Los desposeídos (51)
Sadik los observó abrazados un momento con una mirada serena, una mirada tranquila, atenta, y luego se volvió a contemplar el Ocupante del Espacio Deshabitado.
Cuando estaban solos, por las noches, hablaban a menudo de Sadik. Takver se preocupaba demasiado por la niña, a falta de otras intimidades, y las ambiciones y angustias maternas le turbaban de algún modo el sentido común. Aquello no era natural para Takver; ni la competencia ni la sobreprotección eran motivos poderosos en la vida de un anarresti. Le alegraba poder confesar esas preocupaciones y librarse de ellas, ahora que la presencia de Shevek se lo permitía. Las primeras noches era ella quien llevaba la mayor parte de la conversación, y él escuchaba como hubiera podido escuchar una música o el rumor del agua, sin intentar responder. No había hablado mucho, desde hacía cuatro años; había perdido el hábito de la conversación. Takver, como siempre hasta ahora, lo sacaba del silencio. Más adelante, era él el que hablaba más, aunque siempre pendiente de las respuestas de ella.
—¿Te acuerdas de Tirin? —le preguntó una noche. Hacía frío; había llegado el invierno, y el cuarto, el más alejado de los hornos del domicilio, nunca se calentaba mucho, ni aun con la llave totalmente abierta. Habían quitado las ropas de cama de las dos plataformas y estaban acurrucados juntos en la más próxima al calefactor. Shevek usaba una camisa viejísima, muy lavada, para abrigarse el pecho, pues le gustaba estar en cama sentado. Takver, sin nada de ropa, se había tapado hasta las orejas.
—¿Qué fue de la manta naranja? —dijo.
—¡Qué propietaria! La dejé.
—¿A Misia Envidia? Qué pena. No soy propietaria. Sólo sentimental. Fue la primera manta que nos abrigó.
—No, no fue ésa. Creo que usamos otra manta allá arriba en el Ne Theras.
—Si la usamos, no la recuerdo. —Takver rió—. ¿Por quién me preguntaste?
—Tirin.
—No recuerdo.
—Del Regional de Poniente del Norte. Un chico trigueño, de nariz respingonada...
—¡Oh, Tirin! Claro. Estaba pensando en Abbenay.
—Lo vi, en el Sudeste.
—¿Viste a Tirin? ¿Cómo estaba?
Shevek no dijo nada durante un momento, pasando un dedo por la trama de la manta.
—¿Recuerdas lo que Bedap nos contó?
—Que seguían dándole puestos kleggich, y que iba de un lado a otro, y que por último fue a la Isla Segvina, ¿no? Y que luego le perdió la pista.
—¿Viste la obra que presentó, la que le creó todos los problemas?
—¿En el Festival de Verano, después que tú te fuiste? Oh, sí. No la recuerdo. Hace tanto tiempo. Era tonta. Ingeniosa... Tirin era ingenioso. Pero tonto. Era sobre un urrasti, eso es. Este urrasti se esconde en un tanque hidropónico en el carguero a la Luna, y respira por una pajita, y come las raíces de las plantas. ¡Te dije que era tonta! Y así viaja de contrabando a Anarres. Y entonces va de aquí para allá tratando de comprar cosas en los depósitos, y de venderle cosas a la gente, y guardando pepitas de oro hasta que lleva tantas encima que no puede moverse. Entonces tiene que quedarse donde está, y construye un palacio, y se llama a sí mismo el Amo de Anarres. Y había una escena muy divertida en la que él y la mujer quieren copular, y ella está abierta de par en par y dispuesta, pero él no puede hacerlo hasta haberle dado primero las pepitas de oro, para pagarle. Y ella no las quiere. Eso era cómico, la mujer tirada en el suelo y agitando las piernas, y él abalanzándose sobre ella, y de pronto saltaba como si lo hubieran mordido, diciendo: «¡No debo! ¡No es moral! ¡No es buen negocio!» ¡Pobre Tirin! Era tan divertido, y tan vital.
—¿Él hacía el papel del urrasti?
—Sí. Estaba maravilloso.
—Me mostró la obra. Varias veces.
—¿Dónde te encontraste con él? ¿En Valle Grande?
—No, antes, en Codo. Era portero de la fábrica.
—¿Él lo había elegido?
