstruoso robot. El ruido ahogaba el tableteo de las ametralladoras, que disparaban desde los helicópteros. El bullicio de la multitud creció hasta convertirse en una algarabía, pero aún podían oírse los gruñidos de los helicópteros, el repiqueteo indiferente de las armas de fuego, la palabra huera.
El fuego de los helicópteros se concentraba sobre la gente reunida en las gradas del Directorio o en los alrededores. El pórtico encolumnado era el refugio más próximo para quienes estaban en la escalinata, y un momento después estaba atestado de gente. Las voces de la multitud, que huía despavorida hacia las ocho calles que convergían en la plaza, rugían como un viento. Los helicópteros volaban a escasa altura, pero nadie sabía si el fuego había cesado o no; en la muchedumbre demasiado apretada los muertos y los heridos no podían caer.
Las puertas revestidas de bronce del Directorio cedieron con un estallido que nadie oyó. La gente entró atropellándose en busca de refugio, a guarecerse de la lluvia de metralla. Se apiñaban por centenares en los altos salones de mármol, algunos agazapados en el primer escondite que veían, otros empujando y buscando una salida a través del edificio, otros dispuestos a resistir hasta que llegaran los soldados. Cuando llegaron, marchando con sus cuidadas chaquetas negras, subiendo las escalinatas por entre los hombres y mujeres muertos o agonizantes, encontraron en el muro gris alto y pulido del gran atrio, a la altura de los ojos de un hombre, una palabra escrita en gruesos trazos de sangre: ABAJO.
Hicieron fuego contra el hombre muerto que yacía allí cerca, y más tarde, cuando restablecieron el orden en el Directorio, trataron de borrar la palabra, restregándola con agua y jabón, pero no desapareció: había sido pronunciada: tenía sentido.
El compañero de Shevek se debilitaba, empezaba a tambalearse; Shevek comprendió que no podría ir más lejos. Tampoco había a dónde ir, excepto lejos de la Plaza del Capitolio, ni un sitio en que pudiera quedarse. La muchedumbre se había vuelto a reunir dos veces en la Avenida Mesee, tratando de enfrentar a la policía, pero en pos de la policía llegaron los carros de asalto del ejército, empujando a la gente hacia adelante, hacia la Ciudad Vieja. Los chaquetas negras no habían hecho fuego hasta entonces, pero desde las otras calles llegaba el fragor de la metralla. Los ruidosos helicópteros volaban de uno a otro lado por encima de las calles; imposible escapar.
El compañero de Shevek jadeaba al arrastrarse, hipaba tratando de respirar. Shevek lo había llevado casi en brazos durante un largo trecho, y ahora estaban lejos del cuerpo de la multitud, rezagados. Era inútil que tratasen de alcanzarla.
—A ver, siéntese aquí —dijo, y ayudó al hombre en el escalón superior, a la entrada de un sótano que parecía ser una especie de depósito. Sobre las ventanas tapiadas habían escrito, con grandes trazos de tiza, la palabra HUELGA. Bajó hasta la puerta del sótano y la probó; estaba cerrada con candado. Todas las puertas estaban cerradas. Propiedad privada. Alzó un trozo de piedra que se había desprendido del borde de un escalón y destrozó la aldaba y el candado, trabajando no furtiva ni vengativamente, sino con la seguridad de alguien que abre la puerta de calle de su propia casa. Echó una ojeada adentro. El sótano no contenía otra cosa que cajones de embalaje. Ayudó a su compañero a bajar los peldaños, cerró la puerta, y le dijo—: Siéntese aquí, acuéstese si puede. Yo iré a ver si hay agua.
En el sótano, evidentemente un depósito de productos químicos, había una hilera de artesas y una manguera contra incendios. Cuando Shevek regresó, el hombre se había desmayado. Aprovechó la oportunidad para lavarle la mano con el agua que chorreaba de la manguera y echar un vistazo a la herida. Era peor de lo que había pensado. Sin duda el hombre había recibido más de un proyectil; le faltaban dos dedos y tenía la palma y la muñeca destrozadas. Las astillas de los huesos asomaban por entre la carne como mondadientes. El hombre había estado cerca de Shevek cuando los helicópteros empezaron a disparar, y al sentirse herido se había dejado caer contra Shevek, aferrándose a él. Durante toda la fuga a través del Directorio, Shevek lo había sostenido con un brazo: en medio de una multitud tumultuosa, dos podían mantenerse en pie mejor que uno.
Trató de contenerle la hemorragia con un torniquete y de vendarle la mano destrozada, o cubrírsela al menos, y le trajo un poco de agua y lo ayudó a beber. No sabía cómo se llamaba; por el brazal blanco, era un trabajador socialista; parecía tener más o menos la edad de Shevek, cuarenta, o algo más.
En las fábricas del Sudoeste, Shevek había visto heridos mucho más graves, en accidentes, y había aprendido que la gente tiene una capacidad inverosímil para soportar el sufrimiento y el dolor. Pero atendían a esos heridos. Allí había un cirujano para amputar, plasma para remediar la pérdida de sangre, una cama.
Se sentó en el suelo al lado del hombre, que ahora yacía aletargado, y miró en torno las hileras de cajones, los largos y oscuros pasadizos entre las hileras, el resplandor blancuzco de la luz del día que se filtraba por las rendijas de las ventanas tapiadas a lo largo de la pared del frente, los blancos regueros de salitre en el techo, las huellas de las botas de los obreros y las ruedas de las carretillas en el polvoriento suelo de hormigón. Una hora antes, centenares de miles de personas cantando bajo el cielo abierto; a la siguiente, dos nombres escondidos en un sótano.
—Sois despreciables —le dijo Shevek a su compañero, en právico—. Sois incapaces de dejar las puertas abiertas. Nunca seréis libres. —Tocó con delicadeza la frente del hombre; estaba fría y sudorosa. Le aflojó un rato el torniquete, se levantó, cruzó el sótano lóbrego hasta la puerta, y subió a la calle. La flotilla de los carros de asalto se había alejado. Unos pocos rezagados de la manifestación pasaban, presurosos, las cabezas gachas, en territorio enemigo. Shevek intentó parar a dos; un tercero se detuvo al Fin.
—Necesito un médico, hay un hombre herido. ¿Puede mandar un médico aquí?
—Será mejor que lo saque.
—Ayúdeme a llevarlo.
El hombre apresuró el paso y se alejó.
—Vienen hacia aquí —le gritó a Shevek por encima del hombro—, será mejor que salgan.
No pasó nadie más, y un momento después Shevek vio un poco más lejos, calle abajo, una columna de chaquetas negras. Bajó otra vez al sótano, cerró la puerta, volvió junto al hombre herido, y se sentó junto a él en el suelo polvoriento.
—Infierno —dijo.
Al cabo de un rato sacó del bolsillo de la camisa la pequeña libreta y se puso a estudiarla.
Por la tarde, cuando se asomó con cautela a mirar, vio un carro de asalto estacionado del otro lado de la calle, y otros dos cerrando la esquina. Eso explicaba los gritos que había oído: sin duda los soldados, impartiéndose órdenes unos a otros.
Atro se lo había explicado una vez: cómo los sargentos podían dar órdenes a los soldados rasos, cómo los tenientes podían dar órdenes a los soldados rasos y a los sargentos, cómo los capitanes... y así en escala ascendente hasta los generales, que podían dar órdenes a todos los demás y no tenían que recibirlas de nadie, excepto del comandante en jefe. Shevek había escuchado con incrédula repulsión.
—¿A eso lo llaman ustedes organización? —había preguntado—. ¿Y también lo llaman disciplina? Ni una cosa ni otra. Es un mecanismo coercitivo de extraordinaria ineficacia, ¡una especie de máquina de vapor del Séptimo Milenio! Con una estructura tan rígida y tan frágil, ¿qué cosa que merezca la pena se puede hacer? —Esto había dado pie para que Atro ensalzara las virtudes de la guerra, que da coraje y hombría y elimina a los ineptos, pero los mismos argumentos lo habían obligado a admitir la efectividad de las guerrillas, organizadas desde abajo, auto-disciplinadas—.