—No creo que Tir estuviera en condiciones de elegir, en ese entonces... Bedap siempre pensó que lo obligaron a ir a Segvina, que lo forzaron a solicitar terapia. No sé. Cuando lo vi, varios años después de la terapia, era una persona destruida.
—¿Piensas que le hicieron algo en Segvina...?
—No sé; yo creo que el Hospicio trata en serio de dar refugio y amparo a la gente. Según las publicaciones sindicales, son al menos altruistas. Dudo que llevaran a Tirin a ese extremo.
—¿Pero qué lo destruyó, entonces? ¿Sólo no haber encontrado el puesto que quería?
—La obra lo destruyó.
—¿La obra? ¿El alboroto que armaron esos viejos inmundos? Oh, pero escucha, para que te vuelva loco un sermón moralista de ese tipo, tienes que estar loco antes. Con no hacerles caso...
—Tir ya estaba loco. De acuerdo con las pautas de nuestra sociedad.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, yo creo que Tir es un artista nato. No un artesano... un creador. Un inventor-destructor, de esa especie que tiene que ponerlo todo patas arriba y luego darlo vuelta del revés. Un escritor satírico, un genio mordaz.
—¿Tan buena era la obra? —preguntó Takver ingenuamente, asomando unos centímetros por debajo de las mantas y estudiando el perfil de Shevek.
—No, no lo creo. Ha de haber sido graciosa en escena. Al fin y al cabo, no tenía más de veinte años cuando la escribió. La sigue escribiendo todo el tiempo. Nunca ha escrito ninguna otra cosa.
—¿Sigue escribiendo la misma obra?
—Sigue escribiendo la misma obra.
—Uf—dijo Takver con piedad y horror.
—Cada dos décadas venía a verme y me la mostraba. Y yo la leía, o hacía como que la leía y trataba de hablar con él de la obra. Él necesitaba desesperadamente hablar de la obra, pero no podía. Tenía demasiado miedo.
—¿De qué? No entiendo.
—De mí. De todos. Del organismo social, del género humano, de la fraternidad que lo rechazaba. Cuando un hombre se siente solo contra todos, bien puede tener miedo.
—¿Quieres decir que sólo porque alguna gente tachó la obra de inmoral y dijo que no podía tener un puesto en la enseñanza, decidió que todo el mundo estaba contra él? ¡Eso es un poco absurdo!
—Pero ¿quiénes estaban a favor?
—Dap estaba... todos los amigos.
—Pero los perdió. Le dieron un destino lejano.
—¿Por qué no lo rechazó, entonces?
—Escucha, Takver. Yo pensé lo mismo, exactamente. Es lo que decimos siempre. Tú lo dijiste, que hubieras tenido que negarte a ir a Rolny. Yo lo dije ni bien llegué a Codo: soy un hombre libre, ¡no tenía por qué venir aquí!... Siempre lo pensamos, y lo decimos, pero no lo hacemos. Conservamos nuestra capacidad de iniciativa arropada y a salvo en nuestra mente, como en un cuarto en el que podemos entrar y decir: «No tengo la obligación de hacer nada, puedo elegir, soy libre». Y luego salimos de la buhardilla de nuestra mente, y vamos a donde nos manda la CPD, y nos quedamos allí hasta que nos cambian de destino.
—¡Oh, Shev, eso no es cieno! Sólo desde la sequía. Antes no había ni la mitad de todo eso. La gente trabajaba donde quería, y se unía a un sindicato o formaba uno, y luego se empadronaba en la Divtrab. La Divtrab asignaba destinos sobre todo a la gente que prefería estar en el Padrón de Trabajos Generales. Vamos a volver a eso, ahora.
—No sé. Tendríamos que volver, desde luego. Pero ya antes de la hambruna las cosas no iban en esa dirección, al contrario. Bedap tenía razón: cada emergencia, cada leva incluso, tiende a incrementar la maquinaria burocrática dentro de la CPD, y le da una suene de rigidez: ésta es la forma en que se hacía, ésta es la forma en que se hace, ésta es la forma en que tiene que hacerse... Hubo mucho de todo eso, antes de la sequía. Cinco años de control riguroso pueden haber estereotipado el sistema de modo permanente. ¡No pongas esa cara de escéptica! Escucha, dime, ¿cuántas personas conoces que se hayan negado a aceptar un destino... aun antes de la hambruna?
Takver reflexionó sobre la pregunta.
—¿Sin contar los nuchnibi?
—No, no. Los nuchnibi son importantes.
—Bueno, algunos de los amigos de Dap... ese compositor tan simpático, Salas, y algunos de los parias, también. Cuando yo era pequeña solían pasar por Valle Redondo nuchnibi verdaderos. Sólo que robaban, o así siempre lo pensé. Contaban mentiras y cuentos tan preciosos, y echaban la buenaventura, y todo el mundo estaba contento de verlos y de mantenerlos y alimentarlos mientras se quedaban allí. Pero nunca se quedaban mucho tiempo. Y luego la gente común del pueblo preparaba el equipaje y se marchaba, los chicos generalmente; algunos odiaban el trabajo en los campos, abandonaban sus puestos y se iban. La gente hace eso en todas partes, todo el tiempo. Van de un lado a otro, buscando algo mejor. ¡No llamarás a eso negarse a aceptar un destino!
—¿Por qué no?
—¿A dónde quieres llegar? —gruñó Takver, alejándose bajo la manta.
—Bueno, a esto. Que nos avergüenza decir que hemos rechazado un destino. Que la conciencia social domina por completo a la conciencia individual. No hay equilibrio. Nosotros no cooperamos, obedecemos. Tememos ser parias, que nos llamen haraganes, inútiles, egotistas. Tememos la opinión del prójimo más de lo que respetamos nuestra propia libertad. Tú no me crees, Tak, pero trata, trata de ponerte del otro lado, sólo con la imaginación, y de ver cómo te sientes. Te das cuenta entonces de lo que es Tirin, y por qué es un náufrago, un alma perdida. ¡Es un criminal! Nosotros hemos creado el crimen, exactamente igual que el propietariado. Expulsamos a un hombre del círculo de nuestra aprobación, y luego lo condenamos por ese mismo motivo. Hemos creado leyes, leyes de comportamiento convencional, hemos levantado muros alrededor de nosotros, y no podemos verlos, pues son parte de nuestro pensamiento. Tir nunca lo hizo. Lo conozco desde que teníamos diez años. El nunca lo hizo, nunca levantó muros. Era un rebelde nato. Era un odoniano nato... ¡un odoniano auténtico! Era un hombre libre, y todos los demás, sus hermanos, lo enloquecimos como castigo por ese primer acto de libertad.
—No creo —dijo Takver, arropada en la cama, y a la defensiva— que Tir fuera una persona muy fuerte.
—No, era extremadamente vulnerable.
Se hizo un largo silencio.
—No me extraña que te obsesione —dijo ella—. Su obra. Tu libro.
—Pero yo soy más afortunado. Un científico puede afirmar que su obra no es él mismo, que es pura y simplemente la verdad impersonal. Un artista no puede esconderse detrás de la verdad. No puede esconderse en ninguna parte.
Takver lo observó de reojo un rato; luego se dio vuelta y se sentó, tironeando la manta alrededor de los hombros.
—¡Brr! Qué frío... Estaba equivocada, verdad que sí, con lo del libro. Lo de permitir que Sabul lo mutilara y lo firmara con su nombre. Parecía correcto. Parecía que era anteponer la obra al autor, el orgullo a la vanidad, la comunidad al ego, todas esas cosas. Pero en realidad no era nada parecido, ¿verdad que no? Era una capitulación. Una rendición al autoritarismo de Sabul.
—No sé. Conseguí que lo imprimieran.
—¡El fin era bueno, pero el medio malo! Lo pensé mucho tiempo, Shev, en Rolny. Te diré lo que fue un error. Yo estaba embarazada. Las mujeres embarazadas no tienen moral. Sólo la más primitiva, el impulso al sacrificio. ¡Al infierno con él y la asociación, y la verdad, si amenazan al precioso feto! Es un instinto de conservación racial, pero a veces perjudica a otros; es biológico, no social. El hombre puede dar gracias por no tener que caer en las garras de ese instinto. Pero ha de entender que para la mujer no es lo mismo, y estar en guardia. Creo que por eso los antiguos anarquismos consideraban a las mujeres como bienes de propiedad. ¿Por qué lo permitían las mujeres? Porque estaban embarazadas todo el tiempo... ¡porque ya estaban poseídas, esclavizadas!